Lo
momentáneo, lo ligero (comparativamente a la eternidad y al peso de la gloria)
de nuestras cruces cuotidianas, padecidas in Christo et in Ecclesia, es
decir, aceptadas y ofrendadas en cuanto miembros del Cuerpo místico hace, del
más obscuro vivir cristiano una espléndida oblación; que la postrera, la del
alma a Dios, consuma y corona. No constituye un sacrificio vicario, supletorio
como el de los ministros da culto. Es nuestro, es personal como el de la
Virgen. Sus
frutos son comunes; pero sus actos son intransferibles, indelegables. Ni el mismo
Salvador se propuso suplirlos. Hizo suya nuestra pasión; la asumió y la
significó en la propia, a fin de comunicarle su virtud y su mérito; pero sin
suprimirla. “Ipsa passio Christi, licet sit aliquid signatum per alia sacrificia
figuralia, est tamen signum alicuius rei observandae a nobis”[1].
No es esa, con ser mucha toda la perfección sacerdotal que nos confiere el
bautismo. Esta se subordina a otra inmensamente mayor, que garantiza su
eficacia: la facultad de ofrecer, juntamente con el ministro celebrante, el sacrificio
del altar. Por medio del celebrante, y de consuno con él, mas no como
él:
“Que los fieles sean elevados a semejante dignidad, no es de maravillarnos.
Porque el bautismo, con el carácter que imprime en sus almas, los hace miembros
del Cuerpo místico de Cristo-Sacerdote, destinándolos al culto divino; y así
participan del sacerdocio de Cristo, de un modo adecuado a su condición”[2].
Ese
modo adecuado a su condición es, como acabamos de decirlo, el modo personal;
modo análogo al del Señor, y al de la Virgen. Análogo en su limitada esfera; pues carece de la
capitalidad transcendente, privativa del de Nuestro Señor, y de la universalidad
que el sacerdocio de la Virgen comparte con el de su Hijo.
En
virtud de su sacerdocio el simple fiel está capacitado para objetivar su
sacrificio interior uniéndolo a la ofrenda divina del sacerdote jerárquico; y
ofreciendo, en la hostia inmolada, su propia muerte bautismal.
No se
trata de una mera conveniencia, de un acto de devoción supererogatorio, que
nada substancial añade a la buena conducta de un cristiano más o menos rezador.
La agonía y la cruz de la Cabeza del Cuerpo místico miraban hacia esta
integración, hacia esta intususcepción de las agonías y muertes personales de
sus miembros, como hacia un aporte y un metabolismo necesarios a la estatura
del Cristo total: el aporte de “lo que falta a la pasión de Cristo”[3].
Nada
le falta, ciertamente, en orden al honor del Padre, al culto perfectísimo de
Dios y a la redención subjetiva de todos los hombres; pero sí en orden a la
edificación, es decir, en orden al crecimiento del reino de Dios. Y éste es el
objeto formal del sacerdocio de los fieles concorde con los fines sacramentales
del matrimonio; y más concorde aún con los de la vocación religiosa:
“Ofreceos
de vuestra parte como piedras vivientes, con que se edifique una casa espiritual
para un sacerdocio santo, a fin de ofrecer víctimas espirituales aceptas a Dios
por mediación de Jesucristo”[4].
A
ese objeto propio del sacerdocio bautismal se refieren, durante la Santa Misa,
los plurales empleados con sentido de acción y de postulación públicas, los use
el pueblo o el ministro: “Offerimus,
dice el celebrante, pro nostra et totius mundi salute”; “Orate, fratres, ut meum ac
vestrum sacrificium”, etc. “Suscipiat Dominus sacrificium de manibus
tuis, ad laudem et gloriam nominis sui, ad utilitatem quoque nostram totiusque
Ecclesiae suae sanctae”, responde el pueblo. Las colectas, secretas y postcomuniones aluden
con frecuencia, y de diversos modos, a la presencia de los fieles y a sus
hostias espirituales. Y aun al ofrecimiento que hacen de sí mismos, en orden a
la liturgia eterna:
“Propitius, Domine, quaesumus, haec dona sanctifica, et hostiae
spiritalis oblatione suscepta, nosmetipsos perfice munus aeternum, per
Christum, Dominum nostrum[5]”.
Así
mientras el sacerdocio jerárquico en la santa misa conmemora, reitera y aplica bajo
especies sensibles el sacrificio de la cruz, obrando como vicario del
sacerdocio personal de Cristo y como representante de la humanidad capitulada
en Cristo, el sacerdocio de los fieles tiende a hacer espiritualmente
efectiva, en todos y en cada uno de los miembros, la comunión con el sacrificio
capital, conforme a la unidad significada en las especies sensibles.
Los
ministros realizan — ex opere operato
— el objeto propio de su acción: por intermedio de ellos, incruentamente,
Cristo se ofrece en don total, infinidad de veces hasta el fin de los siglos,
consumado en gloria del Padre y en alimento de gloria para sus hermanos.
Los
fieles tienden a obtener — ex opere operantis — una cohesión cada vez más
estrecha con la Cabeza del Cuerpo Místico, a fin de acrecerlo “en sabiduría, en
estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres” (Luc. 2, 52).
Así
como la plenitud del sacerdocio ministerial (constitutiva de los obispos, como
sucesores de los Apóstoles) añade a los presbíteros una especial participación
de la autoridad regia del Ungido de Dios, así también el carácter de la
confirmación añade una especial investidura regia al sacerdocio del bautizado. De modo que entre el simple
bautizado y el que ha recibido además el sacramento de la confirmación se establecen
proporciones semejantes a las que colocan la consagración episcopal sobre
el simple sacramento del orden.
No
obstante la semejanza, es incorrecto afirmar que el segundo de los caracteres
sacramentales confiere una “participación sacerdotal del poder de jurisdicción”[6]. Tal aserto implica el viejo
error de considerar al sacerdocio representativo, al de la jerarquía
eclesiástica, como analogado universal de las diversas formas sacerdotales.
Es
indudable que la confirmación añade jerarquía al bautizado; mas no en sentido
jurídico propio. La potestad que confiere, con nueva luz y nueva fortaleza
sobrenaturales, es para ejercerla sobre el campo mental y pasional del propio
sujeto. El cual resulta más dueño y señor de sí mismo que el simple bautizado;
más apto para el combate interior en defensa y aumento de la gracia; y para
afrontar, sin miedo, los combates exteriores de la fe a que nos obliga el honor
de Cristo y de su Iglesia. Pero siempre en la esfera del sacerdocio, ser
en orden a la vitalidad y a la dilatación efectivas del reino. De modo que,
en cuanto confirmado, no tiene súbditos a quienes conducir, sino prójimos a
quienes edificar.
No
tiene súbditos en sentido propio; mas no deja de ejercer una autoridad moral
espontánea, correlativa a la eficacia con que se gobierna a sí mismo, y al
sitio que esa eficacia le conquista en el reino sacerdotal.
Esa
mayor proximidad a Cristo Rey con la mayor docilidad consiguiente a las
mociones del Espíritu Santo, capacitan al confirmado para una más estrecha
cooperación con la jerarquía, en el campo de sus labores propiamente pastorales.
Por
todos esos motivos — y no porque el segundo carácter sacramental nos haga
partícipes del poder de jurisdicción apostólico— son los obispos los ministros
ordinarios de la confirmación. Y es dentro de esos límites como debe ser circunscripta
la siguiente afirmación del Angélico:
“Per ordinem ad confirmationem deputantur fideles Christi ad aliqua specialia
officia quae pertinent ad officium principis; et ideo tradere huiusmodi
sacramenta pertinet ad solum episcopum, qui est quasi princeps in Ecclesla”[7].
Hay
quienes afirman que los sacrificios del simple fiel son, sin duda, de los más valiosos;
pero no de los más propios; es decir, que no les corresponde en propiedad
el nombre de sacrificios. De aquí concluyen que quienes los ofrecen, los
simples bautizados, no son propiamente sacerdotes.
Si tal
fuese la última palabra sobre nuestro asunto, el clásico texto de san Pedro
Apóstol sobre el sacerdocio de los fieles, sacerdocio destinado a ofrecer
hostias espirituales, habría de entenderse en el sentido mendaz de una
metáfora piadosa; y todo lo que hasta aquí se ha venido argumentando, acerca de
la formalidad sacerdotal de los fieles católicos, sería cosa tan cierta como
que los prados ríen[8].
Ya
hemos dicho de qué manera el sacrificio de Nuestro Señor es el signo de nuestro
sometimiento a su divina voluntad: “Signum alicuius rei observandae a nobis”[9].
En apoyo de esta doctrina, santo Tomás aduce palabras de san Pedro
(I Pedro, 4, 1-2), en las que el Apóstol exhorta a relacionar, en
pensamiento intencional religioso, las abstinencias que comporta la vida cristiana
(el desvelado amén a la voluntad de Dios), con los padecimientos de Cristo en
su carne.
Sin
esa relación de intenciones no hay sacrificio, no hay sacerdocio en acto
segundo. La consagración exterior de la ofrenda resulta eficaz (mejor dicho: nos
resulta eficaz, nos vale), merced a la forma que recibe del sacrificio interior:
del sacrificio interior de Jesucristo, a través del sacerdote vicarial, ex opere
operato; del sacrificio interior del simple fiel que hace propia la ofrenda,
y con ella hace suyos la consagración y el sacrificio, ex opere operantis.
Bien
es cierto que los actos sacerdotales de los fieles no siempre son producidos a
iniciativa de la virtud de religión. Las más de las veces tienen su origen en
la virtud de obediencia. Y siempre interviene la fe, pues ella es la que
imprime dirección y da estímulos — “regula et auriga omnium virtutum[10]”
— a todos los actos de virtud sobrenaturales.
Poco
importa la virtud de origen. No es menos esencialmente sacerdotal un
sacrificio ofrecido por movimiento espontáneo de la virtud de religión, que el
que se ofrece por acto imperado; con tal que la fe --la fe viva, la que espera
y ama—sea su regla.
Por lo
general, nuestra actividad religiosa no es extática, ni siquiera excesiva, ni siquiera
abundante. Y aun en los casos en que empezamos a honrar a Dios por puro amor a
Dios, es difícil que no llegue un momento en que debamos recurrir a la obediencia
para perseverar hasta el fin.
Por
obediencia fué imperado en el Edén, y por la misma virtud hubiera debido perseverar,
un sacrificio único, perpetuamente obligatorio. Y en obediencia, desde Belén
hasta el Calvario, llegó al cenit de todos los sacrificios la perfección sacerdotal
de los hombres, en persona de Dios[11].
El
error de los que niegan la realidad formal del sacerdocio de los fieles
destinado a ofrecer hostias espirituales, tiene su cómplice en una mala
exégesis del citado pasaje de la epístola primera de san Pedro (2, 5). Lo espiritual
de que se habla allí, como cualidad de los sacrificios del simple bautizado, no
es antitético de verdadero, no es sinónimo de impropio, ni de menos
propio; es antitético de carnal,
y se dice por oposición a la materialidad de los ritos mosaicos, por
contraste con la ceniza de la becerra y con la sangre de los toros y de los
machos cabríos. En el momento en que habla del sacerdocio santo y de las
hostias espirituales, San Pedro tiene a vista de su memoria las
palabras del Éxodo (19, 6) relativas al sacerdocio del pueblo de Yahveh; palabras
que introducirá en su discurso, cuatro versos más abajo: real sacerdocio,
nación santa. Y lo que el Apóstol se propone es mostrar la realización en
espíritu, la consumación evangélica, de aquellos símbolos materiales. Unos
treinta y cinco años antes de escribir Pedro su epístola Nuestro Señor había
anunciado la misma espiritualización del culto, con palabras equivalentes a las de su primer Vicario:
[1] S. Tomás, Summa theol. III, 48,
3 ad 2.
[10] Cognitio enim praeambula est et dirigit affectum ad expectandum
et ad desiderandum: et ideo necessario fides spem et charitatem praecedit,
tamquam regula et auriga ipsarum, et quarumlibet, tam theologicarum videlicet
quam cardinalium (...) Unio Christi ad corpus Ecclesiae est per fidem et
dilectionem” (S. Buenaventura, In III Sent. XXIII, I, 1; XIII, II, 1; Quar, III, 471,
285).