El Discurso Parusíaco V: Derribando mitos, I Parte.
En la III Parte desta serie concluíamos diciendo: “Creemos que desta manera el discurso fluye
más naturalmente ya que es difícil creer que, habiendo anunciado en el Templo su
destrucción y en presencia del pueblo allí reunido, todos se quedaran, sin
embargo, callados y no quisieran conocer ningún pormenor; así, pues, desta
manera se evitan teorías un poco extrañas como decir que los Apóstoles identificaban
la ruina del Templo con el fin del siglo y que por lo tanto preguntaron todo
confusamente y que Nuestro Señor mismo respondió incluso algo confusamente.
Creemos que no es necesario tampoco hacer alusión al tipo y al anti-tipo.
La solución parece ser mucho más sencilla… etc”
Es decir, combatíamos dos opiniones muy en boga entre los autores, a saber:
la identificación de la destrucción del Templo con el fin del Siglo por parte
de los Judíos y de los Apóstoles y por otra parte el uso de la figura del Tipo
y Anti-tipo. Desta forma buscan los autores explicar las diferencias en los
discursos entre los Evangelistas.
Creemos, no sólo que esto no es necesario para explicar estas
diferencias sino que además estas teorías no resuelven ninguna de las
dificultades, sino que por el contrario plantean otras más.
En esta primera parte vamos a decir dos palabras sobre la primera destas
afirmaciones.
Quien lee los principales comentarios al llamado “Discurso Parusíaco”
observa muy a menudo una cita de Maldonado, que en su comentario a Mt
XXIV, 5 dice:
“Los apóstoles estaban persuadidos de que, enseguida que se destruyese
el Templo, había de aparecer Cristo y sobrevenir el fin del mundo. La duda
y obscuridad de este pasaje se encuentra en precisar si Cristo al
responder se refiere a la destrucción de Jerusalén, a su venida o al fin del
mundo. Los autores antiguos lo refieren unánimes al fin del mundo (Ireneo,
Hilario, Gregorio). Aunque algunos de ellos piensan que hasta el v. 23
se habla del fin de Jerusalén (Crisóstomo, Teofilacto y Eutimio).
A mí me gusta un término medio: el que siguieron Agustín, Jerónimo y Beda.
Y es que Cristo respondió confusamente, como confusamente
habían preguntado los apóstoles. Y tengo para mí que lo hizo con toda premeditación
y con divino consejo, para que no pudieran deducir la fecha del fin del mundo.
Ellos pensaban que el fin del mundo y el de Jerusalén estaban íntimamente
unidos. No quiso Cristo sacarlos de su error, no fuera que después de ver
destruido el templo, notando que se tardaba la catástrofe final, se asegurasen.
Pero el diligente y avisado lector debe, con fina crítica, distinguir lo que el
Salvador dice respecto de cada uno de los magnos acontecimientos…”. (Énfasis nuestro).
Hasta aquí Maldonado citado por los exégetas, que no hacen más
que repetirse unos a otros.
La verdad que el confundido es él. Parafraseando a Castellani
bien podemos decir: “francamente hablando, estas son macanas”, con perdón del
comentador andaluz que tanto respeto nos merece.
Ni Maldonado ni nadie se toman la molestia de probar la afirmación
de que los Apóstoles preguntaron confusamente. Mucho menos aún se toman
la molestia de demostrar la peregrina afirmación de que Jesucristo
respondió confusamente. La frase final: “no quiso Cristo sacarlos
de su error, no fuera que después de ver destruido el templo, notando que se
tardaba la catástrofe final, se asegurasen”, a decir verdad no tiene sentido
alguno, antes bien lo contrario es verdadero, pues si Cristo les dejó
en su error de creer contemporáneos ambos sucesos, entonces viendo uno
creerían inminente el otro y se desalentarían al ver que no llegaría, etc.
Sobre lo que sí estaban equivocados los Apóstoles era sobre el tiempo
(no el hecho en sí) en el que tendría lugar el reino de Jesucristo,
es decir, cuándo comenzaría su reinado de facto, o, lo que es lo
mismo, el llamado Reino Milenario, y es por eso que le preguntaron antes de la
Ascensión: “¿Señor es este el tiempo en que restableces el Reino para
Israel?”, (Hech. I. 6) ante lo cual Nuestro Señor les indicó que no les
incumbía a ellos conocer “los tiempos y momentos” fijados por el Padre sino que
en cambio les reveló por medio del Espíritu Santo en Pentecostés “el misterio
de la Iglesia, previsto de toda la eternidad, pero oculto hasta entonces en el
plan divino; y sin el cual no podrían cumplirse las promesas de los profetas,
como lo explicó Santiago en el Concilio de Jerusalén (Hech. XV, 14-18; Heb. XI, 39
s., Rom. XI, 25, Ef. III, 9; Col. I, 26)” (Straubinger). Todo lo cual les resumió admirablemente en dos
palabras diciéndoles que serían sus testigos “hasta los extremos de la tierra”
(v. 8).
Que ni
los judíos ni, consiguientemente, los Apóstoles podían creer contemporáneos
ambos sucesos puede inferirse por algunos lugares de las Escrituras.
1) Así como el Templo de Salomón
había sido destruido, nada prohibía pensar que el Templo de Zorobabel también
lo fuera. No había promesa alguna en toda la Escritura de que ese Templo iba a
durar por siempre.
2) En el Templo de Zorobabel
no entró la Gloria de Dios[1],
como sí lo hizo con el Tabernáculo de Moisés (Ex. XL, 34 s) y con
el Templo de Salomón (III Reyes VIII, 10 s.).
3) La formidable profecía de las LXX
Semanas que San Gabriel le comunicó a Daniel, cuando ya
había sido destruido el Templo de Salomón, claramente indicaba la destrucción
de un Templo posterior.
IX,
26: “Y el pueblo
de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el Santuario…”.
4) De hecho, después de ese
acontecimiento la profecía continúa hablando de otro Templo al decir:
IX,
27: “El confirmará el
pacto con muchos durante una semana, y a la mitad de la semana cesará el
sacrificio y la oblación; y sobre el Santuario vendrá una abominación
desoladora, hasta que la consumación decretada se derrame sobre el
devastador.”.
5) Por otra parte sí estaba
profetizada la erección de un nuevo Templo en los últimos 9 capítulos de Ezequiel.
Templo majestuoso que está detallado en todas sus partes y del cual se afirma
que volverá la Gloria de Yahvé (XLIII, 1 ss).
Este
Templo será construido después de los sucesos anunciados previamente por el
mismo Ezequiel como son: retorno a la tierra de sus padres previa la
dispersión entre las naciones (XXXVI), conversión (XXXVII) y
guerra de Gog-Magog (XXXVIII-XXXIX).
De
hecho lo que hizo Nuestro Señor Jesucristo en los dos discursos (Lc.
XXI y Mt. XXIV-Mc XIII) fue desarrollar la profecía de las LXX
Semanas en lo que tenía todavía de profética, a saber: los versículos 26
(discurso de Lc) y 27 (Mt-Mc)[2].
6) Por último, la precisión
con la que preguntan los Apóstoles (e incluso los discípulos) es más bien un signo
de que en modo alguno confundieron ambos sucesos sino que sabían perfectamente
bien de lo que hablaban.
En Lc
vemos que los discípulos preguntan cuándo iba a suceder y cuál será el
signo.
En Mt
(y Mc), en cambio, los Apóstoles preguntan cuándo tendrá lugar la Parusía
y la consumación del siglo y cuál será el signo.
En conclusión:
al creer que se trataba de un solo discurso los exégetas se han visto en la
necesidad de suponer, por no decir inventar, algo sobre el cual no dan
prueba alguna y que además contradice las profecías del Antiguo Testamento y el
mismo pasaje evangélico sobre el Discurso Parusíaco
¿Quién
no ve que la solución que damos resuelve en forma súmamente sencilla, no sólo
esta sino también otras dificultades?
Valete!
[1] Esto es, por lo menos, ambiguo, pero preferimos seguir aquí la opinión
general. De lo contrario nos veríamos forzados a extendernos en demasía sobre
este punto que es súmamente interesante y que merecería un estudio aparte.