Nota del blog: Damos comienzo a la transcripción del pequeño pero sustancioso libro de Mons. Straubinger sobre Israel. La perspectiva desde la cual aborda el tema es parecida a la de Bloy en su "La Salvación por los judíos", pero evidentemente que los estilos son muy diferentes entre sí.
Este libro fue publicado en 1943, es decir, en plena segunda guerra mundial y cinco años antes de la fundación del estado de Israel. Téngase esto presente a fin de poder ubicar en su propio contexto ciertas frases del docto Obispo Alemán.
Esther |
El
libro de Ester, cuya traducción y explicación hemos dado en las páginas
precedentes, nos permite, con mayor facilidad que extensos tratados, abarcar en
un golpe de vista la historia del Antiguo Testamento, en su doble aspecto:
la bondad y misericordia sin límites de Dios para con su pueblo, y la
indignación tremenda para éste cuando despreciaba su santa Ley.
Cada
vez que el pueblo elegido abandonaba al Señor, desviándose de los caminos
rectos y confiando en sus propias fuerzas, era castigado por Él y entregado a
sus enemigos. Tan pronto, empero, como se arrepentía y volvía a poner su
confianza en el Señor su Dios, recibía los más asombrosos auxilios, viendo
siempre humillados a sus enemigos, aun cuando eran más fuertes que él. Toda la
historia del Antiguo Testamento ofrece la prueba irrefutable de esta conducta
paternal de Dios, que perdona y sólo corrige para sanar y salvar.
Así
también lo que se narra en ese libro, respecto a Ester y Mardoqueo
que salvaron a su pueblo de la perdición, no es más que un eslabón de la larga
cadena de prodigios obrados por Dios en favor de su pueblo escogido, cadena que
comenzó por su salvación milagrosa de la esclavitud de Egipto; que tuvo su
continuación durante siglos hasta la no menos portentosa liberación de las
manos de los babilonios y sirios, y que perdura aún en el otro milagro constante
de la conservación de esta nación dispersa entre otras, sin patria ni altar.
Si Ester
pudo salvar a su pueblo, que estaba destinado a sucumbir, fué porque Dios lo
salvó; y salvólo Dios porque ella y todo su pueblo se humillaron y confiaron
única y exclusivamente en la ayuda del Todopoderoso. He aquí la clave para,
la comprensión de la historia del Antiguo Testamento y del
pueblo judío en general: Dios lo bendice siempre que se hace pequeño delante
de Él, como un hijo confiado; y lo rechaza cuando se olvida del pacto que hizo
Él con sus padres en el Monte Sinaí.
Si
partimos de esta idea básica, comprenderemos no sólo el pasado de ese pueblo,
sino también y de la única manera posible, su porvenir. Éste es el punto
que ha de ocuparnos aquí precisamente.
Por
principio nos abstenemos de escribir sobre el problema judío desde los puntos
de vista político, económico y racial. Esto ha sido hecho sobradamente por otros,
y por cierto no siempre con resultado satisfactorio, precisamente porque muchos,
sobre todo autores no católicos, no han tenido en cuenta lo esencial, que es
propio de este pueblo: su misión, es decir, las promesas que Dios le ha hecho
por conducto de los Profetas del Antiguo Testamento y por medio de los Apóstoles
de la Nueva Alianza. Toda la literatura
contra los judíos y sobre ellos ha sido escrita de balde, en cuanto no arranca
del fundamento bíblico de tan intrincado problema.
La
presente exposición limitase, por eso, intencionalmente a la pregunta: ¿Qué
dice la Sagrada Escritura sobre el porvenir del pueblo israelita?
No
hablamos, por consiguiente, del antisemitismo[1] — materia tan en boga en esta
época de nacionalismos—, ni de las riquezas, pocas o muchas, de los judíos,
ni de los medios por los cuales las hayan adquirido. Tampoco tratamos de las
persecuciones a que este pueblo, más que otros, ha estado expuesto y bajo las
cuales vuelve a sufrir también actualmente, al punto de cumplirse hoy literalmente
la profecía del Salmo 43, 12: “Nos
entregaste como ovejas para el matadero". Sólo hablamos aquí del aspecto
teológico de ese gran “misterio" —así lo llama San Pablo en Rom. 11, 25-
del porvenir, mejor dicho, de la cuestión escatológica de Israel.
[1] No se puede, sin el odio de un antisemita racista, aplicar I Tes. 2. 15 a
los judíos en general, y en particular a los de hoy. S. Pablo habla en el
citado lugar de los judíos que se mostraban hostiles a los cristianos en
Salónica, como en otras ciudades donde él predicó el Evangelio. Se creían,
además, superiores a los demás pueblos, y, por eso eran odiados de todos los hombres.
El Apóstol no condena al pueblo Judío en general ni para siempre, ya que él
mismo y las “columnas” de la Iglesia son de origen judío. Quien medita en Rom. 11 y especialmente en los vers. 12 y
15, notará cuán lejos está S. Pablo del antisemitismo y cuán falso es tomar sus
palabras como fundamento exegético para el antijudaísmo de hoy. Sobre la
defensa que del pueblo judío como tal hacen los
Evangelistas, trataremos en la nota final del próximo capítulo.