XXVIII
Sé
muy bien cuán absurdo, monstruoso y blasfematorio debe parecer imaginar un
antagonismo en el seno mismo de la Trinidad; pero no es posible, de otro modo, presentir
el inexpresable destino de los judíos,
y cuando se habla amorosamente de Dios, todas las palabras humanas parecen
leones ciegos que buscaran una fuente en el desierto.
Se
trata, realmente, de algo que los hombres pueden concebir sólo como una rivalidad.
Todas
las violaciones imaginables de lo que se ha convenido llamar la Razón pueden
aceptarse de un Dios que sufre, y cuando se sueña en lo que es necesario
creer para ser apenas un mísero perro cristiano, no significa un gran esfuerzo
conjeturar, por añadidura, "una especie de impotencia divina, provisionalmente
convenida entre la Justicia y la Misericordia con miras a una inefable
recuperación de Substancia dilapidada por el Amor"[1].
Puesto
que desde la infancia se nos enseña que hemos sido creados a imagen y semejanza
de Dios, ¿por qué ha de ser difícil presumir, como antiguamente, que en la
Esencia impenetrable debe haber algo sin pecado que nos corresponde, y
que la sinóptica desoladora de los desórdenes humanos no es sino un reflejo
tenebroso de las indecibles conflagraciones de la Luz?
Si
existe en el mundo un hecho notorio, verificado por la más rectilínea
experiencia, es la imposibilidad de unir y asociar eficazmente el Amor y la
Sabiduría. Los dos incompatibles caballos de tu coche fúnebre se han devorado
siempre mutuamente, ¡oh idéntica Humanidad! Que aquel que pueda comprender,
comprenda; pero seguramente ese misterio es el Secreto de Dios.
Y he
aquí que en este Momento viene a mí, desde los hipogeos de la memoria, un apólogo
sublime de Ernesto Hello sobre la Justicia y la Gloria, reduplicativas
denominaciones de esos dos antagonistas eternos.
Entrego
esta sorprendente parábola -que acaso jamás fue escrita y que probablemente
su autor no hubiera osado publicar— tal como éste mismo me la contó, algunos
años antes de su muerte:
A la
hora ignorada del Juicio, llega el Juez. Ante Él, los muertos resucitan, los
mares se secan, las montañas tiemblan, los ríos se disipan, los metales se
funden, las plantas y los animales desaparecen y las estrellas se precipitan
desde el fondo de los cielos para asistir a la Separación de los buenos y los
malos. El terror humano va más allá de lo que el pensamiento puede concebir.
—Tuve
hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era peregrino,
y no me recogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis; enfermo y cautivo, y
no me visitasteis...[2]
Ese es
todo el Juicio, espantosamente infalible, espantosamente inapelable.
Pero
he aquí que un hombre se presenta, un ser horrible, negro de blasfemias y de
iniquidades.
Es
el único que no ha tenido miedo.
Es
aquel, aquel mismo, que fue maldecido con las maldiciones del cielo, maldecido
con las maldiciones de la tierra, maldecido con las maldiciones del abismo.
Es
aquel por quien la maldición descendió hasta el centro del globo, para encender
allí la cólera que debía dormir hasta el Día del gran Juicio.
Es
aquel que fue maldecido por los clamores del Pobre, más terribles que el rugido
de los volcanes.
Es
aquel de quien los cuervos de los torrentes han dicho a los guijarros que
ruedan en el fondo de los ríos, que fue maldecido por todos los soplos que
pasan sobre los campos en flor...
Fue
maldecido por la blanca espuma de las olas que bate la tempestad, por la serenidad
del ciclo azul, por la Dulzura y el Esplendor, por el humo que se eleva de las
chozas a la hora de la comida de los seres humildes...
Y
como si todo eso no bastara fue maldecido, en su infame corazón por AQUEL que tiene
necesidad, que tiene eternamente
necesidad, y a quien jamás socorrió.
Acaso
se llama Judas, pero los Serafines, que son los más altos Ángeles, no podrían
pronunciar su nombre.
Tiene
el aire de marchar en medio de una columna de bronce.
Nada
lo salvará. Ni las súplicas de María, ni los brazos en cruz de todos los
Mártires, ni las alas desplegadas de los Querubines y de los Espíritus Bienaventurados...
Está,
pues, condenado, ¡y con qué condena!
—Apelo!
—exclama.
¡Apelo!...
Ante esta palabra inaudita, los astros se extinguen, los montes se hunden en
los mares, el Rostro mismo del Juez se oscurece. Sólo la Cruz de Fuego ilumina
al universo.
— ¿Ante
quién apelas tú de mi Justicia? —pregunta Nuestro Señor Jesucristo al réprobo.
— ¡Apelo de tu JUSTICIA ante tu GLORIA!
[1] León Bloy, El Desesperado,
pág. 37, edición Mundo Moderno, Buenos Aires.
[2] Mateo, XXV, 35-36.