miércoles, 3 de julio de 2013

Ester y el Misterio del Pueblo Judío, por Mons. Straubinger. Fin.

Nota del Blog: Terminamos aquí la transcripción de este librito.

PALABRAS DE CONSUELO A LOS JUDÍOS PERSEGUIDOS

Aunque no se cumplió aquella esperanza del sefardí Antonio de Montesinos, que en el siglo XVI afirmó haber descubierto en América del Sur las diez tribus de Israel, desaparecidas desde el cautiverio de Samaria en Asiria[1], nos queda siempre la esperanza bíblica de los divinos Profetas. También los hebreos tienen que "custodiar su depósito sagrado y evitar las profanas novedades" de que habla San Pablo a Timoteo[2].
El tiempo ha hecho estragos, y los gentiles modernos no han sido menos enemigos de la tradición bíblica israelita que los antiguos con sus dioses de palo y piedra. La misma cultura talmúdica y rabínica de los Raschí, de los Maimónides, de los ben Gabirol, de los Yehuda ha-Leví, de los ben Ezra, formada en las tranquilas horas medievales, ha sido ridiculizada por escritores de nota como los Abrahamowitsch y Gordon en el siglo pasado. Por otra parte, la llamada reforma del judaísmo, en la que tanto influyó Moisés Mendelsohn, aquel hebreo con el espíritu de la Alemania de Federico el Grande, ha tendido a destruirlo todo, y hasta tal punto se ha entronizado el elemento negativo, que apenas se ha conservado nada de lo tradicional.
Así, entre los mismos judíos, se ha llegado muy poco a poco a negar la creencia en el advenimiento de un Mesías personal, sustituyéndolo por la idea de la misión mesiánica del pueblo de Israel que habría de realizarse en la era "mesiánica” de la humanidad. Se ha querido abandonar las leyes del Pentateuco; suprimir, junto con el Mesías, toda referencia a la restauración del Templo, y hasta la idea de resurrección, como los saduceos del tiempo de Jesucristo.

Pero la verdadera reparación de Israel sólo puede traerla Cristo. Recordemos que el sacrificio expiatorio cotidiano tenía por fuerza que ser de un cordero. Y Cristo, desde antes de que inaugurase la predicación del Reino evangélico, fué presentado por el Bautista como el Cordero de Dios que cargó con los pecados del mundo, realizando así aquella figura de la Antigua Alianza. ¿Acaso la misma tradición judaica no reconoce aún otra figura del Mesías: el rito del macho cabrío emisario, que ofrecía el Sumo Sacerdote por los pecados del pueblo?
Nada es más triste que el pesimismo con que un gran poeta hebreo del siglo XIX, Menahen Mendel Dolitzky, el primero que reanuda la tradición de los Siónidas, después de notar la pérdida de la fe religiosa, nota la falta de entusiasmo aun por la idea sionista. ¿Es que fué en vano, que en la destrucción de Jerusalén quedase en pie el muro de las lamentaciones, que Israel ha regado durante tantos siglos, con las lágrimas del dolor y de la esperanza?
No, no es en vano, porque a la época mendelsohniana ha sucedido la época sionista.
¡Cuántos progresos ha realizado esta idea, que al principio se enunciaba tímidamente, como cosa descabellada! Basta haber visto el milagro de Tel Aviv, esa "Colina de Primavera" tan erigida en terrenos hasta ayer arenosos y estériles; basta ver la notable organización de los estudios en la Universidad de Jerusalén; basta ver los plantíos de grape-fruits en las orillas del Lago de Jesús. Y aunque así no fuera, el profeta Sofonías, nos muestra claramente que el grande y definitivo llamamiento de Israel se producirá cuando el pueblo esté pobre y humilde y vuelva su esperanza al Señor:

"En aquel día no serás abochornada a causa de todas tus obras, con las cuales te rebelaste contra Mí, porque entonces quitaré de en medio de ti los tuyos que se regocijan orgullosamente: y no volverás a ensoberbecerte en mi santo monte. Antes Yo dejaré en medio de ti un pueblo afligido y pobre y ellos confiarán en el nombre del Señor. El residuo de Israel no hará iniquidad ni hablará mentiras, ni será hallada en su boca una lengua engañosa; por lo cual, como ovejas, apacentarán y sestearán, y no habrá quien los espante. Canta ¡oh hija de Sión! prorrumpe en aclamaciones ¡oh Israel! alégrate y regocíjate de todo corazón ¡oh hija de Jerusalén! El Señor ha apartado tus juicios, ha echado fuera a tu enemigo. El rey de Israel, el Señor, está en medio de ti, no tienes que temer jamás mal alguno. En aquel día será dicho a Jerusalén: No temas ¡oh Sión!, no se aflojen tus manos. El Señor, tu Dios, está en medio de ti; Él, que es poderoso, te salvará; regocíjase sobre ti con alegría, descansará en su amor, y saltará de gozo sobre ti, cantando. A los que lloran privados de las fiestas solemnes, Yo los re-cogeré; lejos de ti estaban, mientras sobre ti se cargaba el vituperio. He aquí que en ese tiempo Yo me las habré con cuantos te afligen; y salvaré a la que cojea y recogeré a la que ha sido expulsada: y haré que sean para la alabanza y renombre, en toda tierra en donde han padecido ignominia. En ese tiempo os haré entrar, y en ese tiempo os recogeré, porque haré que seáis para renombre y alabanza entre todos los pueblos de la tierra, cuando Yo haga tornar vuestro cautiverio, ante vuestra misma vista, dice el Señor”[3].

Nadie ignora las dificultades políticas de afuera, ni las tendencias divergentes de los judíos que no quieren pensar en apresurar "el día del Señor", de que hablan tantas veces los Profetas, porque dicen que el Mesías lo hará todo a su tiempo. Tienen razón, en cuanto Dios no necesita de los hombres, e Isaías nos dice que Él hará estas cosas súbitamente cuando llegare su tiempo (LX, 20). Pero nada podrá impedir que ese supremo ideal de Israel, que es el mismo que San Pablo llama la bienaventurada esperanza (Tito II, 13) de los cristianos, siga moviendo a las almas de elección hacia un terreno que, prescindiendo de planes de orden temporal es el más propicio para la fusión definitiva, en los brazos del Mesías triunfante, de los que son hijos de Abraham según la carne y los que somos hijos de Abraham según la fe en la promesa[4].
Y esto no es un sueño del sentimentalismo, sino una de las más grandes verdades que Dios se ha dignado revelarnos en la Biblia. Porque cuando haya llegado el fin de los tiempos durante los cuales deben cesar el sacrificio y la oblación según lo anunció el profeta Daniel (IX, 27); cuando "el reino, la dominación y la grandeza del reino que está debajo de todo el cielo, sea dado al pueblo de los santos del Altísimo", como dice el mismo Profeta (VII, 27), entonces se cumplirán las estupendas promesas de Zacarías: "Esto dice el Señor Omnipotente: He aquí que voy a libertar a mi pueblo del país de Oriente y de Occidente. Yo los conduciré y ellos habitarán en medio de Jerusalén; ellos serán mi pueblo y Yo seré su Dios con verdad y justicia... Que vuestras manos se fortalezcan, oh vosotros, los que escucháis en estos días estas palabras de la boca de los Profetas que os hablaron en el día en que fué fundada la casa del Señor de los ejércitos, para que el templo sea reedificado...[5].
Entonces se cumplirán, de un modo u otro, las visiones de los Profetas sobre la nueva Jerusalén, la reedificación  de sus muros, el nuevo Templo, porque en aquel día se verificará la fusión en Cristo de los pueblos del Nuevo y del Antiguo Testamento.
Dejo de lado todas las profecías que, desde la cuna de Efrata o Bethlehem, anunciada por Miqueas (5,2), hasta la lanzada con que el soldado romano abrió el costado de Jesús ya muerto —para que no le quedase ni una gota de sangre que derramar por nosotros (Zacarías 12, 10) — muestran esa sangre del Cordero como un hilo rojo que nos descubre, a través de toda la Biblia, empezando por el simbólico sacrificio de Abraham, la primera venida de Cristo doliente. Ésa es la primera mitad del misterio cristiano, que dejamos al estudio de los judíos que quieran penetrar a fondo en el Evangelio. La otra mitad, o sea la segunda venida del Mesías triunfante, es nuestra esperanza, y no tenemos duda alguna de que cuando ambos pueblos, judío y gentil, estudien las profecías maravillosas de los Videntes del Antiguo Testamento y de San Pablo, se realizará el anhelo que Cristo expresó a su Padre cuando le dijo: "Ut omnes unum sint... que todos sean una misma cosa" (Juan 17, 21), y éste será el fruto por excelencia de su Pasión, como lo expresa San Pablo cuando dice a los de Éfeso y en ellos a todos los gentiles: "Acordaos, digo, que en aquel tiempo estabais sin Cristo, estando extrañados de la ciudadanía de Israel y siendo extranjeros con respecto a los pactos de la promesa; no teniendo esperanza y sin Dios en el mundo. Ahora empero, en Cristo Jesús, vosotros que en un tiempo estabais lejos de Dios, habéis sido acercados a Él en virtud de la sangre de Cristo. Porque Él es nuestra paz, el cual de dos pueblos ha hecho uno solo, derribando la pared intermedia que los separaba (Ef. 2, 12-14).
Entonces, esto es, cuando estudiemos juntos unidos en caridad, esas profecías que nos revelan lo mucho que nos une, sin pensar en lo que nos separa...[6] ¡oh!, el corazón se dilata al pensarlo, entonces el ímpetu del río alegrará la ciudad de Dios; entonces los cristianos sabremos que Abraham es el padre de todos nosotros, como lo prueba San Pablo en el cap. IV de la Carta a los Romanos, y entenderemos el sentido de la oración oficial de la Iglesia, que cada semana repite todo el Salterio de David, y se alegra con las estupendas promesas de Dios acerca de una nueva Jerusalén, y le dice de mil maneras, a esa que Cristo llama “la ciudad del gran Rey” (Mat. 5, 35) : "Propter domum Domini Dei nostri quaesivi bona tibi: a causa de la casa del Señor Nuestro Dios anhelé para ti la felicidad (Salmo 121, 9), e invita a todos los creyentes a orar diciéndoles: Rogad por la paz de Jerusalén" (Ibid. 6).
Terminamos señalando a nuestros hermanos en Cristo, la necesidad, más que nunca urgente en este período de la historia, de que lean y estudien detenidamente los capítulos IX a XI de la Epístola de San Pablo a los Romanos.
En esos capítulos y principalmente en el último, verán los hebreos cuán alto es el concepto que de su pueblo y sus destinos hemos de tener los cristianos, y verán muchos de éstos, con saludable humillación, cuán errados estaban al juzgar el problema de este pueblo sólo desde los puntos de vista racial y económico, San Pablo les enseñará que este pueblo es amadísimo de Dios a causa de sus padres; que sigue siendo el elegido, porque los dones de Dios son irreversibles (Rom. 11, 29): sabrán que San Pablo llega a desear ser anatema y separado de Cristo por el bien de los judíos, sus hermanos, de quienes dice que son los hijos adoptivos de Dios y que tienen la gloria, la Alianza, la Ley, el culto, las promesas, los Patriarcas, y de los cuales procedió Cristo según la carne (Rom. 9. 3-5).
Extendamos nuestra invitación a los Israelitas, nuestros hermanos en Abraham, para que ahonden en los libros de sus Profetas y se preparen para el cumplimiento de las promesas que Dios les ha dado por boca de ellos para siempre, pues la vocación de Dios respecto a su pueblo es inmutable (Rom. 11, 29), y roguemos como lo hicieron León XIII y Pío XI en la consagración del género humano al Sagrado Corazón, que ese pueblo vuelva al Señor y le sirva como sus padres, los Patriarcas, los que son también nuestros padres en la fe, porque todos somos hijos de Abraham (Rom.  4, 11-18) admitidos misericordiosamente por la gracia de Cristo a participar, aunque éramos paganos y "sin promesa", de las magnas promesas hechas a Israel (Ef. 2, 11 ss.); a fin de que de ambos pueblos se haga uno solo, rompiéndose el muro que los dividía (v. 14). Por Cristo unos y otros tenemos entrada al Padre en virtud de un mismo Espíritu (v. 18), y estamos edificados sobre el fundamento de los Apóstoles y de los Profetas judíos (v. 20), siendo Él la piedra angular. Y sabemos, para inmenso consuelo de todos, que esta unión de ambos pueblos, no realizada todavía de hecho, a pesar de la Redención de Cristo, será un día plena y feliz realidad sobre la tierra, porque así lo anunció Él mismo cuando dijo: "Y habrá un solo rebaño y un solo Pastor" (Juan, 10, 16)[7].
Entretanto, no hallamos mejor conclusión que las siguientes palabras del Sumo Pontífice Pío XI a los dirigentes de la Radio Católica Belga, con las cuales parece que el Papa quiso acentuar, en 1938, la tendencia hacia tan grandioso ideal, tendencia que desde entonces va difundiéndose y creciendo cada día, sobre todo entre los católicos ilustrados:
"Sacrificium Pairiarchae nostri Abrahae (el sacrificio de nuestro Patriarca Abraham: palabras del Canon de la Misa): Observad que Abraham es nombrado nuestro Patriarca, nuestro antepasado. El antisemitismo no es compatible con el pensamiento y la realidad sublime que ese texto expresa. Es un movimiento en el cual no podemos, nosotros los cristianos, tener ninguna participación... Por Cristo y en Cristo somos de la descendencia espiritual de Abraham... El antisemitismo es inadmisible. Somos espiritualmente semitas."



[1] Es lo mismo que luego habían de sostener, con respecto a Inglaterra, los numerosos partidarios de la British-lsrael.
[2] I Tim. VI, 20.
[3] Sofonías, 1-20 (Texto hebreo). Ver también los Salmos 79, 80 y 83 (numeración hebrea) que la Iglesia aplica, junto con la oración de Mardoqueo (Ester 13. 8 ss.) en la Misa "contra Paganos".
[4] Ver Romanos IV, 16 ss.
[5] Zacarías VIII, 7-9 (Texto hebreo). Con respecto a la nueva distribución de la Palestina, anunciada por el Profeta Ezequiel (47, 13-20) y muy distinta de la que existió, añadimos las palabras del famoso exegeta católico Fillion que dice que en ello, se indican “las fronteras de la comarca que el pueblo de Dios, regenerado y transformado, poseerá corno preciosa herencia". Hace notar en seguida que según este nuevo reparto “todas las porciones serán iguales” a diferencia de la antigua distribución, y agrega: "Al dar así la tierra santa a su pueblo como una posesión definitiva, el Señor cumplirá sus antiguas y solemnes promesas". Cfr. Gen. 13, 14 ss; 15, 18 ss; 26, 3; 28,13 ss., etc.
[6] Nota del Blog: con todo lo que ha transpirado desde los sesenta, esta frase suena un tanto extraña, no que necesariamente haya algo malo en esto. Dígase otro tanto de la última nota.
[7] Mientras están en prensa estas cuartillas los diarios de Buenos Aires ("El Pueblo”, “La Nación") publican dos hechos muy significativos para el acercamiento entre los judíos y la jerarquía católica. El primero consiste en las oraciones que hicieron los rabinos de Nueva York por la salud del Cardenal Hinsley de Londres; el segundo es la "Semana de Confraternidad" entre cristianos y judíos, que se ha realizado en Norteamérica y entre cuyos propulsores figuran el Cardenal William O´Connell de Boston y el Arzobispo Mons. Tomás E. Molloy de Brooklyn.
Nota del Blog: cfr. nota anterior.