viernes, 7 de junio de 2013

Ester y el Misterio del Pueblo Judío, por Mons. Straubinger, Introducción.

   Nota del blog: Damos comienzo a la transcripción del pequeño pero sustancioso libro de Mons. Straubinger sobre Israel. La perspectiva desde la cual aborda el tema es parecida a la de Bloy en su "La Salvación por los judíos", pero evidentemente que los estilos son muy diferentes entre sí.
   Este libro fue publicado en 1943, es decir, en plena segunda guerra mundial y cinco años antes de la fundación del estado de Israel. Téngase esto presente a fin de poder ubicar en su propio contexto ciertas frases del docto Obispo Alemán.

Esther


El libro de Ester, cuya traducción y explicación hemos dado en las páginas precedentes, nos permite, con mayor facilidad que extensos tratados, abarcar en un golpe de vista la historia del Antiguo Testamento, en su doble aspecto: la bondad y misericordia sin límites de Dios para con su pueblo, y la indignación tremenda para éste cuando despreciaba su santa Ley.
Cada vez que el pueblo elegido abandonaba al Señor, desviándose de los caminos rectos y confiando en sus propias fuerzas, era castigado por Él y entregado a sus enemigos. Tan pronto, empero, como se arrepentía y volvía a poner su confianza en el Señor su Dios, recibía los más asombrosos auxilios, viendo siempre humillados a sus enemigos, aun cuando eran más fuertes que él. Toda la historia del Antiguo Testamento ofrece la prueba irrefutable de esta conducta paternal de Dios, que perdona y sólo corrige para sanar y salvar.
Así también lo que se narra en ese libro, respecto a Ester y Mardoqueo que salvaron a su pueblo de la perdición, no es más que un eslabón de la larga cadena de prodigios obrados por Dios en favor de su pueblo escogido, cadena que comenzó por su salvación milagrosa de la esclavitud de Egipto; que tuvo su continuación durante siglos hasta la no menos portentosa liberación de las manos de los babilonios y sirios, y que perdura aún en el otro milagro constante de la conservación de esta nación dispersa entre otras, sin patria ni altar.
Si Ester pudo salvar a su pueblo, que estaba destinado a sucumbir, fué porque Dios lo salvó; y salvólo Dios porque ella y todo su pueblo se humillaron y confiaron única y exclusivamente en la ayuda del Todopoderoso. He aquí la clave para, la comprensión  de  la historia del Antiguo Testamento y del pueblo judío en general: Dios lo bendice siempre que se hace pequeño delante de Él, como un hijo confiado; y lo rechaza cuando se olvida del pacto que hizo Él con sus padres en el Monte Sinaí.


Si partimos de esta idea básica, comprenderemos no sólo el pasado de ese pueblo, sino también y de la única manera posible, su porvenir. Éste es el punto que ha de ocuparnos aquí precisamente.
Por principio nos abstenemos de escribir sobre el problema judío desde los puntos de vista político, económico y racial. Esto ha sido hecho sobradamente por otros, y por cierto no siempre con resultado satisfactorio, precisamente porque muchos, sobre todo autores no católicos, no han tenido en cuenta lo esencial, que es propio de este pueblo: su misión, es decir, las promesas que Dios le ha hecho por conducto de los Profetas del Antiguo Testamento y por medio de los Apóstoles de la Nueva  Alianza. Toda la literatura contra los judíos y sobre ellos ha sido escrita de balde, en cuanto no arranca del fundamento bíblico de tan intrincado problema.

La presente exposición limitase, por eso, intencionalmente a la pregunta: ¿Qué dice la Sagrada Escritura sobre el porvenir del pueblo israelita?
No hablamos, por consiguiente, del antisemitismo[1] — materia tan en boga en esta época de nacionalismos—, ni de las riquezas, pocas o muchas, de los judíos, ni de los medios por los cuales las hayan adquirido. Tampoco tratamos de las persecuciones a que este pueblo, más que otros, ha estado expuesto y bajo las cuales vuelve a sufrir también actualmente, al punto de cumplirse hoy literalmente la profecía del Salmo 43,  12: “Nos entregaste como ovejas para el matadero". Sólo hablamos aquí del aspecto teológico de ese gran “misterio" —así lo llama San Pablo en Rom. 11, 25- del porvenir, mejor dicho, de la cuestión escatológica de Israel.




[1] No se puede, sin el odio de un antisemita racista, aplicar I Tes. 2. 15 a los judíos en general, y en particular a los de hoy. S. Pablo habla en el citado lugar de los judíos que se mostraban hostiles a los cristianos en Salónica, como en otras ciudades donde él predicó el Evangelio. Se creían, además, superiores a los demás pueblos, y, por eso eran odiados de todos los hombres. El Apóstol no condena al pueblo Judío en general ni para siempre, ya que él mismo y las “columnas” de la Iglesia son de origen judío. Quien medita en Rom. 11 y especialmente en los vers. 12 y 15, notará cuán lejos está S. Pablo del antisemitismo y cuán falso es tomar sus palabras como fundamento exegético para el antijudaísmo de hoy. Sobre la defensa que del pueblo judío como tal hacen los  Evangelistas, trataremos en la nota final del próximo capítulo.