Abraham y los tres Ángeles, por G. Doré. |
XXX
LA PRIMERA ESPECULACIÓN JUDÍA
—El
clamor de Sodoma y Gomorra se ha multiplicado —dijo el Señor— y su culpa se ha
agravado infinitamente[1].
Estas
palabras fueron dirigidas confidencialmente a Abraham, a continuación de
la promesa de un Hijo, en quien todos los pueblos de la tierra serían bendecidos.
Promesa que hizo reír a la vieja Sara "detrás de la puerta del
tabernáculo", como había hecho reír algunos días antes, al centenario Abraham.
La
risa es muy rara en las Escrituras. Abraham y Sara, esos dos antepasados de la
dolorosa María, Madre de las Lágrimas, son los encargados de iniciarla, y esta
circunstancia misteriosa es tan importante, que el nombre de la primera rama
del roble genealógico de la Redención, en el momento en que este árbol sale de
la tierra, es precisamente Isaac que significa Risa.
Es en
circunstancias en que vibra todavía en el aire esa risa sorprendente cuando
Dios habla a su Patriarca del clamor de las ciudades culpables y comienza la
sublime historia de los cincuenta justos.
La
belleza infinita de ese pasaje inspira tanto respeto y tan tenebrosa
admiración, que parece casi imposible tratar de comentarlo sin incurrir en
blasfemia.
Hay
que tener presente que era en el comienzo de todo y que el Pueblo elegido vale
decir, la Iglesia militante, acababa de ser convocado.
* * *
Abraham,
el imponente Padre de la muchedumbre, el Hombre único, de quien Noé fue
apenas la imagen, y en cuyo Seno las almas vivientes de los justos debían amparar
un día su gloria, recibe cierta vez en su tienda a las Tres Personas divinas,
que se le aparecieron en el valle de Mamré, a la hora del gran
"fervor" del día[2].
En
su celo por ofrecerles hospitalidad, el Abuelo de María multiplica los signos y
las manifestaciones y, después de una serie de actos que hacen pensar en el
Sacrificio de la Misa, termina por quedar de pie, cerca de ellos, debajo del
árbol.
Es
la hora de la renovación de la Promesa. El Señor volverá en el momento anunciado, y Sara, la habitante
del tabernáculo, tendrá un Hijo. Moisés, David Salomón y los diecisiete Profetas
de la ley de espera, no tendrán otra cosa que hacer en lo sucesivo que repetir
en ecos el anuncio beatífico del nacimiento del verdadero Hijo de Abraham,
que será el Salvador de los otros.
Después
de semejante don, en el que, por así decirlo, la Ternura infinita se ha agotado,
el mismo Señor "no puede" ya ocultar nada a aquel a quien ama, y le
hace conocer su terrible propósito de arrasar a Sodoma y Gomorra, cuyo clamor
ha llegado hasta Él.
La
especie de metonimia escrituraria empleada aquí para expresar la enormidad inaudita
del pecado que Dios va a castigar, deja en el pensamiento una singular impresión.
Parecería que el crimen tiene la voz de la inocencia y que la abominación de Sodoma
clama como la sangre de Abel.
—Yo
descenderé —dice el temible interlocutor— y veré si sus obras responden al
clamor que ha llegado hasta mí. Quiero saber si es o no es así.
Estas últimas
palabras son una incitación inefablemente paternal a la audaz interpretación
que vendrá luego. Lo que el Señor quiere ver, sobre todo, es la humildad de
su servidor, humildad que brillará más cuanto más apremiantes y, en apariencia,
más temerarios sean sus ruegos. He ahí para qué descenderá y es ese
prodigio de su Gracia lo que quiere testimoniarse a Sí mismo.
Para
apreciar la sublimidad de esta escena, no está de más pensar en lo que Jesús expresa
tan profundamente cuando habla del "Seno de Abrahán"[3].
El Patriarca lleva en sí a Jerusalén y suplica con toda la fuerza de la Bendición
universal que acaba de recibir, proyectando así esa parábola infinita de
proféticos éxtasis, que comienza en él y que, después de recorrer toda la peregrinación
de Jacob, termina en el esplendor del último versículo del "Magnificat”.
Sodoma
es la ciudad del Secreto y Gomorra la
ciudad de la Rebelión[4].
Ambas parecen representar dos formas desconocidas del atentado contra el Amor,
con agravación especial para la primera, en favor de la cual Abraham intercede
particularmente, como si la salvación de los rebeldes dependiera del perdón que
se acordara a los clandestinos y a los idólatras.
No
debiendo hablar María más que seis veces en el Evangelio, Abraham, encargado de
representar la intercesión de esta Madre de los vivientes, sólo pedirá seis
veces la absolución de los culpables, y la pedirá no para que el crimen sea perdonado,
sino para que "el justo no sea envuelto en el castigo del
impío".
— Si
hay cincuenta justos en la ciudad, en la verdadera Ciudad que será el
Corazón de vuestra Madre, ¿no perdonaréis? Cincuenta codos tenía todo el
ancho del Arca donde la raza humana fue salvada[5]. No, no haréis eso; no es
posible que exterminéis al justo con el impío y que el inocente sea tratado
como el culpable. Eso no sería digno del juez de toda la tierra. No, no podéis,
de ningún modo, condenar así[6].
— Si
hay en Gomorra cincuenta justos, perdonaré a toda la ciudad por el amor de ellos,
responde el Señor.
Abraham se repliega sobre sí mismo. Bien
sabe que no es más que "ceniza y polvo"; pero, puesto que ha
comenzado, ¿por qué no ha de seguir hablando a su Señor?
— ¿Y
si faltaran cinco para ser los cincuenta? — aventura—. ¿Destruiríais toda la ciudad
porque no hay en ella sino cuarenta y cinco justos?
El
Señor considera, a su vez, que siendo omnipotente podría destruirlo todo, pero
que bastarían cuarenta y cinco columnas perfectamente rectas y
magníficas para sostener la cúpula del palacio místico de Salmón[7],
y promete no castigar a la ciudad si hay en ella cuarenta y cinco justos.
Pero Abraham
habla una tercera vez:
— Y
si no hay más que cuarenta, ¿qué haréis? ¿Qué haréis, Señor? El Diluvio
duró cuarenta días y otras tantas noches al cabo de los cuales cerrasteis las
fuentes del abismo; vuestro pueblo está predestinado a lamentarse cuarenta
años en el desierto antes de llegar a la tierra de promisión; Ezequiel, el
vidente de vuestra gloria y bedel de vuestros Evangelistas anunciará dentro de
algunos siglos que asumiréis las iniquidades de Judá durante los cuarenta
días de vuestro ayuno[8]
¿Qué haréis de Sodoma si encontráis en
ella tantos justos como veces está contenida Vuestra inconcebible Unidad divina
en el número simbólico de la Penitencia?
— Por
consideración al número cuarenta accederé a no destruirla.
—Perdonadme
que insista — prosigue el Patriarca—. ¿Y si no hay más que treinta justos,
que sucederá, Señor? Recordad que el Arca que llevaba en sus entrañas la Reconciliación[9]
sólo tenía treinta codos de altura[10].
Vos mismo habéis dado esa medida al justo Noé y ese será precisamente el número
miserable de los dineros que servirán un día para pagar vuestro Sacrificio,
cuando haya en el mundo una total penuria de holocausto capaces de apaciguaros.
—Si
encuentro en Sodoma treinta justos, nada haré — responde el Señor.
Seguir
insistiendo sería evidentemente temerario. Un hombre de mucha prudencia y de
poca fe, se detendría allí. Sin embargo, Abraham espera todavía. Piensa,
como David, que no es posible que Dios renuncie a su misericordia y ahogue su
clemencia en su furor.[11].
Y eso hace que este hombre de todos los comienzos se resuelva:
— Puesto
que he comenzado, seguiré hablando a mi Señor. Y si no encontráis más que veinte,
¿qué pasará? Si no hubieran más que veinte hijos verdaderamente fieles en el
corazón de la Madre que debo daros un día, ¿qué haríais? ¿Acaso vuestra santa
Morada se desplomaría si sólo veinte columnas de bronce con capiteles de
plata cincelada[12]
sostuvieran el atrio de vuestro Tabernáculo? Pero eso no es todo, Señor. Bien
sabéis que también seréis vendido en la persona de mi bisnieto José, esta vez a
los madianitas, vale decir, a gente de justicia[13],
y que sólo darán por Vos veinte piezas de plata, ¡oh mi Dios!
— Si
sólo hay veinte justos, por consideración a ese número no castigaré — dice el
Señor.
La
Escritura llama a Abrahán el "predilecto" de Dios... Le queda una
última plegaria en el corazón. Una plegaria tanto más difícil porque es absolutamente
igual á todas. Pero es preciso que la diga. Después de todo, ¿no es de él de
quien debe salir un día Aquella cuyos senos y entrañas serán llamados
bienaventurados? A tal título, puede osarlo todo.
— Perdonadme,
Señor, que insista una vez más, una sola vez — dice— ¿Qué haréis si sólo
encontráis diez justos en la ciudad? ¿Acaso no debe acontecer un día que
diez hombres, “diez hombres de todas las lenguas", llegados para
buscar el Rostro de Dios, se asirán a la túnica
de un Judío y le dirán: "Queremos ir contigo, porque Dios
está con vosotros"?...[14]
¿Esos diez hombres no son tan necesarios para vuestros designios como los Diez
Mandamientos de la Ley que escribiréis con vuestra mano en el Sinaí formidable?
En
el luminoso crepúsculo de su oración de profeta, el Patriarca entrevé sin duda,
a esos diez forasteros del fin de los
fines... ¡Ah! Si el Señor los encontrara en Sodoma la ciudad del misterio, ¿no
se vería obligado a perdonar?
Y
perdona, en efecto, comprometiéndose a no destruirla si hay allí diez justos.
Aquí
termina el diálogo entre la Omnipotencia vengadora y la Omnipotencia
suplicante.[15]
El Señor, vencido seis veces, deja de hablar a Abraham y se marcha, como
si temiera ser vencido una séptima y no poder luego
"reposase" en su
justicia.
[1] Génesis, XVIII, 20.
[2] Génesis, XVIII, 1 y 2. El texto habla de tres hombres, tres viri stantes, y Abraham les habla constantemente en singular.
¿No debe sacarse en conclusión de esta circunstancia y de las muestras
extraordinarias de respeto que les da, que el patriarca se sabía en presencia
de Dios mismo? Muchos Padres lo han creído así. El Concilio de Sirmich anatematizó a aquellos que
dijeran que Abraham no había visto al Hijo, y la Iglesia hace suyo ese
dictamen, puesto que canta en su oficio: Tres vidi
et Unum adoravit. San Agustín dice (serm.
70, de tempora): In eo quod tres vidit, Trinitatis mysterium
intellexit. Quod autem quasi unum adoravit, in tribus personis Unum Deum esse
cognovit”.