Daniel |
XI
DANIEL
En aquellos días estuve, yo, Daniel, llorando
por espacio de tres semanas. (Daniel, cap. X,
vers. 2).
Daniel lloró durante tres semanas.
Y
después del vigésimo cuarto día del primer mes, estaba junto al gran río, junto
al Tigris.
Vio a
alguien que llevaba vestiduras de lino; su cintura estaba ceñida con un oro muy
puro.
La faz
de aquel que allí aparecía era semejante al rayo, y sus ojos a una lámpara ardiente.
E
hizo a Daniel la extraordinaria revelación del combate que se libraba en torno
al rey de los Persas: era un combate de ángeles; era una batalla entre los
espíritus.
El
que hablaba era probablemente Gabriel. El problema consistía en saber cuándo los Judíos
volverían a su patria, cuánto tiempo permanecerían en Persia. Ahora bien, aquel
que es llamado aquí el Príncipe del reino de Persia, según la mayoría de las
intérpretes no es un hombre, sino un espíritu. Resiste a Gabriel, y Miguel, uno
de los primeros entre los príncipes, al unirse a Gabriel, inclina la victoria
del lado de este último.
Pero
destaquemos particularmente dos consideraciones en las palabras del
ángel. He aquí la primera:
"Daniel,
hombre de los deseos, escucha las palabras que te digo." Daniel había
llorado durante tres semanas; los deseos y las lágrimas se aúnan con una
misteriosa unidad, y tal vez, en una lengua desconocida y superior, llevarían
el mismo nombre. Los deseos son lágrimas interiores; las lágrimas son deseos
que se caen de los ojos.
He
aquí la segunda:
"El
príncipe del reino de los Persas se ha opuesto a mí durante veintiún días".
Ahora
bien, Daniel había llorado durante veintiún días.
El
combate entre los espíritus había durado tanto como las lágrimas del profeta.
Y
después de tres semanas de lágrimas, Miguel había venido para decidir la
victoria en favor de aquel que había llorado.
Daniel
significa: Juicio de Dios.
No
insistiré aquí sobre Baltasar de quien hablé más arriba.
Pero
no puedo impedir el señalar que Daniel se encuentra en la historia,
entre Baltasar y Susana.
Condenar
al que es malvado y fuerte, defender al que es débil e inocente, he aquí los
dos actos de la Justicia, he aquí el movimiento de sus dos manos.
Ahora
bien, la Justicia es el objeto mismo del deseo, el objeto del inmenso deseo. A
ella tienden el hambre y la sed.
Por
eso Daniel, el hombre de los deseos, el hombre de las lágrimas, se llama Juicio
de Dios.
El Ángel
lo consagró con este nombre sublime: Hombre de los deseos, y la Justicia
resplandece en su derredor.
Las
tres palabras terribles: Mane, Tecel, Fares, le dicen su
secreto.
Lee en
las cosas misteriosas como en un libro abierto; con su dedo señala el crimen;
con su dedo señala la inocencia.
Aparece
ante nosotros, Hombre de los deseos, instrumento de Justicia, teniendo a su
derecha a Susana, y a su izquierda a Baltasar.
Daniel,
que conocía por experiencia la virtud de las lágrimas, no nos permite olvidar
las de Susana.
Acusada
por los dos ancianos, parece estar perfecta y absolutamente perdida.
"Pero
todos los suyos lloraban, nos dice la Escritura; todos los que la conocían
estaban cubiertos de lágrimas. Ella misma levantó los ojos al cielo llorando,
pues su corazón confiaba en Dios."
Este
pues, da a las lágrimas de Susana una admirable explicación. Este, pues,
determina la naturaleza de sus lágrimas. No eran lágrimas de rabia: no eran las
lágrimas que acompañan al rechinar de dientes: eran las lágrimas de la
esperanza.
Y he
aquí un niño, llamado Daniel, que grita en medio de la muchedumbre que reclama
en favor de la Justicia, y que confunde a los calumniadores con el más simple y
el más ingenioso procedimiento.
Susana había llorado, pues tenía confianza.