IV
LA VIDA HIERÁTICA DE LA IGLESIA I de II
Hierático
o sacerdotal. Así debe ser calificado, en primer término, el oficio que la
Iglesia desempeña entre Dios y los hombres.
Según
el cuadro grandioso de San Pablo, en el momento que Jesús hace su entrada
gloriosa en el cielo para concluir allí, como en su templo definitivo, su
función sacerdotal: "Non
enim in manufacta Sancta introivit, sed in ipsum coelum... semel oblatus"[1].
[Porque no entró Jesús en un santuario hecho de mano que era figura del
verdadero: sino en el mismo cielo, para presentarse ahora delante de Dios por
nosotros…, una sola vez inmolado], entonces la Iglesia aparece ante el mundo
en el esplendor de las insignias del Sacerdocio, para continuar, inseparablemente
unida a Él, esa misma función en la tierra.
Pero,
notémoslo bien, el Señor Jesús ya había sido sacerdote desde el comienzo y en
todos los instantes de su vida mortal por los actos anticipados de su Corazón:
deberá seguir siéndolo en todas las cosas dentro de la Iglesia, y de una manera
visible. Plena realización del "sacrificium et oblationem noluisti, tunc..."[2]. [Sacrificio y ofrenda no
quisiste... Entonces dije: He aquí que vengo].
§ En
efecto, dentro de la Iglesia todo se funda en el Sacrificio. Y en primer
lugar, su constitución jerárquica; que así se llama porque, compuesta de diversos
Órdenes, todos reciben su aptitud por el Sacramento que confiere el poder del
Sacrificio.
Las
otras funciones de la Iglesia no son más que una prolongación de su Sacerdocio:
su Enseñanza no tiene otro objeto que el de hacer conocer al mundo el Plan
divino de la Redención por el Sacrificio; su Oración no es más que la
preparación, o el acompañamiento o la acción de gracias de su Sacrificio; su
acción apostólica y caritativa no tiende más que a la aplicación universal y
continua de los méritos y de los frutos del Sacrificio.
§ ¡Cuánto
supera este Sacerdocio al sacerdocio natural del hombre en la Creación! Miembro
del cuerpo místico de Cristo, todo bautizado es hecho concelebrante del Único
Sacrificio, con la Iglesia y con Cristo: Unde et memores nos servi tui sed
et plebs tua sancta[3]. Esta participación en el
Sacerdocio de la Iglesia (y el bautizado tiene también su parte, aunque a veces
inadvertida, en las prolongaciones del Sacerdocio a que nos referirnos
anteriormente) viene a constituir su verdadera realeza: "Gens
sancta, regale sacerdotium"[4]
[Pueblo santo, sacerdocio real.]
§
Lleguemos al extremo de esta consecuencia que acabamos de sacar, y no temamos
decir que el carácter hierático es, en la vida de la Iglesia, dominante y dominador
y también exclusivo.
Dominante: constituye de hecho, en la
visión de la Iglesia primitiva, el rasgo más saliente y más hermoso. La
liturgia celestial del Cordero, en el Apocalipsis, no es más que la
transposición profética de lo que realmente pasaba en los Misterios. Los Apóstoles,
hombres del Templo y de la oración en común, en las Comunidades que van a
fundar a sitios lejanos, siguen siendo Hierarcas, según toda la magnificencia
del sentido que San Dionisio atribuirá más tarde a esa palabra y a ese oficio.
Y no son solamente los primeros sacerdotes y diáconos, sino también los
primeros fieles, quienes comparten con los Apóstoles, día y noche, esa vida
canónica de la cual el altar es el centro luminoso.
¿Quién
se atreverá a decir que esa vida hierática de la Iglesia primitiva sea una utopía
accidentalmente realizada, o simplemente una perfección demasiado grande como
para que las exigencias del estudio y las necesidades de la acción nos permitan
tender a ella en nuestros días? La ciencia que nos apartara totalmente de esa vida, no
sería más que un vano humanismo; y la acción que prescinde de esa vida no es
más que individualismo. Mucho estudio y mucha acción son necesarios, sin duda;
pero mucho estudio y mucha acción no valen una misa.
En
derecho, como de hecho, el carácter hierático es dominante en la vida de la Iglesia;
porque teniendo un sentido enteramente divino de los derechos de la Majestad
Divina — Offerimus praeclarae Majestati tuae, dice en el Canon— la Iglesia no sólo reconoce la
preeminencia de la virtud de religión sobre las otras virtudes morales, sino
que además difunde y exalta su ejercicio. Quiere que éste sea completo, es
decir, sensible y manifiesto, tanto como interior; quiere que sea colectivo y
oficial; asegura su continuidad y su regularidad cotidiana, y le añade pompa y
esplendor.
De ese
modo, la religión de la Iglesia continúa, concluye y transmite hasta a las formas
más sensibles, la religión misma del Alma de Cristo.
Dominador: el carácter hierático es, en
verdad, dominador. Lo único que la Iglesia impone al mundo, lo que más le
cuesta hacerle aceptar, y con lo cual conquista al mundo, es su Sacerdocio, es
la necesidad mediadora y universal de su intervención. En su historia, las
luchas por la dignidad y la independencia del sacerdocio vienen inmediatamente
después de las luchas doctrinales. La acción de los Papas más grandes y más
santos es tan poderosa y tan fecunda, porque obran como Pontífices. Los obispos
y los monjes no pretenden civilizar a los bárbaros para convertirlos: los
bautizan para civilizarlos. Ningún pacto ni concordato ajusta, entre la
Iglesia y los reyes, lazos tan fuertes y vivos como el hecho de la
consagración. En cambio, también es cierto que lo que más han envidiado los
príncipes es el derecho divino de la Iglesia y su imperio sobre las
conciencias. Aun en nuestros días, el único sostén de las civilizaciones amenazadas
o semi-disueltas por la anarquía es lo que les queda de los Sacramentos; pues
éstos, consagrando las funciones privadas y públicas, las generaciones y las
grandes fechas de la vida humana, conservan su moralidad y su salud, y esto
para no agregar su santidad. De tal manera que, como antiguamente, la fuente de
nuestras civilizaciones es siempre el baptisterio, y por ahí, el Sacerdocio.
Se
comprende que sea el Sacerdocio —que el mundo no le perdonaría que olvidara— lo
que sus enemigos querrían verle abdicar.
Exclusivo: el carácter hierático debe
ser exclusivo, puesto que toda participación, aun remota, al sacrificio de
Cristo, hace del cristiano, en cierto grado, una hostia: offerens et oblatio,
como Cristo mismo. El sacerdote y el bautizado son, aunque en distinto grado,
seres segregados; no sólo en virtud de una necesidad de ascetismo individual,
sino porque ambos son seres consagrados; y esto, en virtud de la inmolación
activa y pasiva de Cristo, en la cual están comprendidos[5].
El
sacerdote aísla su corazón en la soledad del voto; y ¡cuántos otros renunciamientos
a las superfluidades profanas no le ha significado ya la tonsura, al darle una
fisonomía más viril! No debe esperar la triste experiencia de que en ciertos
lugares su presencia es imposible y que su acción no tiene fruto, para templar
su celo únicamente en la fuerza de la misión y del espíritu, alimentando su alma
con la savia de los ritos sagrados y haciéndola resplandecer en la llama de su
sacrificio. Nada tiene eso que ver con la extravagancia de estar en perpetua
ceremonia o bendecir sin que venga al caso: sino, simplemente, el Imitamini quod tractatis.
Por
su Bautismo, todo cristiano es puesto sobre aviso contra los saecularia desideria[6], contra la conformidad con el
mundo[7], y advertido sin cesar de que
está "crucificado con Cristo".
§ Tal
es la fuerza, la extensión, la exigencia del carácter hierático en la vida de
la Iglesia; tal es la unión de la Iglesia con Cristo-sacerdote, la identidad de
la Jerarquía y del Sacerdocio, la dependencia de la Oración común y privada, y
asimismo de las virtudes individuales, con respecto al Sacrificio y a los
Misterios sacramentales. Dos hechos gloriosos destácanse de consuno. El
primero de ellos es la fidelidad de la Iglesia al recuerdo que su Esposo pidió
que le guardara: hec quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis. Todos los documentos más
antiguos que se encuentran en las diversas Liturgias no son otra cosa que las
huellas dejadas en la memoria y en el co-razón de la Iglesia por la primera
Liturgia del Jueves Santo. Esa emoción sagrada se manifiesta en rasgos fugaces
y tiernos, como estas pocas palabras del Canon: Accepit panem in sanctas ac
venerabiles manus suas, palabras que son un testimonio ocular, un recuerdo
personal, insertas seguramente por los mismos Apóstoles.
Ese
fiel y delicado recuerdo de la Iglesia inspira y anima toda su vida. Su viudez
no es un duelo, y tiene, sin embargo, todo lo patético de un duelo; su unión no
es la presencia gloriosa, pero tiene su irradiación y su fuego constante.
El
otro hecho es la viviente eficacia de sus ritos. La vida hierática de la
Iglesia, su Liturgia, aun suponiendo que no estuviese fundada en los Sacramentos,
seguiría siendo el mejor de los Sacramentales. Es incomprensible que existan
cristianos que no vean en ellos sino un sistema de símbolos y los desacrediten
por inoportunos o aburridos. Ya hemos visto que el carácter hierático debe penetrar
como un principio todas las otras funciones vitales de la Iglesia. La vida
hierática es la entrada en los estados de Cristo, y la reproducción de esos
estados. Todo en ella es espíritu y vida. La vida de los sacerdotes, como largo
sábado, en el que la Iglesia quisiera ver entrar a todos los bautizados, no es
menos ociosa que el ocio eterno de Dios. "Pater meus usque modo operatur et Ego operor"[8].
[Mi Padre hasta ahora obra y Yo también obro]. Turbado por el torbellino de
las ambiciones terrestres, y reducido por las mismas fiebres intelectuales, el
recreo del alma, la mejor y la más acendrada de nuestras alegrías, pronto ya no
será posible sino dentro de la Iglesia.
Sólo
al hieratismo pagano convienen la inercia, el frío convencionalismo, la ociosidad,
la puerilidad, la fealdad. El Ritual de bendiciones de la Iglesia hieratiza a
la muchedumbre de criaturas con un recto optimismo y con un justo sentido de su
utilidad y sus peligros, de su belleza y de su profanación posible, y no sólo a
las criaturas, sino también a las industrias del hombre. La Iglesia somete
todas esas cosas a la influencia saludable de su Sacrificio; hace de ellas la
redención detallada y continua: "Ipsa creatura liberabitur a servitute corruptionis in
libertatem filiorum Dei[9]. [La misma creación material
será librada de la servidumbre de la corrupción en la libertad de los hijos de
Dios].
Atribuyen
comúnmente al hieratismo una esencial inmovilidad: en eso hay un índice por
demasía del reflejo de la Inmutabilidad y de la Majestad divinas que lleva sobre
sí el Sacerdocio; o si se quiere, un sentimiento nacido de la cesación del rito
sangriento y animal del Sacrificio mosaico, inspirado por la infinita dignidad
de la nueva y única Víctima. Eso es lo que justifica, y por eso nos conmueve,
la opulenta rigidez del arte de los bizantinos. Más majestuosa aún es en el
Misal (misa Statuit para un confesor pontífice) la figura del Gran
Sacerdote: Ecce sacerdos magnus qui in diebus suis placuit Deo, et inventus est justus... Para hacer una perfecta
composición del personaje hierático de la Iglesia se han tomado los rasgos de
los más grandes Patriarcas antiguos. Pero es en la Epístola de San Pablo a
los Hebreos donde ese personaje alcanza la plenitud de su carácter sagrado,
donde se anima y se identifica con Cristo: "Considerate apostolum et pontificem
confessionis nostrae... amplioris enim gloriae prae Moyse dignus est habitus[10]. [Considerad al Apóstol y
Pontífice de nuestra confesión, Jesús... Porque éste es tenido por digno
de mucha mayor gloria que Moisés].
[1] Hebr., IX, 24-28.
[5] "Per hoc et sacerdos est, Ipse offerens,
Ipse et oblatio. Cuius rei sacramentum quotidianum esse voluit Ecclesiae
Sacrificium: quae, cum Ipsius capitis corpus sit, seipsam per Ipsum offerre." [Cristo es el sacerdote que ofrece este
sacrificio, y al mismo tiempo es la oblación. El cual sacramento quiso que fuese
el sacrificio cotidiano de la Iglesia, de modo que siendo ésta el cuerpo del
cual El es la cabeza, ella misma se ofreciera por El]. (San Agustín, De
Civ. Dei, lib. X, cap. XX.).