Tomado de la Revista Bíblica de Straubinger, año XII (1951), pag. 125.
"Estaré con vosotros hasta
la consumación de los siglos".
Cuando
veo a un sacerdote que va camino de la sacristía, para revestirse y decir misa,
pienso tantas cosas.
Aunque
sea de traza muy pobre, lo imagino rodeado de ángeles, que lo atienden con una
reverencia conmovedora.
No
sirven los cortesanos más fieles a su rey, con el amor y el respeto con que los
ángeles al sacerdote que celebra. Cuando luego sale revestido de los sagrados
ornamentos y asciende al altar, lo hallo transfigurado, me parece que su rostro
es luminoso y que sus manos son puras y omnipotentes como las manos de Cristo.
Porque
ese hombre, que allí hace las veces de Cristo, ejecutará dentro de pocos minutos
el milagro de la ultima Cena.
Con
unas cuantas palabras dictadas por el Maestro, convertirá el pan y el vino en
el Cuerpo vivo del Redentor y, gracias a ese humilde sacerdote, se cumplirá la
promesa con que se cierra el Evangelio de San Mateo: "Estaré con vosotros
todos los días hasta la consumación de los siglos".
De
tal manera que si él no quisiera pronunciar esas palabras, y ninguno otro como
él las dijese, no podría cumplirse un hecho anunciado por Cristo. Y como eso no
puede ser, tendría que venir Él mismo en persona a celebrar misa.
De aquí,
pues, la enorme dignidad de ese hombre sencillo, que se encamina a la sacristía
para disponerse a realizar ese prodigio de la misa, por el cual se cumple la
más consoladora de las promesas del Señor.