lunes, 24 de junio de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Conclusión II de II

   Nota del Blog: terminamos aquí este macizo libro de una claridad y profundidad pocas veces vistas.

La formalidad del sacerdocio, en cuanto dada para eficaz ejercicio de la virtud de religión, es común a toda la humanidad. El Verbo se hizo hombre, para ser sacerdote. Y se hizo sacerdote asumiendo nuestra humanidad; con la cual asumió nuestro sacerdocio. Para llegar a ser sacerdote, según el orden de Melquisedek, debió hacerse hijo de hombres, aceptar un linaje de pecadores, pasar por unigénito del más humilde de los santos. No formó ex nihilo su naturaleza humana. La formó en el torrente de nuestra sangre; en medio del curso de nuestra historia. Y con ser Dios, es el Hijo del hombre: entre todos los hombres, el más humano.
Con su misma humanidad y con su misma gracia, somos (substancialmente, en ese aspecto del ser que no admite ni menos ni más) tan sacerdotes como Jesús.
Pero el Hijo del hombre es una misma persona con el Hijo de Dios. Por aquí nuestro sacerdocio adquiere una dimensión que no es de este mundo. La universalidad humana de la religión de Melquisedek ha sido sellada y ungida por la Imagen substancial del Padre. El sacerdocio de Melquisedek, partícipe ahora de la trascendencia divina, es in aeternum. Su eficacia religatoria de las creaturas con el Creador, su virtud sacrifical, ya no es la del hombre que aspira a unirse con Dios; es la de Dios que se ha unido personalmente al hombre.

De esa nueva unción consagratoria participamos genéricamente todos los cristianos, mediante la gracia capital comunicada por Nuestro Señor a su Cuerpo místico; gracia que es “principium quasi univocum et unius generis[1]. Cultual, por esencia, nos capacita para ejercer el mismo sacerdocio de la Cabeza del Cuerpo místico. El mismo sacerdocio mas no del modo capital transcendente, exclusivo del Verbo encarnado. La capitalidad de la Virgen, por  un lado (en dependencia, pero en la misma esfera de la unión  hipostática); y por otro lado los caracteres sacramentales, determinan ab intrinseco diversas realizaciones, diversos modos de ser sacerdote, contenidos en la plenitud sacerdotal del Pontífice eterno. Sacerdotes, no por una cierta semejanza exterior con el Pontífice divino, ni por una referencia extrínseca a su poder y a su acción sacrificales, sino a causa de la divinización de lo humano, obrada en la total asunción de lo humano por Dios; “unius quippe naturae sunt vitis et pálmites”, pues de una misma raza han venido a ser la cepa y los sarmientos[2].
El tremendo poder del sacerdocio ministerial no guarda, en su ejercicio, relación necesaria con la santidad y la fe personales del sujeto. En cambio toda la eficacia del  sacerdocio de la Virgen y del que ejercen los bautizados y confirmados en virtud de sus caracteres propios, deriva de la fe y la santidad, y crece en razón directa de la unión  de amor con Cristo.
Sin ejercicio de autoridad ejecutiva pública (que por divino ordenamiento natural y positivo, corresponde al varón), el sacerdocio de la Virgen cumple de manera única y ejemplar las perfecciones del sacerdocio cristiano que corresponden a virtudes peculiarmente femeninas, como la abnegación y la misericordia. La facultad receptiva y la aptitud de entrega, que en lo intelectual y en lo moral son características del sexo y que en cualquier mujer de mente sana se subordinan con natural facilidad a las iniciativas creadoras y conservadoras de la divina Providencia, en María se dan personalmente ordenadas al coronamiento de todas las obras ad extra del Creador. Y se manifiestan, sobre todo en su fe primordial (la fe católica, por excelencia) y en su compasión del sacrificio de la Nueva Ley.
Tres veces virgen, su presencia activa junto al segundo Adán, cabeza del Cuerpo místico, redunda en gracias de virginidad y de pureza que impregnan fuertemente la santidad esencial de la Iglesia de Dios, comunicándole -nardus mea dedit odorem suavitatis- el más suave de sus aromas.
Aunque más semejante al de los fieles que al de los presbíteros, el sacerdocio de la Virgen se eleva tanto sobre uno y otro, cuanto se eleva su maternidad divina -personal y propia- sobre nuestro carácter de hijos de Dios -sacramental y común.
En marcha hacia una misma cumbre temporal – la del Gólgota- y hacia una misma institución eterna -el reino de Dios- todo el ser y la vida de la Virgen están asociados, con la más estrecha analogía que darse pueda, al ser y a la vida sacerdotales de su Hijo. La voluntad del Verbo, de formar una  sola cosa con su Iglesia (que sean una sola cosa todos los hombres en Él, y Él en ellos, como el Padre en Él, y Él en el Padre) se cumple con la Virgen en el instante mismo de la encarnación, de manera ejemplar. Y de los efectos unitivos de la encarnación es constituida causa auxiliar universal (adiutorium simile del Pontífice eterno), así en el cielo como en la tierra.
Nosotros estamos místicamente incluidos en la muerte del Señor: nos inmolamos con Él ante su altar, como miembros suyos; y de esa manera cooperamos a la salud y  la extensión del Cuerpo místico. Ella en cambio, con-padece la pasión y con-muere la muerte del Verbo – “cum Filio patiente et morente passa et paene commortua[3]” ofreciéndolo al Padre, en la verdad concreta de su cuerpo clavado y de su sangre derramada: “Sub ipsa specie propria in qua eum genuit[4].
Así “con los dolores del parto y las ansias de dar a  luz[5]” engendró al Cuerpo del Cristo total, que el sacerdocio de los ministros consagra, ilumina y gobierna, y el de los fieles alimenta, defiende y multiplica.
Cristo total cuyos miembros vivientes, reyes todos, y todos sacerdotes — porque todos primogénitos — celebraremos la Liturgia eterna “con todas las creaturas celestiales, y las que están sobre la tierra, y debajo de nuestro mundo y sobre el mar; y cuantas cosas hay en ellos”[6].




[1] S. Tomás, In III Sent. XIII, II, 1.
[2] S. Agustín, Tract. in Ioann., LXXX, 1-2.
[3] Benedicto XV, Inter sodalicia.
[4] Ps. Alberto Magno, Mariale, 51.
[5] Cfr. Apoc. cap. XII.
[6] Cfr. Apoc. 5, 9-14.