jueves, 11 de julio de 2013

El Misterio de la Iglesia, por el P. Humbert Clérissac. Prólogo IV

Quién fué el P. Clérissac? Humberto Clérissac nació el 15 de octubre de 1864 en Roquemaure (Francia). La “Vida de Santo Domingo”, de Lacordaire, le movió a entrar en la Orden de Santo Domingo. Tenía dieciséis años. Empezó el noviciado en Sierre (Suiza). Terminó los estudios en Rijckholt (Holanda). Profesó, el 30 de agosto de 1882. Murió en noviembre de 1914.
Era hombre de vida interior, y por la sobreabundancia de esa vida influyó profundamente en los círculos que le tocaban. Se dedicó, sí, a trabajos apostólicos exteriores; pero éstos quedan en la sombra. Lo que resalta en el autor de “El Misterio de la Iglesia” es el potencial de ideas y amor, que le mantenían elevado en una región de luz ardiente y suave.
Su amigo J. Maritain, editor francés de la presente obra, nos da en el prólogo una semblanza muy sentida de la personalidad del P. Humberto. Recogemos de él los rasgos más salientes.
Lo primero que impresionaba al abordar al P. Clérissac era la nobleza de su fisonomía y la inteligencia, casi temible a fuerza de penetración, que brillaba en sus ojos. De ahí que en las primeras entrevistas se sintiera ante él una especie de temor y el sentimiento de que él también sabía demasiado “quid esset in homine”. Ese sentimiento desaparecía después, cuando conociéndole mejor, ya había podido apreciarse su amor hacia las almas y la gran dulzura de su bondad.”
Le llenaba Dios y a Dios estaba entregado sin reservas. Las reservas eran para todo lo que no fuera Dios. La contemplación aguda y seria de Dios Grande constituía el eje de su vida.
Sentía hondamente su Santidad y trascendencia. Y ante ellas surgía en su corazón espontánea la humildad y un ansia varonil de purificación. “Lo que más le caracterizaba era esa maravillosa pureza de espíritu y de corazón, que tanto amaba en Santo Domingo y que Dios le había comunicado a él tan generosamente. Pureza, integridad, virginal vigor del alma; tales eran, creemos, los caracteres más profundos de su vida interior y exterior”.

Tenía percepción muy fina de todo lo que significase adherencias naturales en el camino a Dios. Sabía que Dios quiere de sus predilectos “la pura adhesión de la voluntad desnuda”. En el “Triduum monastique sur la Bienheureuse Jeanne d'Arc”, 1910, es-cribe: “Las pruebas que con más dificultad comprendemos son aquellas que purifican la fe. Eso viene de que, siéndonos desconocido el precio de la Verdad sobrenatural, creemos que lo estimamos lo bastante porque adherimos a ella a través de sombras. Olvidamos que en razón de su carácter sobrenatural y la infinita dignidad de su objeto, nuestra fe puede siempre crecer en desinterés, en firmeza, en independencia, con relación a las cosas humanas. En nuestros días hay quienes no colocan el motivo formal de la fe donde debieran, es decir, en la autoridad de la Palabra divina, sino en cosas tales como, por ejemplo, las tendencias y las necesidades del corazón. De ese modo, y por mucho que pretendan hacer lugar a la gracia, multiplican los peligros de una aleación de lo sensible en la fe. Por desgracia, es probable que los que así rehúyen en sus consideraciones el verdadero motivo formal de la fe lo hagan precisamente para impedir la mezcla de elementos sensibles. Muy al contrario de lo que ellos suponen, lo que Dios tiene en cuenta es la calidad de nuestra adhesión a la autoridad de su Palabra. Dios mismo viene un día a mortificar con rigor en sus grandes elegidos todo lo que podría ser molesto a la absoluta pureza de la fe; muchas veces eso ocurre en un instante, cuando la muerte se aproxima; en otras ocasiones ese momento se multiplica en años; y siempre es a trueque de una noche en el alma y de la ruina de todo humano sostén”.
De acuerdo con las tendencias de la Escuela Dominicana, antes que nada consideraba a Dios como Verdad. Le entusiasmaba entrar en contacto intelectual con Ella. Su espiritualidad era vivir la Verdad. “Ante todo, decía, Dios es la Verdad; id hacia Él y amadle bajo ese aspecto”.
Contemplata aliis tradere es el lema de los dominicos. Su vida era la contemplación de la Verdad, y su actividad apostólica, un irradiar a los demás de esa contemplación. “No dejaba nunca de dar gracias a Dios por haberle puesto en la familia de Santo Domingo, a causa del amor que esa Orden tiene a la doctrina, y de su fidelidad a la pura Verdad. ¡Y qué celo tenía porque sus hermanos conservasen íntegra su casta intelectual, como él decía!”.
Pero no era la suya una intelectualidad seca. La luz de la contemplación está inflamada en caridad. Era un espíritu equilibrado, de delicados matices. Gozaba de la frescura de lo bello y lo viviente. Dante, Fray Angélico y sobre todo Santa Catalina de Sena le cautivaban. “Honraba con alegría a la Santísima Virgen, como Reina de los espíritus angélicos y Trono de la sabiduría. Y le alegraba ver que el esplendor de su inteligencia fuera objeto de veneración, según ocurría en la Edad Media, cuando se la representaba en un pórtico de Chartres, por ejemplo, rodeada de las siete artes liberales que adornaban su espíritu. Creía, según me dijo una vez, que la Virgen debió meditar habitualmente — ¡pero con qué profundidad divina! - en las más simples verdades de la fe, en la gran ley de la Cruz, especialmente.”
Se dedicó al apostolado de la Verdad. No ostentoso, sino lleno de emoción y sinceridad, como de quien vive en las dulzuras de la luz y siente en la entraña de su corazón el ansia ardiente de encaminar a ella a sus hermanos. Predicó mucho en Francia, Italia e Inglaterra. “Los últimos sermones del P. Clérissac, en Francia por lo menos, fueron los de un Mes de María, predicado en 1914 en Nuestra Señora de Loreto. No puedo describir la impresión de dulzura, de simplicidad, de santidad, de ternura sobrenatural que se desprendía de aquellos sermones. Era aquel un puro esfuerzo del alma para conseguir que el conocimiento y el amor de Dios y de la Santísima Virgen penetrasen en lo más profundo de los corazones”.
Como le movía el puro amor a la Verdad, le gustaba más comunicarla a los círculos selectos de las comunidades religiosas: era una acción más serena, más eficaz; podía explayarse más confiadamente en el fluir gozoso de su plenitud interior.
Tuvo el consuelo de atraer muchas almas a la Iglesia. Le preocupaban especialmente los intelectuales y escritores. “Mucho rogaba porque la inteligencia y la belleza se convirtiesen a su Señor. Hoy, cuando recuerdo aquellas oraciones y veo tantos indicios de que han sido escuchadas, el hecho de que el P. Clérissac haya sido testigo de la muerte católica de un poeta tan trágicamente representativo como el pobre Oscar Wide, adquiere para mí un gran valor”.
En los últimos años de su vida (1913) recibió en la Iglesia a Ernesto Psichari. Y poco después, en Rijckholt, presidió su entrada en la Tercera Orden Dominicana.
Además del “Misterio de la Iglesia”, el P. Clérissac había escrito dos volúmenes, que, no obstante su valor, daban una idea incompleta de lo que él era, debido a su excesiva reserva para franquearse: “L'Ame Saine y De Saint Paul a Jésus-Christ. Y un opúsculo sobre Fra Angélico. Más tarde publicó, fuera de venta y en edición de muy pocos ejemplares, un triduo de rica y admirable doctrina sobre Santa Juana de Arco, “Mensajera de la política divina”, como él decía; y, finalmente, un sermón sobre el amor propio en el estudio y en la vida. Muchos monasterios conservan valiosas notas sacadas de sus instrucciones. Un retiro, Pro Domo el Domino, sobre la Orden de Santo Domingo, predicado en Londres hacia 1904 y publicado en 1919 en una traducción italiana, se editó más tarde en francés con el título de L'Esprit de Saint Dominique[1]. Citaremos aquí una página de ese hermoso libro, donde volvemos a encontrar un eco de las ideas más caras al P. Clérissac. Refiriéndose a la gran doctrina de la elevación del hombre al orden sobrenatural, escribía: “La utilidad práctica de esta doctrina también se ve en el hecho de que es apenas posible comprender el sentido literal de ciertos textos evangélicos, y completamente imposible alcanzar su sentido interior, si no se tiene en cuenta la distinción de lo natural y de lo sobrenatural. Cuando Nuestro Señor dice que aquellos que le conocen poseen la vida eterna; que nadie va al Padre sino por El, y nadie va a El si no es conducido por el Padre; cuando exige de sus discípulos renunciamientos tan grandes; cuando maldice al espíritu del mundo; cada vez que habla de la luz, no haciendo, sin embargo, la menor alusión a las ciencias naturales; cuando promete la felicidad a trueque de la persecución y del sacrificio; en fin, cuando se ve que, desde aquellos días, la Iglesia y la influencia del Evangelio han cambiado tan poco el orden natural de las cosas, entonces entramos en contacto con una vida implícita en nuestra vida presente, y que no sólo está agregada a ella, sino que la trasciende de un modo absoluto, como también trasciende todas nuestras esperanzas humanas y todas nuestras aspiraciones humanas. Si quitamos a esas ideas la luz que en ellas proyecta la noción de lo sobrenatural, pierden su fuerza y dejan de estar acordes con el misterio inicial de la Encarnación. Si de la exégesis se elimina lo sobrenatural, los escritos de San Pablo son los de un loco”.
Para el P. Clérissac, la Teología no era una mole imponente y rígida, de áridas fórmulas. Era jugosa, en contacto viviente con sus fuentes originales. “No obstante su amor a Santo Tomás y gustarle intercalar en la Suma la lectura del Evangelio, se complacía en repetir que la Sabiduría de San Pablo, toda arrebato e inspiración, es más puramente divina que la sabiduría científicamente elaborada de la Suma Teológica”.
Esta savia de vida corría por las venas de su Dirección Espiritual. De lo dicho se desprende que el Padre Clérissac tenía que ser un gran director de las almas. Que lo diga quien lo conoció, “¿Cómo decir la eficacia incomparable de su dirección en la vida espiritual? Bástenos recordar que se inspiraba siempre en sus maestros predilectos: San Pablo y Santo Tomás, y en la antigüedad cristiana. Hay un defecto que él perseguía sin cesar y es el “Espíritu reflejo”, según él decía, el espíritu de auto-inquisición, de preocupación de sí mismo. Tampoco daba tregua al individualismo, considerando como tendencia al predominio de la sensibilidad, o de la actividad exterior. El alma, decía, cuanto más elevada, es más universal. El camino recto para ir a Dios consiste en volver los ojos hacia Él y mirar; mantener los ojos fijos en la verdad divina, y luego dejar obrar a Dios. Más que los ejercicios ascéticos, estimaba el espíritu de oración y de contemplación, el espíritu de unión con la Iglesia. La escala de que se valía para las ascensiones de su alma, tenía por sostenes la doctrina y la liturgia. Las definiciones meramente exteriores que de la Liturgia suelen hacerse, no eran de su agrado. Consideraba la Liturgia como la vida misma de la Iglesia, su vida de Esposa y Madre, el gran sacramental que hace participar a las almas de todos los estados de Jesucristo. Le parecía absurdo que se estableciera oposición entre la Liturgia y la oración privada. Creía, en cambio, que en orden a la contemplación, la opus Dei es el medio por excelencia para formar al alma en la oración; y que, por otra parte, en orden a la virtud de religión, la oración privada, de igual manera que el vigilate semper, cumple su objeto preparando al alma para cooperar dignamente en la obra soberana de la Liturgia, por la cual se derrama y distribuye la caridad de la Iglesia. Sus ideas a este propósito las ha dejado condensadas en el excelente capítulo de nuestra obra “La vida hierática de la Iglesia”.
A la luz de la vitalidad del Cuerpo Místico veía él los matices diferenciadores de los Santos. “Si hubiera que formular uno de los grandes temas -no aseverados, sino más bien propuestos y susceptibles de muchas gradaciones- en que solía ocupar su pensamiento, yo diría que, en su sentir, la historia de la perfección cristiana tal como se la puede leer en la vida de los Santos y en la de las instituciones, dependía, por una parte, de una especie de adecuación providencial con las necesidades del mundo que desciende, y por otra, de las leyes de crecimiento y de progreso orgánico del Cuerpo Místico de Cristo. A decir verdad, mayor admiración causaba en él la grandeza, la sencillez, la espontaneidad divina de los primeros santos, más próximos a la Pasión y a Pentecostés, a la plenitud indivisa de la gran efusión que dio nacimiento a la Iglesia. Prefería el Cristo pantocrator de los bizantinos al crucifijo más dolorosamente humano de la Edad Media.
Consideraba que nunca se habría de insistir lo bastante sobre la importancia histórica y la sublimidad de los Padres del desierto”. Su entusiasmo por San Pablo ya lo hemos visto.
Si la vida y el Misterio de la Iglesia eran la médula de su dirección espiritual, era porque él los vivía intensamente. “Lo que él pedía a quienes se le acercaban era una plena adhesión al Misterio de la iglesia”. El la amaba sin medida. La defendía con afecto y orgullo de hijo. A la Iglesia hay que acercarse con el corazón bañado en caridad. “Según el P. Clérissac, la perdición de algunos en el error del modernismo provenía, principalmente, de cierta sequedad de corazón y cierto frío amor propio, que oscurecía el espíritu ante el Misterio de la Iglesia”.
Los estados particulares no tenían sentido para él a no ser injertados en la unidad orgánica de la gran Iglesia. El amor al estado religioso, a su Orden, eran la concreción de su amor a la Iglesia. Se complacía en explicar que lo que da a los votos de religión su valor propio, es la intervención de la Iglesia. “La dispersión de su Orden (en 1903) había abierto en él una herida incurable: necesitaba de la vida del coro y de esa común habitación fraterna tan buena y tan gozosa, en el decir de David, y que es como una imagen abreviada de la Iglesia”. “Desarrollaba una magnífica doctrina sobre el papel providencial, el carácter esencial y la misión de cada una de las grandes familias religiosas”.
En su vida y en la de los demás daba una importancia extraordinaria a sus ideas sobre la Misión y el Espíritu. Decía él: “No basta estar seguro de que una obra pueda ser útil a las almas, para que nos pongamos a realizarla con toda urgencia. Es preciso que Dios la quiera para un momento dado (llegado el cual, ni debe postergarse); y de Dios es el tiempo. Debe pasar primero por el deseo y enriquecerse en él y purificarse, y sólo será divina a este precio. Y aquel que tenga por misión ejecutarla, quizá no sea quien mejor la haya concebido. Temamos que no se esconda una maldición en el éxito humano demasiado entero y demasiado hermoso. No andemos con más prisa que Dios. Lo que Dios necesita en nosotros es nuestra sed, nuestro vacío; no nuestra plenitud”.
Quería que la obediencia a la Iglesia fuese sobrenatural, llena de los más delicados discernimientos, docilidad juiciosa y no ejecución servil; pura, desinteresada. “Fué varón de deseos y parece que Dios se agradó tanto en el espectáculo de esos deseos puros, que rara vez permitió que se cumpliesen”. Pero el alcance de su acción fué así mayor, “hasta el punto de confundirse con esa acción absolutamente misteriosa de instrumento de la causalidad divina, que atraviesa el espacio y el tiempo”.
El Amor al Misterio de la Iglesia tenía su expresión más perfecta en su entusiasmo por la vida litúrgica. “El sacrificio de la Misa, para él era en verdad la consumación de todas las cosas, la acción por excelencia”. Eso se palpaba en la exactitud amorosamente majestuosa con que la celebraba, y en el calor con que aconsejaba unir a ella toda la vida.
Vivía con la Iglesia la variedad riquísima y sustanciosa de sus Oficios. Sus emociones volaban con los cánticos de la Iglesia.
Verdad y vida. Es la lección del P. Clérissac.
Para conocer el Misterio de la Iglesia, hay que amarlo.
Al Misterio de la Iglesia nos ha de conducir la luz divina.
No lo olvide quien se acerque a este libro. Lea y relea estas páginas, después de invocar humildemente el Nombre de Dios.

JOSÉ GUERRA CAMPOS.
Santiago de Compostela, 1946.



[1] L'Esprit de Saint Dominique trad. del inglés por René Salomé, editado por « La Vie Spirituelle, Saint-Maximin (Var.), 1924.