5.
El sacerdocio de los fieles
Así,
pues, al hacer de nosotros (de todo el Cuerpo místico y de cada uno de sus
miembros), sagrarios y sacerdotes del sacrificio de la cruz, la fe nos introduce
en una patria que está en todas partes: la Ciudad de Dios; cuya carta de ciudadanía
es el amor al prójimo. A la luz de la fe teologal, que las obras de amor
aumentan y propagan, los supremos fines terrestres se truecan en medios
humildes, en instrumentos deslucidos, apenas sensibles, de una espléndida
realidad transhistórica: el reino de los cielos[1], la beatitud de la Ciudad de Dios.
Este
lado terreno del reino de Dios es visible, continuamente necesitado de leyes
temporales y de bienes corpóreos; pero se extiende a fuerza de interioridad;
agranda su cuerpo a fuerza de espíritu. Su bien común es ya, muy ciertamente,
aunque obscuro, el mismo de que gozan las almas fieles más allá de la fe y del
tiempo. Y se da a todos y a cada uno de los miembros, de manera indivisa: “Si
alguno me amare, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y a él vendremos y
en él haremos mansión”[2]. “Yo
en ellos; y tú en mí[3]”.
Ese
estar Cristo en nosotros no es por modo substancial como en la Eucaristía, sino
por modo de participación habitual; y de dos maneras: por el carácter del
bautismo (y de los otros dos sacramentos que lo imprimen) y por la gracia santificante.
Esta sólo establece distinciones graduales; y en lo que de ella depende, sería
más sacerdote un santo que un ministro del altar mediocremente justo. Pero la
diferenciación determinada por los caracteres —diferenciación óntica, ab
intrínseco, nos eleva muy por encima del sacerdocio anterior a la cruz,
unívocamente compartido por todos los hombres. El carácter del sacramento del
orden, instrumento de la acción personal del supremo Sacerdote en su Cuerpo
místico, actúa en dependencia de la fuente misma de la gracia. Es, por tanto,
infalible en sus efectos. En cambio, los otros dos caracteres (que son también
participaciones del Verbo Dios en cuanto humanado, es decir, en cuanto
sacerdote), actúan en dependencia de la gracia que anima, hic et nunc,
al simple fiel. Donde falta la gracia, cesan los efectos del bautismo y de la
confirmación. Empero, estos dos caracteres son tan incorruptibles como el del
orden: para gloria o para ignominia, permanecen in aeternum. He aquí el porqué:
“La
gracia está en el alma, a manera de forma, con su ser completo en ella; el
carácter, en cambio, como virtud instrumental. Ahora bien, la forma completa
corresponde, en su modo, al modo de ser del sujeto en que se halla. Y puesto
que el alma del hombre, mientras actúa en el tiempo, está sujeta a las mudanzas
del libre albedrío, la gracia resulta igualmente mudable, unida al alma en sus
vicisitudes.
No así el carácter. En efecto, la virtud instrumental responde, más que al
lugar en que reside, al agente principal con su índole propia. Por eso el
carácter de los sacramentos persiste indeleble en el alma, pues responde a la
perfección propia del sacerdocio de Cristo, en cuyo respecto desempeña
funciones instrumentales”[4].
Función
instrumental inmediata, en el caso del carácter ministerial; función instrumental
dependiente de la gracia del sujeto, en el caso de los otros dos caracteres. Fácilmente,
al hablar del carácter que nos incorpora a la Iglesia, nos formamos la idea de
una cualidad pasiva. No lo es más ni menos que los otros dos caracteres. Cada
uno, en la esfera de su objeto, es activo;
y es tan pasivo como los otros, respecto del agente principal. Trátase de cualidades
subordinadas; pero se nos confieren como a sujetos libres en cuanto libres. No
actúan, pues sin que intervenga nuestro arbitrio, sin que pongamos una
deliberada intención nuestra. Más aún, la misma libertad omnímoda del agente
principal, Jesucristo, ha querido subordinarse, en el ejercicio de actos
sacerdotales totalmente suyos, a las limitaciones que nuestra mísera
libertad quiera imponerle. Aquí, como en todo lo relativo a los actos
humanos determinadamente personales, Dios no puede lo que nosotros no queremos
poder. Es lo que nos dicen la conciencia, los buenos filósofos y la revelación:
y es la verdad que nos estremece en las célebres palabras de san Agustín:
“Dios pudo crearnos sin nosotros [formar un hombre de la nada]; pero no nos
puede salvar sin nosotros”.
Así,
pues, la cabeza del Cuerpo místico, sacerdote divino per se, conmemora,
reitera y aplica su sacrificio de manera ubicua y transcendental; pero
condicionando la eficacia y la entidad misma de sus actos a la libre intención
de los ministros del culto, y a la fe viva de los simples fieles. Los miembros
del Cuerpo místico, sacerdotes por participación, realizan sus actos
cultuales en la unidad del Cristo total, subordinadamente, conforme al modo
diverso que cada uno de los caracteres significa y produce.
¿De
qué actos sacerdotales somos capaces, en virtud de la infusión del carácter bautismal?
El
bautismo nos incorpora, incoativamente en la muerte del Hijo de Dios: “In morte ipsius baptizati sumus”[5]. Y
con la muerte de Cristo, así participada, recibimos también un comienzo de su
misma vida actual: “Regeneravit nos in spem vivam per resurrectionem”[6].
Luego,
el buen cristiano muere a sí mismo todos los días. Pero nuestra muerte (si
somos ese buen cristiano), muerte del hombre viejo en nosotros, y
nuestro correlativo nacimiento a novedad de vida, no son un morir y un
revivir enteramente nuestros. La
muerte en que incurrimos con el pecado de origen fue asumida por Jesucristo,
a fin de devolvérnosla impregnada de su
virtud sacrifical, virtud que, por divina, es capaz y nos hace capaces de
resurrección:
“Resucitados
con Cristo, dice el Apóstol, buscad las cosas de lo alto, donde está Cristo
sentado a la diestra de Dios; aspirad a las cosas de lo alto, no a las de la
tierra. Porque moristeis, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios. Cuando
se manifestare Cristo, que es vuestra vida, entonces también vosotros seréis
con él manifestados en gloria”. (Colos. 3, 1-4).
La
exhortación del Apóstol sería el más cruel de los sarcasmos, y la resurrección de
Cristo una desconcertante pirueta divina, si todo lo que el bautismo nos
confiere sólo fuese algo así como un derecho contractual a desesperar de este
mundo y a poner los ojos y el grito en el cielo.
Pero
entre todos los amanuenses del Espíritu, es san Pablo el que más abunda
en ponderarnos la realidad óntica- divina, divinizadora, susceptible de
indefinido incremento- de nuestras participaciones en el ser y en el obrar
sacerdotales del Señor. El sello de que nos habla es espiritual, es
místico, vale decir, más real que cualquier impronta o vestigio materiales. No
se trata de una calificación extrínseca, sino de un sello sobrenatural tan
existente como la cicatriz de un injerto: coyuntura de vida mejor, para frutos
mejores, que perdura y se dilata con la rama nueva. Y las arras de la
herencia son la porción, que poseemos, de una totalidad de vida que
esperamos; y que esperamos con la seguridad que nos da esa parte, en nosotros,
como a título de prenda (cf. Efes. I, 13-14). Lo que nos asimila al Verbo
encarnado es mucho más que una vinculación moral a su vida de amor hasta la
cruz: es su virtud de sacrificio en la cruz. Virtud comunicada, participada;
pero virtud enérgica, siempre lista para mociones eficientes. Si el
Verbo ha unido a su existencia un ser físico humano, haciéndose con nosotros
hijo de Adán (no un hombre cualquiera ciertamente, sino el Hijo del hombre,
a causa de su persona infinita), lo ha hecho para asemejamos a su ser físico de
Hijo de Dios[7].
En
su naturaleza humana — inocente, impecable — ha asumido nuestra culpa; y con
ella, el doble horror humano al pecado y a la muerte: nuestra repugnancia
concreta e ineficaz a las dos formas horrendas de llegar a no ser. Y nos da
parte concreta en la raíz y en los frutos de su horror esencial, de su
repugnancia divina al pecado y a la muerte: nos da parte en su divinidad
corpórea; y en su resurrección y en su ascensión corpóreas a la plenitud de
todo ser.
El
bautismo nos introduce en la muerte del Hijo de Dios incoativamente. Es
un comienzo de contemplación, de muerte mística. Un comienzo potencial, que nos
faculta para ir muriendo todos los días de su muerte restauradora, hacia
la perfecta aniquilación del hombre viejo[8]. Aniquilación que debe ser
consumada en la agonía o en el purgatorio. Lo cual equivale a ir resucitando, de
virtud en virtud con la resurrección del Señor, mientras el hombre animal se
desintegra:
“No
desmayamos, sino que mientras nuestro hombre exterior se desmorona, nuestro
hombre interior se renueva día tras día. Porque eso momentáneo, ligero, de nuestra
tribulación, nos produce con exceso incalculable, siempre creciente, un pesado
caudal de gloria eterna”[9].
[1] Cf.: Mat. 3, 2; Marc. 1, 4; Luc. 3, 3;
Mat. 4, 17; Marc. 1, 15; Juan 18, 36-37; 1 Cor. 15, 24, 28. Es en la perspectiva sobrenatural de los textos
citados en esta nota, y no en sentido pragmático, en la que llevan razón las
siguientes palabras: “Si la fe de Abraham se define: todo es posible
para Dios, la fe del Cristianismo implica que todo es posible también para el
hombre (cf. Marc. 11, 22-24). Sólo semejante libertad -libertad
creadora, por excelencia- es capaz de defender al hombre moderno del terror a
la historia. Toda otra libertad conduce, en última instancia, a la
desesperación” (Mirca Eliade, El mito del eterno retorno, Buenos
Aires 1952; cf. pp. 175-179).
[7] “Y por ser hijos envió Dios a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba, Padre!” (Gal. 6, 6). Nuestro
Señor Jesucristo no es el inventor de la idea de la paternidad divina;
es, simplemente, el Hijo de Dios. La idea se da en religiones muy
primitivas (cf. Schmidt W, The religion of Earliest Man),
entre los pueblos semíticos (cf. Lagrange, Etudes sur les réligions sémitiques), y no falta en la literatura rabínica y en la
apócrifa del A. Testamento. Los libros Canónicos del A. T. traen unas veinte
veces la referencia o la invocación a Dios como a Padre. El Nuevo, no hay por
qué decirlo, supera ese número (da a Dios el nombre de Padre más de doscientas
sesenta veces); pero no es la mayor insistencia ni la mayor intensidad de
afecto con que los cristianos se dicen hijos de Dios, lo que hace de su
concepto de la paternidad divina un principio religioso totalmente inédito. Es
la noticia de que Dios, además de Padre, es Hijo; que independiente de la
creación, el sumo Decir que Dios genera en su propio pensarse (y del que
balbucean los buenos filósofos) es personal; y que el mismo Amor que le inspira
ese conocer inmanente, es tan persona como Dios Hijo y Dios Padre. El Nuevo
Testamento pone especial cuidado en distinguir nuestra filiación divina (que ya
no es metafórica, sino real), de la filiación divina de Jesucristo que comporta
preexistencia eterna e identidad de naturaleza con el Padre y con su Espíritu
(por ejemplo: Juan 8, 58; 14, 16-26; 17, 6, 26; 7, 16; 2, 11; 2, 35; Mat. 3,
17; 17, 5; Marc. 1, 11; 9, 7; 10, 3o; Rom.. 8, 3 y 32; Gal. 4, 4). Correlativa
a esa paternidad, por generación mental eterna, que da de sí al Verbo, la
filiación adoptiva de los cristianos corresponde realmente a un nuevo
modo de ser creaturas. Hasta el punto de que la eterna bienaventuranza no es un
premio a la buena conducta del cristiano que muere en gracia de Dios, sino una
herencia: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que
somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos: herederos de Dios,
coherederos de Cristo, supuesto que padezcamos con Él, para ser con Él
glorificados” (Rom. 8, 16-17).
La verdad óntica del
sacerdocio de todo miembro del Cuerpo místico se funda en esa adopción
física, que nos hace verdaderos hijos de Dios. Trátase de un hecho divino;
como tal, misterioso; pero se da y de manera innegable; pues de él se habla, y
de manera inconfundible, en más de un lugar del Nuevo Testamento (cf. Rom.
8, 16-17, Gal. 4, 6-7; Tito 3, 7; I Pedro 3, 22; Apoc. 3, 21), Con referencia
a la entidad de ese vínculo que nos hace coherederos de la gloria de la
humanidad del Verbo, observa A. Theissen: “Tal como en el caso de la
resurrección de los cuerpos, la argumentación de san Pablo presupone, en
todo su conjunto, un modo de ser los cristianos una sola cosa con Cristo,
diverso de cualquier otro tipo de unión, por más espiritual que sea, de los
conocidos por nosotros en tiempo y en espacio. Su existencia y carácter deben
aceptarse, simplemente, como uno de los tantos misterios divinos revelados en
el Evangelio. Y sin la firme aceptación de ese ligamen, por misterioso que sea,
el argumento de san Pablo resulta incomprensible para cualquier lector”
(Romans, Edinburgh 1953, ad VIII, 17). A ese misterio de la
co-heredad se refiere también el autor de la Epístola a los Hebreos cuando
considera la posesión de la gloria, por parte de cada uno de los
bienaventurados, como el gozo de los derechos de primogenitura: la asamblea
de los primogénitos, en el cielo inscriptos” (12, 23).