PALABRAS PRELIMINARES
Turpis est omnis pars universo suo non congruens. [Toda parte no proporcionada a
su todo es deforme] señala San Agustín en el capítulo III de sus
Confesiones[1]. El
cristiano se degrada, pues, y enflaquece a medida que disminuye su unión con la
iglesia, universo y medio vital de todo fiel. "Ser miembro, dice Pascal,
es no tener vida, ni ser, ni movimiento, sino por el espíritu del cuerpo y para
el cuerpo."
§ No
hay cristianismo individual; y la fe que justifica se funda en un objeto propuesto
a todos por la Madre común de los bautizados. Ya sea misteriosamente infusa en
el alma del niño, ya sea el triunfo de la gracia en una voluntad de adulto, la
fe incorpora a ambos a la Iglesia tan necesariamente como los hace hijos de
Dios.
§ Muchos
heterodoxos se complacen en concebir la Iglesia como una invisible sociedad de
espíritus. Concepción aparentemente mística, pero romántica en realidad; pues
de esa vaga colectividad de las almas excluye toda jerarquía, toda economía
sacramental, todo magisterio doctrinal. Y aun cuando introducen en esa
concepción de la Iglesia un elemento jerárquico o sacramental, más o menos
incompleto, según los grados de su buena fe, todavía se dejan guiar por el
sentimiento; empequeñecen el misterio.
La
verdadera noción de la Iglesia requiere una jerarquía y una unidad visibles, y
todos los medios visibles de la gracia: sólo ella excluye el sentimentalismo. Si esa noción exige todo lo
sensible, es para que el orden sea total. La Iglesia, así concebida, abarca
todo el misterio.
§ La
apologética, la arqueología cristiana, la sociología misma encuentran en el misterio
de la Iglesia el principio de sus más felices soluciones o de sus más hermosos
descubrimientos. El sentido de lo real y la inspiración sólo les pueden ser
asegurados por la noción siempre presente de la Iglesia. "Mihi vero
archiva Jesus Christus", [Mis documentos y mi archivo: Jesucristo][2],
decía San Ignacio de Antioquía; también la Iglesia es nuestro archivo, y
por la misma razón.
Además,
es merced al influjo del misterio de la Iglesia que esas ciencias pueden abrir
a nuestro corazón un tesoro tan rico de emociones sagradas. ¿Puédese, acaso,
comparar el más delicado placer de los arqueólogos con la suavidad del aroma
que trascienden los textos y los monumentos de la Liturgia, o los de las épocas
de persecución? Si las luchas doctrinales de los Padres, los debates de los
Concilios, la gesta épica de los grandes Papas traen al alma una emoción más profunda
que la de la simple realidad histórica, es porque en todo eso respira la
Iglesia divina.
§ La
Teología especulativa es una ciencia propiamente sagrada, precisamente porque
sus principios son suministrados y fijados por la Fe, es decir, por la Iglesia.
También se puede decir que es una ciencia sagrada por destinación, pues sus
conclusiones preparan y apresuran la hora de las nuevas decisiones dogmáticas.
Sus conclusiones son la materia anticipada de esas decisiones, materia que la
Iglesia transforma en pura luz revelada, haciéndola objeto de fe divina.
Incomparables
son las alegrías y la energía vital que esa ciencia nos proporciona; porque la
Teología es la iluminación bautismal hecha consciente y creciente. Pero la
medida de ese progreso es nuestra unión con la Iglesia. El simple fiel que
comienza a vivir de la oración de la Iglesia, adquiere un seguro instinto de
ortodoxia y siente que su necesidad de penetrar las doctrinas de la fe aumenta
de día en día. El religioso, que por su estado da testimonio de la nota de
santidad de la Iglesia, habita en una atmósfera de doctrina de la cual ya no
puede salir. El Obispo, el hombre de la Iglesia por excelencia, es también por
excelencia y de pleno derecho, el Teólogo.
§ Hay
mucha gente que cuando piensa en la Iglesia sólo ve en ella una institución
divina a la que hay que defender, o una restauración social que hay que efectuar
con la ayuda del Evangelio. Sus alegrías de creyente, y aun su misma
conversión, parecen prevenir de este hallazgo, a saber: que la iglesia es una
causa defendible ante la razón y ante la historia, y que es una institución
susceptible de adaptarse a todos los estados sociales. Confusión que
distrae el alma de la verdadera fuente de su vida y la libra a un empobrecimiento
paulatino.
En
realidad, la apologética (científica o social) no es más que una preparación
o una defensa. No es la vida de la Iglesia, ni la vida del alma; la vida de la
Iglesia es la vida misma de Cristo; la vida del alma es la gracia santificante.
El abastecimiento de esas dos ciudades se lleva a cabo interiormente y desde
arriba.
La
apologética es una incursión feliz en tiempo de sitio. Desembaraza, explora y ampara
los contornos de la ciudad, pero no hace entrar en ella. En cuanto el acto
de fe es comparable a un argumento, la apologética puede proponer sus premisas:
la conclusión de ese argumento, desde que ella conduce hacia un objeto sobrenatural,
y es emitida con el valor esencialmente sobrenatural que la hace saludable,
tiene un contenido más amplio que las premisas; se coloca y nos coloca en otro
orden: el orden del misterio; y en otro mundo: el mundo de la vida divina.
Luego, no es la apologética quien engendra esa vida en nosotros[3].
Pero
la apologética puede ser el vehículo de gracias actuales muy valiosas y estrechamente
ordenadas a la vida de la Iglesia y del alma: honor bastante para ella.
§ Vayamos,
pues, a la Iglesia por razones eternas y divinas.
Conozcamos
y amemos a la Iglesia en la idea misma en que Dios la ha querido, la conoce y
la ama. Esa idea sólo a Dios pertenece; no es un producto de nuestra razón ni
un postulado de nuestra naturaleza: es sobrenatural. Y aunque podamos gustar su
hermosura y su riqueza, no alcanzaremos su hondura, pues encierra un misterio.
Si
bien es cierto, en un sentido general, que cuanto más luz tenemos más crece ante
nosotros el misterio, no es, sin embargo, la comprobación de nuestros límites
lo que ha de conducirnos al misterio de la Iglesia, sino la luz de Dios. De ahí
que, e inversamente, cuanto más nos adhiramos a ese misterio, tanto más crecerá
la luz.
§ Misterios,
en lenguaje católico, son aquellos objetos de la Fe considerados no sólo como
enunciados incomprensibles, sino también, y sobre todo, como hechos divinos. Es
decir, que consideramos los misterios: 1º en su realidad concreta y original:
la Trinidad, en la vida íntima de Dios; la Encarnación, en la Anunciación y el
Nacimiento; la Redención, en la Cruz; el Infierno, en la eternidad del fuego y
del castigo; 2°, en su virtud siempre operante: así, para comenzar en sentido
inverso, el Infierno temido como fin último es un móvil sobrenaturalmente
eficaz; todo, en la Iglesia, se hace en el nombre y por la virtud de la
Trinidad; la Encarnación y la Redención se renuevan incesantemente y de mil
modos.
Como
hechos divinos, los misterios tienen un valor de ejemplares; como hechos
operantes, tienen una eficacia infinita; es en ese doble aspecto que la
Liturgia desarrolla la serie de los misterios: de ellos reconstituye o evoca la
realidad original, de ellos aplica y actualiza la virtud inagotable.
Nada
menos hay que buscar en el misterio de la Iglesia: es un misterio ejemplar, un
misterio tipo; y es un misterio operante.
[1] Conf., III, 8.
[2] Philadelph., VIII, 2.
[3] Véase Logic and Faith, en Our reasonable service, por
el P. V. Mac Nabb, O. P., Londres, 1912.