I.
LA REPROBACIÓN DEL PUEBLO JUDÍO
Empecemos
por Moisés, el mayor de los Profetas, cuya personalidad y escritos pertenecen
a los siglos XV o XVI antes de la era cristiana. De él provienen los primeros
cinco libros de la Sagrada Escritura, que fueron traducidos al griego ya en el siglo tercero
antes de Cristo, y de los cuales, por lo tanto, no se puede sospechar
que hayan sido escritos después de la destrucción de Jerusalén y del estado
judío (a. 70 después de Cristo). En el quinto de sus libros, el Deuteronomio,
vaticina el gran profeta las tremendas desgracias que iban a sobrevenir a su
pueblo:
Serás
hecho esclavo de un enemigo que conducirá el Señor contra ti, con hambre y sed,
y desnudez, y todo género de miserias; y pondrá un yugo de hierro sobre tu cerviz,
hasta que te aniquile. Desde un país remoto, del cabo del mundo hará venir el Señor
contra ti, con la rapidez impetuosa con que vuela el águila, una nación cuya lengua
no podrás entender; gente sumamente procaz, que no tendrá respeto al anciano,
ni compasión del niño; y que devore las crías de tus ganados y los frutos de
tus cosechas, de suerte que perezcas; y no te deje trigo, ni vino, ni aceite,
ni manada de vacas, ni rebaños de ovejas, hasta que te destruya, y aniquile
enteramente todas tus ciudades, y queden arruinados en toda tu tierra esos
altos y fuertes muros en que ponías tu confianza. Quedarás sitiado dentro de
tus ciudades en todo el país que te dará el Señor Dios tuyo; y llegarás a comer
el fruto de tu seno, la carne de tus hijos y de tus hijas que te hubiere dado
el Señor Dios, por la estrechura y desolación a que te reducirá tu enemigo. El
hombre más delicado y más regalón de tu pueblo, será mezquino con su hermano, y
con su esposa misma que duerme en su seno, para no darles la carne de sus
hijos, que comerá por no hallar otra durante el sitio, y en la necesidad
extrema con que te aniquilarán tus enemigos dentro de tus ciudades (Deut. 28, 48-55).
El
Señor te desparramará por todos los pueblos desde un cabo del mundo al otro; y
allí servirás a dioses ajenos que ni tú ni tus padres conocisteis, a leños y a
piedra. Aun allí entre aquellas gentes no lograrás descanso, ni podrás asentar
el pie; porque el Señor te dará allí un corazón espantadizo y ojos
desfallecidos, y un alma consumida de tristeza. Y estará tu vida como pendiente
delante de ti; temerás de día y de noche, y no confiarás por tu vida. Por la
mañana dirás: ¿Quién me diera llegar a la tarde? Y por la tarde: ¿Quién me
diera llegar a la mañana? Tan aterrado y despavorido estará vuestro corazón y
tan horribles las cosas que sucederán a vuestros ojos. El Señor te volverá a
llevar en navíos a Egipto, después que dijo que no volverías más a ver aquel camino. Allí seréis vendidos a
vuestros enemigos por esclavos, y por esclavas, y aun no habrá quien quiera
compraros (Deut.
28, 64-68). Ver también la profecía de Moisés en Levítico cap. 26,
que es del mismo tenor.
En
estas palabras de Moisés, que constituyen sólo una parte de sus
profecías, enciérranse del modo más claro las siguientes predicciones:
1) El
pueblo judío perderá su independencia política (vers. 48-50);
2) Será
expulsado del país de sus padres (versículos 64 y 68);
3)
Dios lo dispersará por todo el orbe: "por todos los pueblos desde un cabo del
mundo al otro" (vers. 64);
4)
No encontrará tranquilidad alguna entre esas naciones extrañas, sino que andará por el mundo
con terrores, tristeza y melancolía (versículos 65-67);
5)
Será objeto de hostilidad y persecución de parte de los demás pueblos (vers. 67).
Se
ha intentado disminuir el sentido de la profecía conminatoria de Moisés,
relacionándolo sólo con la primera destrucción de Jerusalén por los babilonios
(587 antes de Cristo) y el cautiverio babilónico. Sin embargo, en aquella
ocasión el exterminio del pueblo y su expulsión de Palestina no fueron ni mucho
menos tan completos como en la segunda y definitiva destrucción por los romanos
(70 después de Cristo). Es, además, un hecho histórico que el vaticinio pronunciado
en el versículo 68: "el Señor te volverá a llevar en navíos a Egipto”, no se cumplió sino en la segunda
destrucción de Jerusalén (Josephus, Bell. Jud. VI, 9.2).
Síguese
de esto que la profecía de Moisés se refiere al tiempo posterior a la
segunda destrucción, es decir, al pueblo judío de hoy. Así la entienden Scío,
el famoso traductor de la Biblia al castellano (en su nota a los vers. 64,
65), Cornelio a Lápide y otros exegetas.
Para
mejor inteligencia notemos que la única época en que los judíos no fueron
perseguidos fue la era del liberalismo que comenzó en la Revolución Francesa,
mientras que antes, y hoy de nuevo, a pesar de la mano protectora de los Sumos
Pontífices[1], las expulsiones y matanzas están
a la orden del día, de tal manera que los perseguidos se vieron obligados a
refugiarse en los últimos rincones del mundo, hasta entre los pueblos salvajes. No es, pues,
de extrañar que recientemente, entre los judíos de Méjico se hayan descubierto
descendientes de prófugos judíos españoles.
La
profecía de Moisés es retomada y especificada por los Profetas
posteriores, especialmente por Daniel, quien vaticinó en el siglo VI
antes de Jesucristo, después de la destrucción de Jerusalén por Nabucodonosor
(587 a. de Cristo). Leamos los versículos 23-27 del capítulo nono de su importantísima
profecía:
Desde
que saldrá la orden para que sea reedificada Jerusalén, hasta el Cristo príncipe,
pasarán siete semanas y sesenta y dos semanas; y será nuevamente edificada la
plaza, y los muros en tiempos de angustia. Y después de las sesenta y dos semanas
será muerto el Cristo; no será más suyo el pueblo, el cual le negará. Y un pueblo
con su caudillo destruirá la ciudad y el santuario; y su fin será la
devastación, y acabada la guerra quedará establecida la desolación. Y Él
(Cristo[2])
afirmará su alianza en una semana con muchos: y a la mitad de esta semana
cesarán las hostias y los sacrificios; y estará en el templo la abominación de la
desolación; y durará la desolación hasta la consumación y el fin.
Este
vaticinio de las semanas (de años) reviste carácter netamente mesiánico. Cumplido
el plazo y muerto Cristo, el pueblo judío ya no será “suyo” (de Cristo), sino que
otro pueblo con un caudillo (los romanos bajo Tito) vendrá y destruirá la
ciudad santa y el Templo. Se establecerá una nueva "alianza" (el
Nuevo Testamento) “con muchos" (los gentiles admitidos al cristianismo) y “cesarán
las hostias y sacrificios" (de la Antigua Alianza).
En la
última frase se amplía la mirada del Vidente mostrándole Dios el triste porvenir
de su pueblo: Estará en el templo la abominación de la desolación que
durará hasta la consumación y el fin.
El
mismo Señor evocó en Mat. 24, 15 este vaticinio de Daniel: Cuando
viereis que está establecida en el lugar santo la abominación de la desolación
que predijo el Profeta Daniel, etc.[3]
Lo hizo queriendo preparar a sus discípulos para los dos trascendentales
acontecimientos de que habla en dicho capítulo 24, a saber: la ruina de
Jerusalén y los tiempos novísimos: De allí que añada: "Ya veis que yo os
lo he predicho" (ver-sículo 25). No cabe, pues, duda alguna de que
esta última parte de la profecía se relaciona con el destino del pueblo judío,
cuyo centro vital, el Templo, quedará destruido "hasta la consumación y el
fin".
Lo
mismo predice Jesucristo en Luc. 21, 24: Jerusalén será
hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de las naciones (los
gentiles) acaben de cumplirse; palabra del Señor que San Pablo
interpreta en la Epístola a los Romanos (11, 25).
Prescindimos de muchas semejantes profecías encerradas
en las Sagradas Escrituras, porque aquí no se trata de dar una exégesis de
todos los textos, sino solamente destacar la idea dominante: la sentencia
tremenda de la reprobación del pueblo judío por Dios, su dispersión entre otras
naciones y los sufrimientos que ha de experimentar como consecuencia de la
reprobación[4].
[1] “La Iglesia Católica ha acostumbrado siempre rezar por el pueblo judío,
depositario de las promesas divinas… La Silla Apostólica ha protegido a ese
pueblo contra injustas vejaciones... Asimismo condena ese odio que hoy suele
llamarse antisemitismo" (Pío
XI). Nótese también la magnanimidad de Pío XII que dio trabajo en
el Vaticano a varios destacados judíos perseguidos (Almaggia, Giorgio del
Vecchio, Stuccoli, etc.); la intervención del Cardenal Faulhaber de Munich por
los judíos de su país, y nuevamente la Carta pastoral de los Obispos holandeses
con fecha 17 de febrero de 1943, que en forma solemne protestan contra “la
persecución y ejecución de conciudadanos judíos”.
[2] Nota del Blog: Creemos que se trata más bien de Dios
Padre. Por lo demás no compartimos, en general, la exégesis que Straubinger
trae aquí, ni en lo que respecta a las LXX Semanas ni al Discurso Parusíaco.
Nos remitimos a lo dicho en otros estudios publicados (y por publicarse) en
este mismo blog.
[4] Es interesante y a la vez consolador ver cómo en el Nuevo Testamento se
excusa al pueblo, la gente humilde de los judíos, que sólo era un instrumento
en manos de los escribas y príncipes de los sacerdotes. Vayan algunos ejemplos:
Luc. 19, 47: “Y Él enseñaba cada día en el templo. Los
príncipes de los sacerdotes y los escribas
buscaban cómo acabar con El, lo mismo que los jefes del pueblo pero no hallaban
cómo hacer, porque el pueblo todo entero estaba pendiente de sus
labios”.
Vemos aquí el rechazo
de Jesús por la Jerarquía y el poder civil. En cambio el pueblo todo
entero estaba con Él así como le seguía tres días sin comer cuando la
multiplicación de los panes; así como lo recibía triunfalmente en Jerusalén,
etc.
Sigue S. Lucas 20, 6:
"Si decimos (que la predicación de Juan es) de los hombres, el pueblo
entero nos lapidará, porque está persuadido de que Juan era un profeta”. Segunda
prueba de fidelidad de todo el pueblo. Esta vez,
para con el Precursor, que vino "para preparar al Señor un pueblo perfecto".
En Luc. 20, 19: “Entonces los principes
de los sacerdotes y los escribas (después de lo tremenda parábola de la viña,
que había excitado su furor) querían prenderlo
en ese mismo momento… pero tuvieron miedo del pueblo".
S. Pedro en los Hechos (4, 10 s.) citando el
mismo Salmo que Jesús en Luc. 20, 17 (la piedra reprobada, etc.)
les dice a los miembros del Sanedrín, es decir, a los príncipes de la Sinagoga:
"a quien vosotros crucificasteis". En cambio, a los del pueblo
israelita (Hech 3, 12 ss.) les recuerda que negaron a Cristo
ante Pilatos, etc, y lo explica diciendo que lo hicieron por
ignorancia, o mejor dicho: que por ignorancia obraron como sus jefes.
La verdad de lo que dice Pedro es decir, la seducción del pueblo por los príncipes
y sacerdotes, se ve clara en el juicio ante Pilatos, pues éste
recurre al pueblo sabiendo que los sacerdotes le entregaban a Jesús
"per invidiam” (Mat. 27, 18). Y se ve también que el "crucifige Eum” y la preferencia de Barrabás fué influencia de
los sacerdotes contra la verdadera voluntad del pueblo.