Los
títulos de la obra del P. Clerissac responden a esta línea esquemática:
¿Qué
es?
1)
La Iglesia es una realidad vital sobrenatural.
(“Palabras
preliminares”).
2) ¡La
Iglesia es Cristo!
(“La
Iglesia en el pensamiento de Dios”).
(“Cristo
en la Iglesia y la Iglesia en Cristo”).
3)
Personalidad característica de esta sociedad.
(“La personalidad
de la Iglesia”).
¿Qué
hace?
4)
Culto.
(“La
vida hierática de la Iglesia”.)
5)
Magisterio.
(“El
don de Profecía en la Iglesia”).
6)
Régimen.
La
personalidad individual en el cauce jerárquico.
(“La
Iglesia, Tebaida y Ciudad”).
(“La
Misión y el Espíritu”).
(“Maternidad
y primacía de la Iglesia”).
Los
tres primeros apartados entran dentro del marco de ideas que acabo de esbozar.
Unas
palabras sobre los siguientes.
La
vida hierática de la Iglesia. Capítulo precioso. La idea fundamental es ésta.
La misión primaria de Cristo-Sacerdote es dar culto al Padre a la cabeza de
todos los hombres: revestir de aceptabilidad nuestras relaciones religiosas,
que se reducen a las condensadas en los cuatro fines del sacrificio: latréutico
(adoración, alabanza), eucarístico (acción de gracias), impetratorio
(petición), satisfactorio (por los pecados).
Sólo
el Sacrificio de la Cruz es acepto al Padre. Sólo uniéndonos a Él podemos agradar
al Padre y sentir su benignidad. En la Cruz está toda nuestra vida.
¿Será,
pues, necesario que a la altura del siglo XX vuelva la Iglesia los ojos de su
recuerdo al Calvario, para poner por delante de su oración al Padre la figura
salvadora de Cristo Crucificado? Sí, pero ¡de qué modo! Todo lo que llevamos
dicho sobre la presencia continúa de Cristo en la Iglesia, sobre la unidad de
Cristo-Iglesia se realiza de un modo extraordinariamente concreto en la Eucaristía.
¡Recuerdo en que se presenta la persona recordada!
La
vida está en la Cruz. Los que han de recibir esa vida son los hombres y las generaciones
del siglo X, del siglo XV, del siglo XX. Pues la Iglesia actual, la
de cada generación, tiene presente el cuerpo de Jesús, a Jesús. Y ese cuerpo
crucificado y resucitado, por el cual nos da la vida el Padre, se lo ofrece en
este momento al Padre. Es el mismo sacrificio del Calvario, la aplicación de su
vitalidad. La Iglesia se reúne en banquete de amigos con Jesús, exactamente
como en la Ultima Cena. Al ver el Padre en medio de nosotros al Jesús
crucificado, que está en el Cielo presentándole las llagas, por las que está
dispuesto a darnos vida, el Padre nos mira complacido: nos da la vida.
La
Misa es toda la Religión, y no por cierto en el sentido cómodo o burlesco
de muchas gentes. Como la Cruz, cuya actuación es. Pero aquí vuelve
—aquí se concreta— el Misterio de la Iglesia. La Misa es el Sacrificio de
Cristo total. A la oblación de Cristo Crucificado, presente en el Altar,
une la Iglesia de hoy la oblación de su propia vida, la que viven sus
fieles a lo largo de todas las horas del día y de la noche. Y es acepta al
Padre, por ir unida a la de Cristo. Para eso se actúa tan repetidas veces el
Sacrificio de la Cruz. No hay oración, no hay suspiro que llegue al Padre, a no
ser por medio de Cristo nuestro Señor en el Altar del Sacrificio.
La Eucaristía
es el centro que mantiene continuamente la unidad de la Iglesia. En ella
convergen todos los corazones; de ella nos viene toda la vida. “Porque el
pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único
pan”[1].
No es
preciso hacer resaltar —lo hace muy bien el autor— el puesto esencial y vital
que tiene en la Iglesia la Liturgia. Su condición de recuerdo-actualidad nos la
hace presencia viva de los Misterios Divinos.
Magisterio. — Es la actuación,
adaptada a las necesidades de los fieles, de la Enseñanza de Jesús. El
Espíritu de Cristo mantiene su unidad y vitalidad. “El Espíritu Santo, que
el Padre enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria
todo lo que yo os he dicho”[2].
“Cuando venga el abogado, que Yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu
de verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de mí”[3].
“Os enseñará toda la verdad. Porque no hablará de por sí mismo, sino que
hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras. El me glorificará,
porque tomará de lo Mío y os lo dará a conocer”[4].
En los
tres capítulos sobre “La Iglesia, Tebaida y Ciudad”, “La Misión y el Espíritu”,
“Maternidad y Primacía de la Iglesia”, el P. Clérissac proyecta luz de
matices delicadísimos sobre las relaciones entre las que se ha dado en llamar “Iglesia
jurídica” e “Iglesia de caridad”, y que no son sino dos aspectos de una misma
Iglesia: cuerpo vivificado por el alma; organización jurídica, externa,
sociedad visible y acción interior del Espíritu.
En
ninguna sociedad se aúnan tan íntimamente como en la Iglesia (“Tebaida y Ciudad”)
lo individual -independiente— y lo colectivo —jerárquico—. Cada uno somos la
Iglesia. Fijémonos en la caridad, sustancia de la vida cristiana y
vínculo de unidad social. ¿Hay algo más individual y autónomo que la vida?
La caridad no es un afecto cualquiera, es amor a la vida plena
de Dios, y amamos esa vida comunicada por Dios a todos los hermanos de Cristo:
nos amamos a nosotros y al prójimo como a nosotros mismos. Porque amamos todos
una misma vida.
Maternidad
y primacía. —Supuesto
lo que es la Iglesia para nuestra vida, es absurda la posición de tantos como
pretenden reducir a un mínimum sus relaciones con ella. No ven más que unas
cuantas normas que se imponen y que hay que procurar impidan lo menos posible
el desarrollo autónomo de la propia vida.
A
la luz de la Maternidad de la Iglesia toda la contextura jurídica de nuestras
relaciones con Ella cobra calor de intimidad hogareña. No es extraño que en el
apogeo del influjo materno de la Iglesia, cuando la Cristiandad era Imperio,
muchos propugnasen el poder directo de la Madre, aun en las cosas
temporales de sus hijos.
Basta
el poder indirecto. Pero no entendido en un sentido minimalista e
inexacto. El autor subraya muy bien la extensión prácticamente ilimitada de
este poder en manos de una Madre que vela por sus hijos.
Hay
que mirar con ojos sobrenaturales el Derecho Público de la Iglesia. Sí; también
las Sociedades civiles son hijas de la Iglesia. Es una
pena. En la enseñanza, aun a veces en los centros eclesiásticos, por virtud de
reacciones diversas, se nos infiltra prácticamente una concepción liberalista
sobre la Iglesia y el Estado. Evidentemente, por desconocer el Misterio de la
Iglesia[5].
* * *
La Iglesia
lucha, crece y se perfecciona, como Reino de Cristo, hasta el día del
Gran Juicio. Entonces, expulsados los miembros indignos, se consumará
definitivamente en la Visión ele Dios. Cristo habrá completado su obra.
Hablando de la Resurrección de Cristo dice San Pablo: “...en
Cristo somos todos vivificados. Pero cada uno a su tiempo. El primero, Cristo;
luego, los de Cristo, cuando El venga; después será el fin y entregará a Dios
Padre el reino, cuando haya reducido a la nada a todo principado, a toda potestad
y a todo poder. Pues preciso es que El reine hasta poner a todos sus enemigos
bajo sus pies. El último enemigo reducido a la nada será la muerte, pues ha
puesto todas las cosas bajo sus pies... Cuando le queden sometidas todas las
cosas, entonces el mismo Hijo se sujetará a quien a El todo se lo sometió, para
que sea Dios en todo”[6].
Cristo, sentado a la derecha del Padre, tendrá consigo el cuerpo de los
elegidos. Todo el Cristo, Cuerpo y Cabeza, vivirá ya para siempre
plenamente la vida de la Trinidad con el Padre en el Espíritu Santo.
[1] I Cor. X, 17.
[2] Jn. XIV,
26.
[3] Jn.
XV, 27.
[4] Jn.
XVI, 13-14.
[5] Trascribo de un trabajo mío sobre San Ambrosio:
“... Conviene hacer
resaltar aquel principio luminoso, clave para una solución integral, que
Ambrosio, con su equilibrio, supo llevar a la práctica, y el Emperador
Teodosio entendió y aceptó plenamente: “Imperator intra Ecclesiam... est”,
el Emperador está dentro de la Iglesia. Ambrosio no concebía las
relaciones con el Emperador a la manera un poco simplista, unilateral y
secamente matemática con que las conciben ahora no pocos, imbuidos, sin darse
cuenta (sino en la formulación, sí en el espíritu) de un verdadero Liberalismo.
Para Ambrosio, todo el
conjunto de derechos, obligaciones, soluciones prácticas, etc., arrancaban de
un núcleo medular muy hondo, y por eso salían con vitalidad y jugo, con sentido.
El Emperador, como
todos los ciudadanos, es hijo de la Iglesia. El Emperador y la Iglesia
no son dos Potencias que marchan paralelamente por su camino, con una serie de
vallas respetuosas y unas normas de urbanidad tiesa y de etiqueta. Son,
sencillamente, hijo y Madre. Y las relaciones son de hijo y
Madre, teniendo en cuenta, desde luego, el matiz especial que les imprime el
carácter peculiar de la Iglesia. El hombre no es sólo lo que aparece a los ojos
en la vida de cada día en este mundo; tiene relaciones trascendentes con Dios.
La Iglesia tiene por campo de su misión entre los hombres esas relaciones
trascendentes. Pero estas relaciones trascendentes se dan en toda la
vida del hombre, puesto que se fundan en la misma estructura esencial de su
ser. No puede haber compartimientos en la sucesión de actos vitales. Es cierto
que algunos están dedicados especialmente a las relaciones con Dios (actos de
culto); pero no basta: en la nueva Religión en espíritu los actos deben tener
ese valor trascendental y de eternidad. Sin excepción. Por eso, aunque es
verdad que la Iglesia no se mete en los negocios y actividades terrenas de sus
fieles, su influjo impregna íntima y decididamente toda su vida. El fiel no
tiene cosas en que es hijo de la Iglesia y cosas en que no: toda su vida tiene
que orientar a Dios, toda su vida tiene que orientársela la Iglesia. Está
siempre dentro de ella.
Porque muchos fieles
se organicen para ayudarse en sus necedades terrenas, no dejan de ser hijos de
la Iglesia. Y no sólo como simples fieles. Sus actividades públicas
—exactamente igual que las privadas— tienen sentido trascendente. El Imperio y
el Emperador están dentro de la Iglesia. La Iglesia sigue siendo Madre
de unos fieles, que están organizados en una gran sociedad y con una
gran potencia. La Jerarquía,
desde luego, no interviene directamente en los negocios. Pero la misma gran
potencia, como tal, por ser una sociedad de hijos, es hija suya. Más
estrictamente: los fieles (organizados en sociedades civiles) son la
Iglesia. Y al que tiene la responsabilidad de esas organizaciones, por su
enorme influjo, la iglesia lo considera como un fiel digno de espacialísimos
cuidados. El Emperador, si sabe orientar a Dios su acción, como debe, es un
fiel distinguido, un hijo predilecto y acariciado por la Madre Iglesia.
Esta pide en particular por él, le aconseja y asiste, no sólo para que respete
unos determinados estatutos jurídicos sobre ciertas materias, no sólo para que deje
obrar a la Iglesia, sino para que él mismo obre como hijo de la Iglesia,
positivamente la proteja, dé sentido trascendente a toda la actividad social. Y
para eso también le corrige, le castiga...
La reacción contra el
Liberalismo ha de ser el conocimiento y el amor del Cuerpo Místico, del Misterio
de la Iglesia. Díganlo aquellas
mentalidades de la España de hoy, que son un augurio optimista de más luz
cristiana en el campo de las ideas.