4.
El sacerdocio de la jerarquía eclesiástica
Las
referencias que hemos venido haciendo al tema del sacerdocio sacramental, suficientemente
explícitas, y las que aún quedan por hacer, nos autorizan a reducir la
extensión que este capítulo demandaría, si por primera vez abordáramos aquí tan
magno asunto. Por eso, y para no descender del plano de los principios
generales en que hemos querido mantenernos hasta ahora, sólo nos vamos a
referir a dos o tres aspectos históricos y dogmáticos que miran a la esencia
del ministerio del altar.
Para
empezar, digamos que nos parece significativo el hecho de que ninguno de los
más antiguos documentos de la fe católica (apostólicos y patrísticos), designe
con el nombre de sacerdotes a los ministros del culto, así denominados hoy, en
la Iglesia, desde hace mil ochocientos años. Hyperétai (ministros) y
oikonómoi (dispensadores) de los misterios de Dios llama san
Pablo a los apóstoles (I Cor. 4, 1). Y a todos aquellos a quienes
fueron comunicados los poderes apostólicos se les denominó, de manera ya sistemática,
pero con distinción poco precisa en los comienzos, obispos y presbíteros[1].
No
se puede dudar que la voz hiereus fué evitada deliberadamente, para
aplicada sólo a la persona de Jesús. Cuando san Pablo, en su postrer esfuerzo
evangelizador ante los de su raza, predica al Señor resucitado como antitipo de
todas las figuras hieráticas del Antiguo Testamento, presenta en el Mesías al Hieréa
megan, al grande y único sacerdote de todos los tiempos.
¿Cuál
es la razón de que se empiece a emplear el nombre genérico de sacerdote,
aplicado a los obispos y presbíteros, sólo después de mediado el segundo siglo
de nuestra era? Suele explicarse que hasta esa época se trató de evitar
confusiones con los ministros del culto pagano y de la Ley mosaica; pero ello
equivale a eludir la respuesta, ya que lo único que se consigue con esa
explicación es un cambio en los términos de la pregunta, a saber: ¿Por qué
hacia fines del segundo siglo, cuando subsiste sin mudanza apreciable la
posibilidad de aquellas confusiones, cesa de pronto el celoso deseo de evitarlas?
Si los
sacrificadores oficiales, en el culto de Yahveh y en el de los ídolos, tenían algún
derecho al uso del nombre de “sacerdotes”, mayor era el de los ministros de la
Nueva Ley, consagrados por los apóstoles del Pontífice eterno, mediante la
imposición de las manos[2].
En rigor, sólo ellos tenían tal derecho; y casi no hay un escrito de la Iglesia
primitiva que no atestigüe la clara y firme conciencia de esa exclusividad. Pero
tan clara y más imperiosa era la conciencia de lo impersonal del sacerdocio
jerárquico, la alteridad absoluta de los poderes comunicados por el sacramento
del orden; poderes de Otro, y para otros: “immaculati Filii Dei benedictione
in obsequium plebis Dei”, conforme a las precisas palabras que pronuncia el
obispo, después de la imposición de la casulla.
Mientras
duró el florecimiento de carismas palpables, en pos de Pentecostés, y la
multiplicación de conversiones prodigiosas, fueron casi evidentes en la Iglesia
la presencia del Señor y la de su Espíritu. De modo que los primeros
dispensadores de los misterios de Dios experimentaban, puede decirse, cuán
enajenados los tenía el Sacerdote único en obsequio de su grey. Y puede
afirmarse que sentían, en el ejercicio de sus poderes sacramentales, la misma
ausencia de mérito propio que alegaban ante la obra de sus poderes
taumatúrgicos. Del amor y la fidelidad con que reverenciaban la virtud consagratoria
recibida de Cristo, da una idea el duro reproche de san Pedro Apóstol a Simón
el Mago, incurso “en hiel de amargura y en lazo de iniquidad”[3]. De lo impersonal del ministerio
cristiano, son un hermoso testimonio las palabras pronunciadas por el mismo
Pedro, después de obrar un milagro en compañía de san Juan Evangelista, junto
al pórtico de Salomón[4].
Tal
nos parece la causa de que sólo al Señor se aplique el nombre de sacerdote,
en los primeros tiempos de la Iglesia. Y es muy probable que la extensión del
mismo título a los ministros del altar se inicie tan de improviso, y con tan
unánime acuerdo, por influjo de la especulación teológica; mas no directamente,
sino al través de las fórmulas litúrgicas agregadas, con el correr del tiempo,
a la breve ceremonia primitiva de la imposición de las manos.
Esa
impersonalidad del ministro sacerdotal cristiano viene exigida, ya lo hemos
visto, por la unidad mística de la Iglesia con la naturaleza humana de Jesús; y
no sólo afecta al movimiento de descenso de las gracias, sino también a la
postulación de las mismas. El princeps in religione, el sacrificador
oficial, presentaba a Dios las súplicas de la multitud. Al encarnarse, el Verbo
viene al encuentro de la muchedumbre multisecular de sacerdotes y de sacrificios;
y unificándolos en su persona y en su acción, constituye a su Espíritu en
postulador único de todas las gracias, en diputación viviente. “El mismo Espíritu
aboga por nosotros con gemidos inefables”[5].
Por
el solo hecho de la venida del Espíritu Santo, la humanidad adquiere el estado
de asamblea de Dios. Cristo escoge y llama a unos pocos miembros de esa magna
asamblea, y les confiere autoridad sobre el resto de los hombres y sobre su
propio cuerpo, en orden a instituir la glorificación eterna del Creador. (La
oración dominical, el Pater noster, al establecer la materia de nuestras
peticiones, nos presenta la escala de los fines a que ha ordenado Dios la
constitución de su Iglesia).
Así,
pues, la jerarquía eclesiástica perpetúa en la tierra la autoridad de la
Palabra eterna del Padre, con los tres poderes divinos de su humanidad: el
profético (enseñanza), el regio (gobierno) y el consagratorio (sacrificio y sacramentos).
Y las tres potestades convergen hacia la más perfecta participación posible, de
todos los hombres, en la unidad de las tres divinas personas: “Yo les
comunicaré la gloria que Tú me diste, para que sean uno, como nosotros somos
uno[6]”.
Un
vicario visible de Cristo, asistido por la infalibilidad misma del Espíritu de
Dios, rige a pastores y a fieles, garantizando la pureza de la fe y la rectitud
en la práctica de las obras de fe, por encima de todas las vicisitudes de la
opinión y de la pasión humanas.
Una
fórmula breve, una materia humilde, accesible, subordinadas por acción
instrumental de los ministros del culto a la infalibilidad misma de la Palabra
de Dios, prolongan la presencia y la virtud divinizante de la naturaleza humana
de Jesús.
Así se
logra, de una manera inesperada (objetiva y permanente) aquella eficacia que
los romanos pedían, con escrúpulo obsesivo, a la exactitud de las fórmulas rituales.
Y queda instaurado para siempre, con impensada concretez, “el misterio de
piedad manifestado en la carne, justificado por el Espíritu de Dios, mostrado a
los ángeles, predicado a las naciones[7]”,
es decir, el genuino amor filial a Dios que algunos varones probos del
paganismo deseaban ver realizado, como sello de una auténtica religión.
Lo
que hemos dicho que la humanidad del Verbo es en el camino de ciertos hombres:
piedra de escándalo, puede decirse de la Iglesia, con respecto a cierto tipo de
sociedades humanas. Y por la misma razón: su monopolio de lo humano y de lo
divino. Sólo que, en este caso, la mala voluntad puede abstenerse de urdir pretextos
calumniosos. El Verbo de Dios no se ha encarnado en la humanidad de sus ministros;
y alguno de éstos, por no ser nada más que hombre, suele necesitar el perdón, a
veces imposible, de aquellos a quienes él absolvería, (si lo perdonaran de
veras), con divina facilidad.
La
absorción de todo legítimo sacerdocio por el único de Cristo, la plena
concentración de todo saber sacro y de toda eficacia religiosa en el “magnum
pietatis sacramentum”, la unidad ecuménica en el amor filial divino, mediante
la fe en el Hijo único de Dios - tres maneras de nombrar a la Iglesia de los
Apóstoles, con Pedro a la cabeza- no podía no adoptar la forma de un
monopolio absoluto.
Monopolio
sui géneris, única sociedad a la vez excluyente y universal, la nueva Jerusalén
difiere tanto de la polis griega, del imperio romano y del templo
nacionalista hebreo, como difieren entre sí la fe y el mito, el apostolado y la
conquista, el espíritu de la Sagrada Escritura y su letra. Pero difiere sin
disentir del buen designio, siempre incompleto, mutilado, ineficaz, que levanta
y sostiene por algún tiempo la mole onerosa y frágil de toda grandeza meramente
humana.
La
Iglesia no condena ni estorba el culto emulatorio de los héroes civiles en el
ágora y en el hogar; y bendice los artificios de la técnica; y sabe estimar las
invenciones de la ciencia, los hallazgos de la filosofía y las ficciones nobles
y ennoblecedoras de las bellas artes. Sólo mira con desconfianza a los
grandes de este mundo y censura sus obras con severidad, cuando en ellas niegan
u olvidan que la Sabiduría de Dios, en cuanto Hijo del hombre, es para todos
los hombres el Camino, la Verdad y la Vida[8].
Tampoco
impide, sino al contrario, favorece la regulación de las fronteras ante un
derecho superior al de existir: el derecho a la plena perfección personal.
Y si
con celo más perseverante que el antiguo Israel, y con mayor intransigencia,
multiplica bastiones y atalayas en torno a la pureza de su sacrificio, no es
para dedicar a una sola nación el nuevo Templo, donde rezan puros e impuros,
sino para mantener íntegra, hasta el último día, la única ofrenda que el Padre
recibe con infinito agrado: la de su Hijo eterno. Y para transformar a todos
los hombres en templos[9] de
ese mismo culto incorruptible.
[1] Cf. I Pedro 5, 1-5; II Juan 1, 1; III Juan 1,
1; Santiago 5, 14; Hechos Apost. 11, 30; 14,23; 15, 2, 4, 6, 22, 23; 16, 4; 20,
17; 21, 18; 1 Tim. 4, 14 (colegio presbiteral); 5, 17, 19; Tito 1, 5, 7
(presbítero y obispo, indistintamente); S. Ignacio de Antioquía, Efes
c. 2 (obispo y presbíteros, con distinción jerárquica); Idem, Magn., 2
(obispo, presbíteros y diácono, perfectamente diferenciados).
[2] Cf. Hechos Apóst. 13, 13; 14, 22; 1 Tim. 4,
14; 5, 22; II Tim. 1, 6.
[3] Hech. 8,
23.
[4] “Varones israelitas, ¿qué os admiráis de esto
o qué nos miráis a nosotros, como si por nuestro propio poder o por nuestra
piedad hubiéramos hecho andar a éste?” (Hechos Apóst. 3, 12).
[5] Rom. 8,
26-27.
[6] Jn. 17,
22.
[7] I
Tim. 3, 16.
[8] Juan 14, 6. Cf, I Cor. 1, 20-31.
[9] “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el
Espíritu de Dios habita .en vosotros?” (I Cor. 3, 16).