III
LA PERSONALIDAD DE LA IGLESIA
Et
Unam, Sanctam, Catholicam et Apostolicam Ecclesiam. Al proclamar las Notas de la
Iglesia, esta cuarta parte del Símbolo de Nicea le confiere una personalidad y,
por así decirlo, la yergue de pie ante nosotros. Puesta a continuación de
las partes que tratan de las Personas de la Divina Trinidad, impone a nuestra
fe, de un modo apremiante, la personalidad de la Iglesia.
§ Convenía,
ante todo, que el Ser divino, el más universal y personal de los seres, se
reflejase en la Iglesia: la Iglesia, pues, debía tener un carácter no solamente
colectivo y universal, sino personal.
§ Convenía
también que la Iglesia reflejase la imagen del misterio de la Encarnación del
Verbo, donde lo más sorprendente es el papel único de la Persona divina con respecto
a las dos naturalezas de Cristo.
§
Decimos, sin embargo, que más que Cristo es el Espíritu Santo quien hace
la personalidad de la Iglesia. ¿Por qué? No es necesario recordar que esta
atribución al Espíritu Santo no excluye la atribución a las demás Personas
divinas, "opera Trinitatis sunt indivisa" [las operaciones ad extra de la Trinidad
son producidas indivisamente por las tres divinas Personas]; pero, precisamente
al atribuir al Espíritu Santo esta perfección de la Iglesia, que es la
personalidad, hacemos más inteligible la unión y la semejanza de la Iglesia con
Cristo.
En
efecto, si la Iglesia ha de reproducir el misterio de la Encarnación con los
tres términos que lo constituyen: naturaleza humana, naturaleza divina y
Persona divina —deberá comportar tres términos análogos—: una naturaleza
humana, una humanidad proveniente de la multitud de sus miembros, y que
comprende un cuerpo, la Iglesia enseñada y un alma, la Iglesia enseñante[1]
—una naturaleza divina que Cristo, su Cabeza, su Esposo—, le confiere,
elevándola a la vida sobrenatural, a la participación de la naturaleza y de las
operaciones de Dios —el Espíritu Santo— principio de amor y de cohesión entre
Cristo y la Iglesia, principio de santificación y de perfección que sella,
corona y consuma el desposorio, como la Persona del Verbo sella la unión de las
dos naturalezas en Cristo.
Estableciendo
esta analogía, de ningún modo contrariamos la tradición patrística teológica y
litúrgica que ve en el Espíritu Santo el alma de la Iglesia: porque al
asimilar, como lo hacemos, la acción del Espíritu Santo en la Iglesia a la de
la Persona del Verbo en Cristo, más bien llevamos a su máximo aprovechamiento
la virtud analógica del principio vital o del alma[2].
Por otra parte, no atribuimos a la Iglesia enseñante la función de alma, sino
en virtud de la acción del Espíritu Santo.
§
Resulta evidente que si la personalidad de la Iglesia es una imagen, ésta es
más que una metáfora. Su noción sobrepuja tanto en precisión y firmeza como en
riqueza y extensión, el concepto de la personalidad moral.
En precisión y en firmeza, ante todo: Es cierto que de la unión de esos tres
elementos tan diversos que componen la Iglesia —la Humanidad, Cristo y el
Espíritu Santo— no puede resultar, hablando como filósofos, más que un todo
accidental o impropiamente sustancial; pero el vínculo que los une es una
Persona divina, y por eso confiere a su conjunto una unidad, una estabilidad, una
autonomía excelentemente racional e inteligente que, por cierta analogía y de
un modo superior, merece el nombre de personalidad. O más bien, es el caso de decir
que sólo la Iglesia realiza el tipo de esta personalidad absolutamente nueva[3].
En extensión y en riqueza: porque mientras la personalidad moral ordinaria está
comprimida en los límites de un grupo humano, la personalidad de la Iglesia no sólo
integra en sí todas las variedades de los individuos humanos y puede abarcar un
número siempre mayor; no sólo se manifiesta por una autoridad augusta y una
grandiosa tradición, sino que comporta, además, estas tres excelencias: no se
la puede concebir separadamente de las Tres Personas Divinas: se ejerce en el
dominio de la actividad y de la vida de Dios; resulta de una comunicación del
Bien infinito, que sigue inmediatamente a la representada por la Unión
hipostática.
§ Todo
lo que podemos decir de la personalidad de la Iglesia contribuye a ilustrar esa
doble superioridad que le hemos reconocido.
§ Así,
la divina Personalidad de la Iglesia aparece en el hecho de su facultad de memoria,
memoria más precisa y más firme que en ninguna otra personalidad individual o
colectiva. Los Estados tienen su tradición y sus archivos, las burocracias
tienen su rutina: pero en todo eso no hay nada que explique la fidelidad de la
Iglesia para con sus recuerdos; recuerdos tan antiguos como el mundo y tenidos
por revelaciones y confidencias de Dios. La Iglesia se rehúsa a referir a sus
memorias y a su autobiografía una fecha menos lejana que la de los orígenes del
mundo. En la afirmación de la exactitud de sus recuerdos, ella empeña su honor,
su existencia y la salvación del mundo. Sobrehumanas son la tenacidad y la
claridad de esa memoria. La Revelación divina que le está confiada, tiene buena
custodia.
§ Aun
a partir de los tiempos apostólicos en que Nuestro Señor, certificando con su
palabra y sus milagros la autenticidad de las revelaciones antiguas y
fundándolas en su propia Revelación, confió a su Iglesia el depósito definitivo
de la Verdad, aun a partir de aquellos tiempos, la memoria de la Iglesia no
deja de mostrarse prodigiosa y atestigua una personalidad real y superior. Ese
depósito le fué confiado bajo dos aspectos: en la forma escrita de los libros
inspirados y en la forma oral que emplearon los Apóstoles, cuya enseñanza
debían transmitirse las cristiandades primitivas por medio de sus Obispos, sus
Doctores y sus Concilios. La fidelidad de la Iglesia a esta doble fuente ¿no da
testimonio de que sobre ella se ejerce una dirección única y divina? Un discernimiento
tan fino para seguir esa doble corriente y un vigor tan grande para resistir a
los contradictores de la tradición y a los adulteradores de los Libros, suponen
el esfuerzo de una memoria milagrosa, y personal, que aún perdura. "Ille vos docebit omnia, et suggeret omnia"[4].
Él hará que os acordéis, traduce Bossuet. "Hanc praedicationem
cum acceperit, et hanc fidem... Ecclesia, et (quidem) in universum mundum
disseminata, diligenter custodit, quasi unam domum inhabitans; et similiter
credit iis, videlicet quasi unam habens et unum cor; et consonanter haec praedicat
et docet et tradit, quasi unum possidens[5]” [Habiendo recibido esta
predicación (apostólica) Y esta fe..., la Iglesia, aunque diseminada, en el
mundo entero, guarda ese depósito con un cuidado fiel, como si realmente ella
tuviera su habitación en una única casa; y cree, asimismo, en esas cosas,
quiero decir como no teniendo más que un alma y un corazón; y con esa misma
unidad las predica y las enseña y las transmite a las generaciones, como no
poseyendo más que una sola boca.— San Ireneo].
§ No
menos sobrehumana aparece la conciencia de la Iglesia, otro signo de su
personalidad. Puede entenderse la conciencia en dos sentidos muy diferentes:
como facultad central que registra las diversas percepciones del ser viviente,
o como hábito interno de los primeros principios de la moralidad. En uno y otro
caso, el carácter de la conciencia es la certeza. Consideremos, pues, la
certeza en la Iglesia — me refiero a la certeza divina de la Revelación y de la
Fe— como un signo indudable de su personalidad divina.
La
conciencia de la Iglesia muestra una sensibilidad exquisita al servicio de esa
divina certeza. Define sus grados, percibe sus matices: porque mientras que
la certeza sobrenatural es absoluta e inmutable respecto a las verdades que son
propiamente de fe; respecto a los datos de la Tradición patrística y a las
conclusiones de la Teología, esa certeza presenta diversos grados, según la luz
divina pase más o menos tamizada a través de las razones humanas que se
inspiran en ella. Y eso no significa un doblegamiento en la conciencia de la
Iglesia: es una prueba de su fineza y de su orden. La Iglesia no hace más que
graduar la fuerza de sus afirmaciones, y de ningún modo la relaja.
Además,
la conciencia de la Iglesia se muestra altiva e indomable al servicio de la
certeza divina. Poner en discusión esa certeza es traicionar a la Iglesia y
provocar su anatema. Puede decirse de ella que se aplica a mantener la inviolabilidad
de esa convicción con más energía aún que a mantener la inviolabilidad de su
moral; o más bien, que si mantiene la santidad de su moral es por la
inviolabilidad de su fe. En fin, si se llega a exigirle una denegación de su
divina certeza, aunque sea bajo pena de muerte, la Iglesia manda o acepta el
martirio para afirmarla más aún. Así la doctrina y el ejemplo del mártir constituyen
el signo más hermoso de la invencible personalidad de la Iglesia: "Quapropter Ecclesia omni
in loco, ob eam quam habet erga Deum dilectionem, multitudinem martyrum omni
tempore praemittit ad Patrem"[6].
[De ahí que la Iglesia, a causa de su amor hacia Dios, disputa ante el Padre,
en todo lugar y en todo tiempo, la multitud de sus mártires.-- San Ireneo].
§ San
Agustín nos ha dicho cuál fué su asombro cuando, escuchando a San Ambrosio,
reconoció de pronto esa gran personalidad de la Iglesia: "Confundebar et convertebar et gaudebam,
Deus meus, quod Ecclesia tua unica, Corpus Unici tui, in qua mihi nomen Christi
infanti est inditum, non saperet infantiles nugas”[7].
[Me avergonzaba, volvía sobre mí y me alegraba, Dios mío, de que la sabiduría
de tu Iglesia única, el Cuerpo de tu Unigénito, en la cual siendo yo niño se me
comunicó el nombre de Cristo, no estaba hecha de pueriles simplezas].
§ De
la diversidad de los elementos, Humanidad, Cristo y Espíritu Santo, que componen
el ser de la Iglesia, no resulta ninguna confusión: esos elementos se atraen y
sostienen entre sí, como en un astro la masa, el movimiento, la incandescencia
y la luz. La masa es la colectividad de los bautizados; la incandescencia y la
luz es la acción vivificante de Jesucristo Redentor y Revelador; el movimiento
es el Espíritu Santo.
Históricamente,
jamás se ve operar uno de esos elementos sin que los otros le acompañen. Hay un
doble hecho que da suficiente testimonio de su coordinación y su armonía: la
Iglesia enseñante tiene muy en cuenta el sentir de la Iglesia enseñada, hasta
tomar de éste, a veces, la materia de sus definiciones y regular sobre él la
hora que conviene a esas mismas definiciones. Por otra parte, la acción de
Cristo y del Espíritu Santo en las almas enseñadas, siempre aparece dependiente
del ministerio de la Iglesia enseñante, o subordinada a su vigilancia. Nada
muestra mejor que eso la unidad de espíritu y la indivisible personalidad de la
Iglesia.
§
¿Podría objetarse que los cismas y las herejías introducen una perturbación en
ese orden? De ningún modo: son más bien desperdicios o estallidos fragmentarios
como los que suelen ocurrir en los astros; pero la masa no es por eso disuelta,
ni inmovilizada, ni oscurecida. Y sería necesario colocarse en la perspectiva
celeste para juzgar de la importancia o de la insignificancia de esos
desprendimientos.
§ Se
preguntará, al menos ¿por qué la acción de Cristo y de su Espíritu en la
Iglesia es tan dependiente de las circunstancias? ¿Por qué padece atrasos y
comporta un concurso a veces tan torpe de los individuos? ¿No hay, acaso,
intermitencias en la marcha de una doctrina? ¿No puede asimismo haber una
aleación de materiales de valor desigual y transitorio en la preparación y en
los considerandos de los actos más incontestablemente asistidos por el Espíritu
Santo? Contentémonos con responder que el obstáculo de las circunstancias
pronto se gasta, que los retardos son enseguida compensados, y que las
aleaciones imperfectas del concurso de los hombres son absorbidas prontamente
en la acción de la Sabiduría y del Poder que gobiernan la Iglesia. En el
principio, el Espíritu parecía dejarse llevar ociosamente sobre las aguas; mas
operaba sobre los elementos en previsión del fiat ordenador: no puede
estar más ocioso que entonces cuando parece abandonar la Iglesia al oleaje del
tiempo.
§ Si
las cuatro Notas de la Iglesia sugieren su personalidad, es porque no se animan
plenamente y no tienen toda su fuerza y su alcance, sino entendidas en un sentido
personal. Dad a la Iglesia una conciencia y una memoria: oís enseguida a esa
conciencia proclamar su unidad, la véis elaborar y exigir su santidad. La
memoria de sus orígenes apostólicos le impedirá faltar a su honor; y puesto que
el depósito recibido de los apóstoles es definitivo, puesto que no debe ceder
el sitio a ninguna nueva economía, luego es también universal: la Iglesia se
proclama católica y se sabe indefectible.
§ Conclusión
de una importancia suprema en cuya enunciación he puesto un retardo sólo
aparente, pues está implícita en todo lo que acaba de decirse, y surge con la
primera afirmación de la personalidad de la Iglesia: esa personalidad no
puede concebirse sin una Cabeza visible, sin Pedro y el Papa.
La
persona humana se manifiesta excelentemente y se afirma por medio de la voz. La
voz expresa por la palabra, mejor que todo otro órgano, los pensamientos y las
libres decisiones del ser racional. El Papa es la voz sensible de la Iglesia.
La voz de la iglesia no puede ser un libro; ni
siquiera un libro inspirado. Debía
ser Platón el que observara que hay libros semejantes a esas pinturas
que parecen vivas, pero que guardan un solemne silencio cuando se las
interroga. "Una vez escrito, el libro circula entre lectores competentes y
lectores extraños a su espíritu. No tiene la habilidad de hablar tan sólo a
aquellas personas que conviene; y no se sabe defender"[8].
La reserva divina y el misterio de un libro inspirado, lo exponen más aún a
la afrenta de las interpretaciones contradictorias. La voz del hombre que
comienza a formarse, es indistinta; mas conforme su organismo desarrolla y se
afirma, su voz se hace más expresiva y adquiere acento personal. Esa es toda la
razón y toda la historia del ejercicio progresivo, pero ya en sus comienzos
formal y continuo, de la autoridad papal en la Iglesia.
[1] Nota (¿del traductor o del P. Guerra Campos?)
Es sabido que, desde otro punto de vista, el cuerpo de la Iglesia significa su
organismo visible y jerárquico, y el alma de la Iglesia designa la vida
sobrenatural que circula en ese gran cuerpo, y que puede propagarse de un modo
invisible hasta alcanzar almas lejanas, involuntariamente sustraídas a la
influencia jerárquica.
Nota del
Blog: sobre este tema que suele traer
confundidos a los Católicos nos remitimos a la exposición de Fenton http://www.strobertbellarmine.net/fenton/BodyandSoul.pdf
[2] Nota (¿del traductor o del P. Guerra Campos?)
Inversamente, en el símbolo atanasiano, la comparación del alma es empleada a
propósito del misterio de la Encarnación: non sicut
anima rationalis et caro unus est homo; ita Deus et homo unus est Christus.
[3] Véase el hermoso artículo del R. P. Cathala, Revue Thomiste,
avril 1913.