sábado, 8 de junio de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, XII Parte

4. El sacerdocio de la jerarquía eclesiástica

Las referencias que hemos venido haciendo al tema del sacerdocio sacramental, suficientemente explícitas, y las que aún quedan por hacer, nos autorizan a reducir la extensión que este capítulo demandaría, si por primera vez abordáramos aquí tan magno asunto. Por eso, y para no descender del plano de los principios generales en que hemos querido mantenernos hasta ahora, sólo nos vamos a referir a dos o tres aspectos históricos y dogmáticos que miran a la esencia del ministerio del altar.
Para empezar, digamos que nos parece significativo el hecho de que ninguno de los más antiguos documentos de la fe católica (apostólicos y patrísticos), designe con el nombre de sacerdotes a los ministros del culto, así denominados hoy, en la Iglesia, desde hace mil ochocientos años. Hyperétai (ministros) y oikonómoi (dispensadores) de los misterios de Dios llama san Pablo a los apóstoles (I Cor. 4, 1). Y a todos aquellos a quienes fueron comunicados los poderes apostólicos se les denominó, de manera ya sistemática, pero con distinción poco precisa en los comienzos, obispos y presbíteros[1].
No se puede dudar que la voz hiereus fué evitada deliberadamente, para aplicada sólo a la persona de Jesús. Cuando san Pablo, en su postrer esfuerzo evangelizador ante los de su raza, predica al Señor resucitado como antitipo de todas las figuras hieráticas del Antiguo Testamento, presenta en el Mesías al Hieréa megan, al grande y único sacerdote de todos los tiempos.

¿Cuál es la razón de que se empiece a emplear el nombre genérico de sacerdote, aplicado a los obispos y presbíteros, sólo después de mediado el segundo siglo de nuestra era? Suele explicarse que hasta esa época se trató de evitar confusiones con los ministros del culto pagano y de la Ley mosaica; pero ello equivale a eludir la respuesta, ya que lo único que se consigue con esa explicación es un cambio en los términos de la pregunta, a saber: ¿Por qué hacia fines del segundo siglo, cuando subsiste sin mudanza apreciable la posibilidad de aquellas confusiones, cesa de pronto el celoso deseo de evitarlas?
Si los sacrificadores oficiales, en el culto de Yahveh y en el de los ídolos, tenían algún derecho al uso del nombre de “sacerdotes”, mayor era el de los ministros de la Nueva Ley, consagrados por los apóstoles del Pontífice eterno, mediante la imposición de las manos[2]. En rigor, sólo ellos tenían tal derecho; y casi no hay un escrito de la Iglesia primitiva que no atestigüe la clara y firme conciencia de esa exclusividad. Pero tan clara y más imperiosa era la conciencia de lo impersonal del sacerdocio jerárquico, la alteridad absoluta de los poderes comunicados por el sacramento del orden; poderes de Otro, y para otros: “immaculati Filii Dei benedictione in obsequium plebis Dei”, conforme a las precisas palabras que pronuncia el obispo, después de la imposición de la casulla.
Mientras duró el florecimiento de carismas palpables, en pos de Pentecostés, y la multiplicación de conversiones prodigiosas, fueron casi evidentes en la Iglesia la presencia del Señor y la de su Espíritu. De modo que los primeros dispensadores de los misterios de Dios experimentaban, puede decirse, cuán enajenados los tenía el Sacerdote único en obsequio de su grey. Y puede afirmarse que sentían, en el ejercicio de sus poderes sacramentales, la misma ausencia de mérito propio que alegaban ante la obra de sus poderes taumatúrgicos. Del amor y la fidelidad con que reverenciaban la virtud consagratoria recibida de Cristo, da una idea el duro reproche de san Pedro Apóstol a Simón el Mago, incurso “en hiel de amargura y en lazo de iniquidad”[3]. De lo impersonal del ministerio cristiano, son un hermoso testimonio las palabras pronunciadas por el mismo Pedro, después de obrar un milagro en compañía de san Juan Evangelista, junto al pórtico de Salomón[4].
Tal nos parece la causa de que sólo al Señor se aplique el nombre de sacerdote, en los primeros tiempos de la Iglesia. Y es muy probable que la extensión del mismo título a los ministros del altar se inicie tan de improviso, y con tan unánime acuerdo, por influjo de la especulación teológica; mas no directamente, sino al través de las fórmulas litúrgicas agregadas, con el correr del tiempo, a la breve ceremonia primitiva de la imposición de las manos.
Esa impersonalidad del ministro sacerdotal cristiano viene exigida, ya lo hemos visto, por la unidad mística de la Iglesia con la naturaleza humana de Jesús; y no sólo afecta al movimiento de descenso de las gracias, sino también a la postulación de las mismas. El princeps in religione, el sacrificador oficial, presentaba a Dios las súplicas de la multitud. Al encarnarse, el Verbo viene al encuentro de la muchedumbre multisecular de sacerdotes y de sacrificios; y unificándolos en su persona y en su acción, constituye a su Espíritu en postulador único de todas las gracias, en diputación viviente. “El mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables”[5].
Por el solo hecho de la venida del Espíritu Santo, la humanidad adquiere el estado de asamblea de Dios. Cristo escoge y llama a unos pocos miembros de esa magna asamblea, y les confiere autoridad sobre el resto de los hombres y sobre su propio cuerpo, en orden a instituir la glorificación eterna del Creador. (La oración dominical, el Pater noster, al establecer la materia de nuestras peticiones, nos presenta la escala de los fines a que ha ordenado Dios la constitución de su Iglesia).
Así, pues, la jerarquía eclesiástica perpetúa en la tierra la autoridad de la Palabra eterna del Padre, con los tres poderes divinos de su humanidad: el profético (enseñanza), el regio (gobierno) y el consagratorio (sacrificio y sacramentos). Y las tres potestades convergen hacia la más perfecta participación posible, de todos los hombres, en la unidad de las tres divinas personas: “Yo les comunicaré la gloria que Tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos uno[6]”.
Un vicario visible de Cristo, asistido por la infalibilidad misma del Espíritu de Dios, rige a pastores y a fieles, garantizando la pureza de la fe y la rectitud en la práctica de las obras de fe, por encima de todas las vicisitudes de la opinión y de la pasión humanas.
Una fórmula breve, una materia humilde, accesible, subordinadas por acción instrumental de los ministros del culto a la infalibilidad misma de la Palabra de Dios, prolongan la presencia y la virtud divinizante de la naturaleza humana de Jesús.
Así se logra, de una manera inesperada (objetiva y permanente) aquella eficacia que los romanos pedían, con escrúpulo obsesivo, a la exactitud de las fórmulas rituales. Y queda instaurado para siempre, con impensada concretez, “el misterio de piedad manifestado en la carne, justificado por el Espíritu de Dios, mostrado a los ángeles, predicado a las naciones[7]”, es decir, el genuino amor filial a Dios que algunos varones probos del paganismo deseaban ver realizado, como sello de una auténtica religión.
Lo que hemos dicho que la humanidad del Verbo es en el camino de ciertos hombres: piedra de escándalo, puede decirse de la Iglesia, con respecto a cierto tipo de sociedades humanas. Y por la misma razón: su monopolio de lo humano y de lo divino. Sólo que, en este caso, la mala voluntad puede abstenerse de urdir pretextos calumniosos. El Verbo de Dios no se ha encarnado en la humanidad de sus ministros; y alguno de éstos, por no ser nada más que hombre, suele necesitar el perdón, a veces imposible, de aquellos a quienes él absolvería, (si lo perdonaran de veras), con divina facilidad.
La absorción de todo legítimo sacerdocio por el único de Cristo, la plena concentración de todo saber sacro y de toda eficacia religiosa en el “magnum pietatis sacramentum”, la unidad ecuménica en el amor filial divino, mediante la fe en el Hijo único de Dios - tres maneras de nombrar a la Iglesia de los Apóstoles, con Pedro a la cabeza- no podía no adoptar la forma de un monopolio absoluto.
Monopolio sui géneris, única sociedad a la vez excluyente y universal, la nueva Jerusalén difiere tanto de la polis griega, del imperio romano y del templo nacionalista hebreo, como difieren entre sí la fe y el mito, el apostolado y la conquista, el espíritu de la Sagrada Escritura y su letra. Pero difiere sin disentir del buen designio, siempre incompleto, mutilado, ineficaz, que levanta y sostiene por algún tiempo la mole onerosa y frágil de toda grandeza meramente humana.
La Iglesia no condena ni estorba el culto emulatorio de los héroes civiles en el ágora y en el hogar; y bendice los artificios de la técnica; y sabe estimar las invenciones de la ciencia, los hallazgos de la filosofía y las ficciones nobles y ennoblecedoras de las bellas artes. Sólo mira con desconfianza a los grandes de este mundo y censura sus obras con severidad, cuando en ellas niegan u olvidan que la Sabiduría de Dios, en cuanto Hijo del hombre, es para todos los hombres el Camino, la Verdad y la Vida[8].
Tampoco impide, sino al contrario, favorece la regulación de las fronteras ante un derecho superior al de existir: el derecho a la plena perfección personal.
Y si con celo más perseverante que el antiguo Israel, y con mayor intransigencia, multiplica bastiones y atalayas en torno a la pureza de su sacrificio, no es para dedicar a una sola nación el nuevo Templo, donde rezan puros e impuros, sino para mantener íntegra, hasta el último día, la única ofrenda que el Padre recibe con infinito agrado: la de su Hijo eterno. Y para transformar a todos los hombres en templos[9] de ese mismo culto incorruptible.




[1] Cf. I Pedro 5, 1-5; II Juan 1, 1; III Juan 1, 1; Santiago 5, 14; Hechos Apost. 11, 30; 14,23; 15, 2, 4, 6, 22, 23; 16, 4; 20, 17; 21, 18; 1 Tim. 4, 14 (colegio presbiteral); 5, 17, 19; Tito 1, 5, 7 (presbítero y obispo, indistintamente); S. Ignacio de Antioquía, Efes c. 2 (obispo y presbíteros, con distinción jerárquica); Idem, Magn., 2 (obispo, presbíteros y diácono, perfectamente diferenciados). 
[2] Cf. Hechos Apóst. 13, 13; 14, 22; 1 Tim. 4, 14; 5, 22; II Tim. 1, 6.
[3] Hech. 8, 23.
[4] “Varones israelitas, ¿qué os admiráis de esto o qué nos miráis a nosotros, como si por nuestro propio poder o por nuestra piedad hubiéramos hecho andar a éste?” (Hechos Apóst. 3, 12).
[5] Rom. 8, 26-27.
[6] Jn. 17, 22.
[7] I Tim. 3, 16.
[8] Juan 14, 6. Cf, I Cor. 1, 20-31.
[9] “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita .en vosotros?” (I Cor. 3, 16).