Nota del Blog: terminamos aquí este macizo libro de una claridad y profundidad pocas veces vistas.
La
formalidad del sacerdocio, en cuanto dada para eficaz ejercicio de la virtud de
religión, es común a toda la humanidad. El Verbo se hizo hombre, para ser
sacerdote. Y se hizo sacerdote asumiendo nuestra humanidad; con la cual
asumió nuestro sacerdocio. Para llegar a ser sacerdote, según
el orden de Melquisedek, debió hacerse hijo de hombres, aceptar un linaje
de pecadores, pasar por unigénito del más humilde de los santos. No formó ex
nihilo su naturaleza humana. La formó en el torrente de nuestra sangre; en
medio del curso de nuestra historia. Y con ser Dios, es el Hijo del hombre:
entre todos los hombres, el más humano.
Con
su misma humanidad y con su misma gracia, somos (substancialmente, en ese
aspecto del ser que no admite ni menos ni más) tan sacerdotes como Jesús.
Pero
el Hijo del hombre es una misma persona con el Hijo de Dios. Por
aquí nuestro sacerdocio adquiere una dimensión que no es de este mundo. La universalidad humana de la
religión de Melquisedek ha sido sellada y ungida por la Imagen
substancial del Padre. El sacerdocio de Melquisedek, partícipe ahora de
la trascendencia divina, es in aeternum. Su eficacia
religatoria de las creaturas con el Creador, su virtud sacrifical, ya no es la
del hombre que aspira a unirse con Dios; es la de Dios que se ha unido personalmente
al hombre.
De
esa nueva unción consagratoria participamos genéricamente todos los cristianos,
mediante la gracia capital comunicada por Nuestro Señor a su Cuerpo místico; gracia que es “principium quasi univocum
et unius generis”[1]. Cultual,
por esencia, nos capacita para ejercer el mismo sacerdocio de la Cabeza del
Cuerpo místico. El mismo sacerdocio mas no del modo capital transcendente,
exclusivo del Verbo encarnado. La capitalidad de la Virgen, por un lado (en dependencia, pero en la misma
esfera de la unión hipostática); y
por otro lado los caracteres sacramentales, determinan ab intrinseco
diversas realizaciones, diversos modos de ser sacerdote, contenidos en la
plenitud sacerdotal del Pontífice eterno. Sacerdotes, no por una cierta
semejanza exterior con el Pontífice divino, ni por una referencia extrínseca a
su poder y a su acción sacrificales, sino a causa de la divinización de lo
humano, obrada en la total asunción de lo humano por Dios; “unius quippe naturae sunt
vitis et pálmites”, pues de una misma raza han venido a ser la cepa y los sarmientos[2].
El
tremendo poder del sacerdocio ministerial no guarda, en su ejercicio, relación
necesaria con la santidad y la fe personales del sujeto. En cambio toda la
eficacia del sacerdocio de la Virgen y
del que ejercen los bautizados y confirmados en virtud de sus caracteres
propios, deriva de la fe y la santidad, y crece en razón directa de la
unión de amor con Cristo.
Sin
ejercicio de autoridad ejecutiva pública (que por divino ordenamiento natural y
positivo, corresponde al varón), el sacerdocio de la Virgen cumple de manera
única y ejemplar las perfecciones del sacerdocio cristiano que corresponden a
virtudes peculiarmente femeninas, como la abnegación y la misericordia. La
facultad receptiva y la aptitud de entrega, que en lo intelectual y en lo moral
son características del sexo y que en cualquier mujer de mente sana se
subordinan con natural facilidad a las iniciativas creadoras y conservadoras de
la divina Providencia, en María se dan personalmente ordenadas al coronamiento
de todas las obras ad extra del Creador. Y se manifiestan, sobre
todo en su fe primordial (la fe católica, por excelencia) y en su compasión del
sacrificio de la Nueva Ley.
Tres
veces virgen, su presencia activa junto al segundo Adán, cabeza del Cuerpo
místico, redunda en gracias de virginidad y de pureza que impregnan fuertemente
la santidad esencial de la Iglesia de Dios, comunicándole -nardus mea dedit odorem
suavitatis- el
más suave de sus aromas.
Aunque más semejante al de los fieles que al de los presbíteros, el sacerdocio
de la Virgen se eleva tanto sobre uno y otro, cuanto se eleva su maternidad
divina -personal y propia- sobre nuestro carácter de hijos de Dios -sacramental
y común.
En
marcha hacia una misma cumbre temporal – la del Gólgota- y hacia una misma
institución eterna -el reino de Dios- todo el ser y la vida de la Virgen están
asociados, con la más estrecha analogía que darse pueda, al ser y a la vida
sacerdotales de su Hijo. La voluntad del Verbo, de formar una sola cosa con su Iglesia (que sean una sola
cosa todos los hombres en Él, y Él en ellos, como el Padre en Él, y Él en el
Padre) se cumple con la Virgen en el instante mismo de la encarnación, de
manera ejemplar. Y de los efectos unitivos de la encarnación es constituida
causa auxiliar universal (adiutorium simile del Pontífice eterno), así en el cielo como en la
tierra.
Nosotros
estamos místicamente incluidos en la muerte del Señor: nos inmolamos con Él
ante su altar, como miembros suyos; y de esa manera cooperamos a la salud
y la extensión del Cuerpo místico. Ella
en cambio, con-padece la pasión y con-muere la muerte del Verbo – “cum Filio patiente et
morente passa et paene commortua[3]” ofreciéndolo al Padre, en la
verdad concreta de su cuerpo clavado y de su sangre derramada: “Sub ipsa specie propria
in qua eum genuit”[4].
Así “con
los dolores del parto y las ansias de dar a
luz[5]”
engendró al Cuerpo del Cristo total, que el sacerdocio de los ministros
consagra, ilumina y gobierna, y el de los fieles alimenta, defiende y
multiplica.
Cristo total cuyos miembros vivientes,
reyes todos, y todos sacerdotes — porque todos primogénitos — celebraremos la
Liturgia eterna “con todas las creaturas celestiales, y las que están sobre la
tierra, y debajo de nuestro mundo y sobre el mar; y cuantas cosas hay en ellos”[6].
[1] S. Tomás, In III Sent. XIII, II, 1.
[2] S. Agustín, Tract. in Ioann., LXXX, 1-2.
[3] Benedicto
XV, Inter
sodalicia.
[4] Ps.
Alberto Magno, Mariale,
51.
[5] Cfr. Apoc.
cap. XII.
[6] Cfr. Apoc.
5, 9-14.