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Feminidad y sacerdocio
Un
prejuicio tenaz, no siempre declarado abiertamente, empuja y anima a quienes
tachan de impropio el sacerdocio de la Virgen; y el mismo prejuicio subyace en
las vacilaciones y en la debilidad dialéctica de quienes lo estiman verdadero y
como tal lo defienden: el prejuicio de que a ninguna mujer le cuadra el
sacerdocio.
En la
doctrina cristiana, observa Laurentin, el símbolo de la mujer y del
hombre expresa la relación entre la creatura redimida y Dios. El principio
divino está representado por el hombre: iniciativa y potencia creadoras,
providencia, legislación, gobierno. La mujer representa a la naturaleza humana:
facultad receptiva y actitud de entrega, en virtud de las cuales la iniciativa
de Dios germina, florece, fructifica y se extiende multiplicada. De ahí que “la
virilidad de Cristo y la feminidad de María no constituyan, para la doctrina
cristiana un mero fenómeno histórico, sino un misterio”[1].
Constituyen
un misterio, es decir, el doble término de una intención divina cuyas
realizaciones están ante nuestros ojos, pero dejándonos ver apenas una menguada
parte de su naturaleza y de su fin. Ese parvo sector de inteligibilidad que nos
presenta el consorcio de lo masculino y lo femenino en las obras de Dios, así
en las menores como en las mayores, no entra ni se ilumina en nuestro discurso,
sino por medio de conceptos análogos. Conceptos que la experiencia y la ciencia
enriquecen y multiplican; y que la misma Sagrada Escritura ha empleado en
varios lugares del Antiguo y del Nuevo Testamento; y de manera especial en uno de
sus libros sapienciales: El mejor de los cánticos (el mal llamado “Cantar
de Cantares”, atribuido a Salomón).
Hoy
sabemos que en todos los individuos se da un mínimum normal de ingredientes
sexuales antagónicos a los del propio sexo. De manera que el varón más
equilibrado no es la suma de elementos exclusivamente masculinos; ni todo es
femenino en la mujer perfectamente tal.
Ahora
bien, conforme lo sugiere nuestra condición de espíritu encarnado, y lo enseña
en mil formas la Sagrada Escritura, el hombre ha sido hecho, con todas sus potencias
e inclinaciones naturales, para el conocimiento y el culto de Dios; de modo que
el destino de la especie es la constitución de un reino sacerdotal eterno (un
reino óntico, no jurídico): un reino de sacerdotes[2]. Mas, si lo varonil no
expresa la totalidad de lo humano en su concreto existir, tampoco expresa todo
lo que hay de sacerdotal en la naturaleza humana. Con que es necesario que en
el ejercicio del sacerdocio —no hablamos ahora del ministerio jerárquico — intervenga
de alguna manera la mujer, con lo que hay en ella de representativamente humano
frente a Dios: receptividad, misericordia, altruismo, don de sí personal.
En
la íntegra realización de sus valores, la pareja humana supera lo genital de la
sexualidad; transciende la relación biológica inferior entre machos y hembras,
sobreelevando sus diferencias características al nivel del espíritu, e
introduciéndolas, armónicamente concertadas, en la esfera de lo estético, de lo
moral y de lo sacro. El santoral católico ofrece numerosísimos ejemplos de cómo
la mujer y el varón entregados a Dios, idénticos en cuanto a la esencia de la
naturaleza y de la gracia, son diferentes y complementarios en lo existencial,
e impregnan las mismas obras de la fe con su matiz humano propio.
Tampoco
el alma humana (semejanza de Dios, como la mujer es semejanza del varón)
realiza entera su capacidad existencial sin el desposorio de la fe y de la
visión beatífica; a la cual unión se ordenan, con sus diversos fines específicos,
la vida religiosa por excelencia y el matrimonio sacramental. He ahí la causa
última de aquella soledad y decepción del primer hombre, ante las cosas por él
nombradas; de aquella ansia inocente de una presencia distinta y semejante a
él. Tal, asimismo, la razón extrema del profético entusiasmo con que nombra y
define al otro polo de la vida, lo femenino, cuando aparece junto a él, en
persona.
Semejante al misterio de Eva, derivada del varón para la plenitud de lo
varonil y manifestación cabal de lo humano, es el misterio de María y de la
Iglesia. Una y otra complementan a Cristo, para la plenitud sacerdotal de
Cristo; para la plena manifestación de lo cristiano.
En
nuestro mundo sublunar, las realidades y relaciones biológicas son obscuras
analogías, reflejos enigmáticos de realidades y relaciones de la vida eterna. Y
en el prodigioso universo interior de nuestra carne buscan unirse a la eternidad
que significan. Somos, como quien dice, cachorros del hombre y de su hembra;
pero tenernos un Padre que está en los cielos, “de quien toma su nombre — su
forma y su fin esenciales — toda familia”[3]. Y
“vestida de sol, ceñida su frente con una corona de doce estrellas”[4],
tenemos una madre divina entre la tierra y el cielo. Es más que una mujer, y
es más que la Iglesia: es la Mujer. Un poco antes de concebir por obra del Espíritu
Santo era una doncellita ignorada del mundo; pero ya era la mujer por
excelencia, la más perfecta imagen posible, en alma y cuerpo, de la concepción
mental que engendra eternamente al Verbo divino. Y así como dijo al Arcángel: Yo
soy la Virgen, (Luc. 1, 34), hubiera podido decirle (como a María Bernarda,
muchos siglos después): Yo soy la Inmaculada Concepción.
Creada
para mejor manifestar el misterio de la paternidad divina, y dada a los hombres
con la Iglesia para la plenitud sacerdotal de Cristo, no repugna a la Mujer el
sacerdocio. Lo que a ninguna mujer cuadra, ni siquiera a la Madre de Dios, es
presidir en las ceremonias del culto, explicar la doctrina y confeccionar los sacramentos,
como un ministro de la jerarquía eclesiástica. Y ello a causa del ordenamiento
natural y jurídico de la sociedad de los hombres; conforme al cual, “la mujer
tiene al varón por cabeza, el varón a Cristo, y Cristo a Dios”[5].