§ Esta
divina vitalidad del Sacerdocio constituye la incorruptible juventud de la
Iglesia, la pureza virginal de la fe en su Esposo. "Propter hoc Dominus in capite suo accepit
unguentum, ut Ecclesiae spiret incorruptionem. Ne ungamini tetro odore doctrinae
principis hujus saeculi"[1]
[El Señor ha recibido la unción en su cabeza para que la Iglesia respire
incorrupción. No seáis tocados por el fétido olor de la doctrina del príncipe
de este mundo. —San Ignacio de Antioquía].
Es
de experiencia que la vida hierática y litúrgica produce sosiego en las almas y
da inspiraciones al espíritu. ¿Y qué puede ser más lógico? ¿No es acaso en su
función hierática donde la Iglesia tiene que hallarse más plenamente investida
por virtud del beneplácito divino? "El Espíritu Santo, observa Bossuet, ha
admirado hasta el ruedo de su vestidura: in fimbriis aureis... Todo
lo que hay en la Iglesia respira amor santo y hiere con un dardo de igual amor
el corazón del Esposo"[2].
Mas donde tiene lugar ese comercio y se renueva esa divina unión es en el
Sacrificio. Si el Verdadero Sacerdocio fué instituido en medio de los tiempos,
puede creerse que ha sido para indicar que la Iglesia está igualmente exenta de
arcaísmo y de decadencia, y que las primicias de su oblación no pueden
marchitarse. Porque Dios ama lo antiguo, pero no lo viejo: "Comedetis vetustissima veterum, et vetera
novis supervenientibus projicietis"[3]. [Comeréis lo más añejo de lo
añejo, y sobreviniendo lo nuevo arrojaréis lo añejo].
§ Fuente
de juventud y de pureza, la vida hierática también es fuente de alegría
—alegría que se comunica y derrama como un bálsamo — unxit te Deus oleo
laetitiae—alegría que resplandece y que canta. La vida cristiana, en sus actos más discretos,
es un cántico: "Sicut in locutionibus exterioribus, secundum melodiam et
proportionem prolatis, resultat cantus sensibilis; ita in locutionibus
interioribus et etiam affectionibus, secundum proportionem et ordinem debitum
ad Deum directis, resultat quaedam melodia spiritualis et quidam cantus
intelligibilis"[4]. [Así como de las palabras
exteriores, proferidas según la melodía y la proporción que convienen, resulta
el canto sensible, de las palabras interiores de la inteligencia y también de
los afectos del corazón dirigidos a Dios, según la proporción y el orden
debidos, resulta cierta melodía espiritual y un como canto inteligible. — Santo
Tomás de Aquino].
Y
aun podemos decir más: la vida cristiana es un canto dialogado entre varios: es
sinfónica. Cuando San Pablo, por dos veces, nos recomienda cantar, quiere que
el alma se desdoble y se multiplique: "Loquentes vobismetipsis in
psalmis et in hymnis[5]
commonentes vosmetipsos psalmis, hymnis..."[6]. [Hablando entre vosotros mismos
en salmos y en himnos y canciones espirituales, cantando y loando al Señor en
vuestros corazones. La palabra de Cristo more en vosotros abundantemente en
toda sabiduría, enseñándoos y amonestándoos los unos a los otros con salmos,
himnos y canciones espirituales...]. Pero, sobre todo, está Dios, Dios, de
quien viene el movimiento que conduce las potencias del alma en esta sinfonía,
Dios, que, digámoslo, canta en nosotros, ya que en nosotros ora y en nosotros
gime[7].
Luego, ¿cómo no ha de cantar la Iglesia? Si cada alma cristiana es un
cántico, la Iglesia es el Cántico de los Cánticos, la patria del lirismo
sagrado, el preludio de las sinfonías eternas. Si la paz es la tranquilidad del
orden, el canto es su júbilo; es el rapto entusiasta de la caridad y de la
unidad. "Nam memorabile vestrum presbyterium, dignum Deo, ita
coaptatum est Episcopo ut chordae citharae. Propter hoc in consensu
vestro et concordi charitate Jesus Christus canitur. Sed et vos singuli chorus
estote, ut, consoni per concordiam, melos Dei re-cipientes in unitate, cantetis
voce una per Jesum Christum Patri..."[8]. [Porque el colegio de vuestros
sacerdotes, loable y digno de Dios, está unida y conformado al obispo como las
cuerdas a la cítara. Por eso Jesús es cantado en el concierto de vuestras
almas y vuestra unánime caridad. Y vosotros mismos, sed cada uno un coro para
que, puestos de acuerdo por la concordia y recibiendo en la unidad la armonía
de Dios, cantéis al Padre, con una sola voz, por Jesucristo...—San
Ignacio de Antioquía].
La
necesidad de cantar y la excelencia de ese canto constituyen también una de las
glorias definitivas de la Iglesia. Una apología "De adventu Messiae praeterito", [Que el advenimiento del Mesías
ha tenido lugar], escrita hacia el año 1070 por un judío converso de
Marruecos, señala esa prueba de institución divina en el hecho de que el
lirismo de la Sinagoga ha pasado a la Iglesia pues sólo ella canta ese Cántico
nuevo y universal que Pedían los Profetas[9].
§ Todo
lo que acaba de decirse explica las insistencias, las lentitudes, digamos también
lo largas que suelen ser la Oración, la Alabanza y la mayor parte de las funciones
hieráticas de la Iglesia. En esas ocupaciones, aun cuando suplica urgida por
necesidades actuales, la Iglesia parece perder el sentimiento de la duración terrestre,
del choque apremiante de las contingencias; parece no querer ser más que el eco
indefinido de la Memoria de su Esposo, a quien celebra; parece sumergirse en
profundidades de adoración sin fin ante la Majestad de su Dios. O altitudo! O Bonitas! La Iglesia no termina de pasar
de la una a la otra. Y eso se debe a que la verdadera contemplación es, de
suyo, insistente y continua; absorbe y fija el alma en su objeto. Ahora bien,
es un don completamente divino, el don de contemplación y sabiduría que mueve a
la Iglesia en su vida hierática, don que, a su vez, la vida hierática sostiene
y alimenta. Y con no menos razón que María, sentada a los pies del Señor, la
Iglesia no puede renunciar a ésta su mejor parte.
§
Nadie ha puesto de manifiesto mejor que San Dionisio esas relaciones
entre la vida hierática y el don de Contemplación y Sabiduría, ese carácter
inspirado e inspirador de la vida hierática: "El principio de la Jerarquía
es la Trinidad. En el seno de su excelencia y de su bondad infinitas, la
Trinidad indivisible mantiene el deseo de salvar a toda criatura inteligente,
-Angeles y hombres"[10].
"La Jerarquía es a la vez orden, ciencia y acción que se conforman (en cuanto
es posible) a los atributos divinos, reproduciendo con sus luces originales como
una expresión de las perfecciones que hay en Dios. Con mirada tranquila
contempla la Belleza sobre-eminente, e imitándola cuanto puede, transforma a
sus miembros en otras tantas imágenes de Dios"[11].
Es cierto que aquí se habla en primer término de las jerarquías angélicas, pero
en el pensamiento del gran Doctor hierático, toda jerarquía creada participa de
esa misma perfección, pues agrega:
"Así,
por jerarquía se entiende una cierta disposición y orden sagrado, imagen de la
Belleza increada, que celebra en su esfera propia, con el grado de poder y
ciencia que le corresponde, los misterios iluminadores... La perfección de
los miembros de la Jerarquía consiste en aproximarse a Dios por medio de una
animosa imitación y, lo que es más sublime, en llegar a ser sus cooperadores,
tal como dice la palabra santa, y hacer que en ellos resplandezcan las
maravillas de la acción divina"[12].
Por lo demás, San Dionisio aplica expresamente a la jerarquía
eclesiástica este rasgo magnífico: "Mientras que el vulgo sólo ha
considerado los velos sensibles del misterio, el jerarca, siempre unido al
Espíritu Santo, se ha elevado hasta los tipos intelectuales de las ceremonias,
en la dulzura de una contemplación sublime, y con la pureza que conviene a la
gloria de la dignidad pontificia"[13].
§
Fácil nos es ahora determinar en cuatro proposiciones precisas los elementos
esenciales de la vida hierática de la Iglesia:
1° La Iglesia reviste en su
Oficio Sacramental la persona, de Dios: está unida al Padre, al Abraham
Divino, para inmolar al Hijo; y con el Hijo, Ella misma se inmola al Padre. La
Iglesia engendra para la Vida divina, perdona, salva e imprime caracteres eternos.
2° La Iglesia asiste a la Majestad
divina con su Oración y su Alabanza; ata a su Sacrificio y apoya en su sacrificio su
Oración y su Alabanza, las cuales revisten de ese modo el valor latréutico de
una hostia: "Per Ipsum ergo offeramus hostiam laudis semper Deo"[14]. [Pues ofrezcamos por Él a Dios
sin cesar sacrificio de alabanza].
Sacrificio
y Alabanza, horas del día y vigilias de la noche, la Iglesia refiere todo a la
Liturgia de la Eternidad.
3° La Iglesia difunde la virtud
de Dios — con sus bendiciones, sus exorcismos, sus sacramentales—. No es
con agua bendita, es con la Sangre de Cristo, que sin cesar rocía al mundo. Y
difundiendo la virtud de Dios por todas partes derrama alegría, una alegría
divina.
4° La Iglesia, en su vida
hierática, reproduce los estados de Dios hecho hombre. Antes de ser
imitados por cada una de las almas, los estados de Cristo son significados y
reproducidos en los Sacramentos y en la Liturgia. Las gracias de oración y los
estados místicos tienen su tipo y su fuente en la vida hierática de la Iglesia,
son una refracción de la Imagen de Cristo en los Miembros, la cual Imagen es perfecta
en el Cuerpo. La participación en la vida hierática de la Iglesia aparece,
pues, casi como un fin, o al menos como el medio por excelencia para los
estados de oración particulares, puesto que es la verdadera entrada en los
estados de Cristo. Pretender simplificar demasiado en tal sentido la
disciplina individual de la virtud sería, sin duda, ilusión temeraria, pero esa
tacha, aun merecida con justicia, no probaría que toda la vida de la Iglesia
tiene por fin el ascetismo individual. Probaría que toda participación en los estados
de la Iglesia y de Cristo supone ciertos resultados ya adquiridos en el
orden de las virtudes y confiere, precisamente, a la virtud individual su
excelencia, la perfección de su eficacia y de su alegría.
Finalmente,
la Enseñanza de la Iglesia (que en las primeras épocas era distribuida
desde el altar por la homilía y la catequesis, al mismo tiempo que el Pan
Eucarístico) sigue dependiendo de su vida hierática, de una manera menos
sensible, es cierto, pero tan estricta como antes, así como también la
Contemplación de la Iglesia depende de esa vida.
[1] Epístola de San Ignacio de Antioquía a los Efesios, XVII.