martes, 21 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXX

Abraham y los tres Ángeles, por G. Doré.

XXX

LA PRIMERA ESPECULACIÓN JUDÍA


—El clamor de Sodoma y Gomorra se ha multiplicado —dijo el Señor— y su culpa se ha agravado infinitamente[1].
Estas palabras fueron dirigidas confidencialmente a Abraham, a continuación de la promesa de un Hijo, en quien todos los pueblos de la tierra serían bendecidos. Promesa que hizo reír a la vieja Sara "detrás de la puerta del tabernáculo", como había hecho reír algunos días antes, al centenario Abraham.
La risa es muy rara en las Escrituras. Abraham y Sara, esos dos antepasados de la dolorosa María, Madre de las Lágrimas, son los encargados de iniciarla, y esta circunstancia misteriosa es tan importante, que el nombre de la primera rama del roble genealógico de la Redención, en el momento en que este árbol sale de la tierra, es precisamente Isaac que significa Risa.
Es en circunstancias en que vibra todavía en el aire esa risa sorprendente cuando Dios habla a su Patriarca del clamor de las ciudades culpables y comienza la sublime historia de los cincuenta justos.
La belleza infinita de ese pasaje inspira tanto respeto y tan tenebrosa admiración, que parece casi imposible tratar de comentarlo sin incurrir en blasfemia.
Hay que tener presente que era en el comienzo de todo y que el Pueblo elegido vale decir, la Iglesia militante, acababa de ser convocado.


* * *

Abraham, el imponente Padre de la muchedumbre, el Hombre único, de quien Noé fue apenas la imagen, y en cuyo Seno las almas vivientes de los justos debían amparar un día su gloria, recibe cierta vez en su tienda a las Tres Personas divinas, que se le aparecieron en el valle de Mamré, a la hora del gran "fervor" del día[2].
En su celo por ofrecerles hospitalidad, el Abuelo de María multiplica los signos y las manifestaciones y, después de una serie de actos que hacen pensar en el Sacrificio de la Misa, termina por quedar de pie, cerca de ellos, debajo del árbol.
Es la hora de la renovación de la Promesa. El Señor volverá en  el momento anunciado, y Sara, la habitante del tabernáculo, tendrá un Hijo. Moisés, David Salomón y los diecisiete Profetas de la ley de espera, no tendrán otra cosa que hacer en lo sucesivo que repetir en ecos el anuncio beatífico del nacimiento del verdadero Hijo de Abraham, que será el Salvador de los otros.
Después de semejante don, en el que, por así decirlo, la Ternura infinita se ha agotado, el mismo Señor "no puede" ya ocultar nada a aquel a quien ama, y le hace conocer su terrible propósito de arrasar a Sodoma y Gomorra, cuyo clamor ha llegado hasta Él.
La especie de metonimia escrituraria empleada aquí para expresar la enormidad inaudita del pecado que Dios va a castigar, deja en el pensamiento una singular impresión. Parecería que el crimen tiene la voz de la inocencia y que la abominación de Sodoma clama como la sangre de Abel.

—Yo descenderé —dice el temible interlocutor— y veré si sus obras responden al clamor que ha llegado hasta mí. Quiero saber si es o no es así.

Estas últimas palabras son una incitación inefablemente paternal a la audaz interpretación que vendrá luego. Lo que el Señor quiere ver, sobre todo, es la humildad de su servidor, humildad que brillará más cuanto más apremiantes y, en apariencia, más temerarios sean sus ruegos. He ahí para qué descenderá y es ese prodigio de su Gracia lo que quiere testimoniarse a Sí mismo.
Para apreciar la sublimidad de esta escena, no está de más pensar en lo que Jesús expresa tan profundamente cuando habla del "Seno de Abrahán"[3]. El Patriarca lleva en sí a Jerusalén y suplica con toda la fuerza de la Bendición universal que acaba de recibir, proyectando así esa parábola infinita de proféticos éxtasis, que comienza en él y que, después de recorrer toda la peregrinación de Jacob, termina en el esplendor del último versículo del  "Magnificat”.
Sodoma es la ciudad del Secreto y  Gomorra la ciudad de la Rebelión[4]. Ambas parecen representar dos formas desconocidas del atentado contra el Amor, con agravación especial para la primera, en favor de la cual Abraham intercede particularmente, como si la salvación de los rebeldes dependiera del perdón que se acordara a los clandestinos y a los idólatras.
No debiendo hablar María más que seis veces en el Evangelio, Abraham, encargado de representar la intercesión de esta Madre de los vivientes, sólo pedirá seis veces la absolución de los culpables, y la pedirá no para que el crimen sea perdonado, sino para que "el justo no sea envuelto en el castigo del impío". 

— Si hay cincuenta justos en la ciudad, en la verdadera Ciudad que será el Corazón de vuestra Madre, ¿no perdonaréis? Cincuenta codos tenía todo el ancho del Arca donde la raza humana fue salvada[5]. No, no haréis eso; no es posible que exterminéis al justo con el impío y que el inocente sea tratado como el culpable. Eso no sería digno del juez de toda la tierra. No, no podéis, de ningún modo, condenar así[6].

— Si hay en Gomorra cincuenta justos, perdonaré a toda la ciudad por el amor de ellos, responde el Señor.

Abraham se repliega sobre sí mismo. Bien sabe que no es más que "ceniza y polvo"; pero, puesto que ha comenzado, ¿por qué no ha de seguir hablando a su Señor?

— ¿Y si faltaran cinco para ser los cincuenta? — aventura—. ¿Destruiríais toda la ciudad porque no hay en ella sino cuarenta y cinco justos?
El Señor considera, a su vez, que siendo omnipotente podría destruirlo todo, pero que bastarían cuarenta y cinco columnas perfectamente rectas y magníficas para sostener la cúpula del palacio místico de Salmón[7], y promete no castigar a la ciudad si hay en ella cuarenta y cinco justos.

Pero Abraham habla una tercera vez:

— Y si no hay más que cuarenta, ¿qué haréis? ¿Qué haréis, Señor? El Diluvio duró cuarenta días y otras tantas noches al cabo de los cuales cerrasteis las fuentes del abismo; vuestro pueblo está predestinado a lamentarse cuarenta años en el desierto antes de llegar a la tierra de promisión; Ezequiel, el vidente de vuestra gloria y bedel de vuestros Evangelistas anunciará dentro de algunos siglos que asumiréis las iniquidades de Judá durante los cuarenta días de vuestro ayuno[8] ¿Qué haréis de Sodoma si  encontráis en ella tantos justos como veces está contenida Vuestra inconcebible Unidad divina en el número simbólico de la Penitencia?

— Por consideración al número cuarenta accederé a no destruirla.

—Perdonadme que insista — prosigue el Patriarca—. ¿Y si no hay más que treinta justos, que sucederá, Señor? Recordad que el Arca que llevaba en sus entrañas la Reconciliación[9] sólo tenía treinta codos de altura[10]. Vos mismo habéis dado esa medida al justo Noé y ese será precisamente el número miserable de los dineros que servirán un día para pagar vuestro Sacrificio, cuando haya en el mundo una total penuria de holocausto capaces de apaciguaros.

—Si encuentro en Sodoma treinta justos, nada haré — responde el Señor.

Seguir insistiendo sería evidentemente temerario. Un hombre de mucha prudencia y de poca fe, se detendría allí. Sin embargo, Abraham espera todavía. Piensa, como David, que no es posible que Dios renuncie a su misericordia y ahogue su clemencia en su furor.[11]. Y eso hace que este hombre de todos los comienzos se resuelva:

— Puesto que he comenzado, seguiré hablando a mi Señor. Y si no encontráis más que veinte, ¿qué pasará? Si no hubieran más que veinte hijos verdaderamente fieles en el corazón de la Madre que debo daros un día, ¿qué haríais? ¿Acaso vuestra santa Morada se desplomaría si sólo veinte columnas de bronce con capiteles de plata cincelada[12] sostuvieran el atrio de vuestro Tabernáculo? Pero eso no es todo, Señor. Bien sabéis que también seréis vendido en la persona de mi bisnieto José, esta vez a los madianitas, vale decir, a gente de justicia[13], y que sólo darán por Vos veinte piezas de plata, ¡oh mi Dios!

— Si sólo hay veinte justos, por consideración a ese número no castigaré — dice el Señor.

La Escritura llama a Abrahán el "predilecto" de Dios... Le queda una última plegaria en el corazón. Una plegaria tanto más difícil porque es absolutamente igual á todas. Pero es preciso que la diga. Después de todo, ¿no es de él de quien debe salir un día Aquella cuyos senos y entrañas serán llamados bienaventurados? A tal título, puede osarlo todo.

— Perdonadme, Señor, que insista una vez más, una sola vez — dice— ¿Qué haréis si sólo encontráis diez justos en la ciudad? ¿Acaso no debe acontecer un día que diez hombres, “diez hombres de todas las lenguas", llegados para buscar el Rostro de Dios, se asirán a la túnica  de un Judío y le dirán: "Queremos ir contigo, porque Dios está con vosotros"?...[14] ¿Esos diez hombres no son tan necesarios para vuestros designios como los Diez Mandamientos de la Ley que escribiréis con vuestra mano en el Sinaí formidable?

En el luminoso crepúsculo de su oración de profeta, el Patriarca entrevé sin duda, a  esos diez forasteros del fin de los fines... ¡Ah! Si el Señor los encontrara en Sodoma la ciudad del misterio, ¿no se vería obligado a perdonar?
Y perdona, en efecto, comprometiéndose a no destruirla si hay allí diez justos.
Aquí termina el diálogo entre la Omnipotencia vengadora y la Omnipotencia suplicante.[15] El Señor, vencido seis veces, deja de hablar a Abraham y se marcha, como si temiera ser vencido una séptima y no poder  luego  "reposase"  en su justicia.


[1] Génesis, XVIII, 20.

[2] Génesis, XVIII, 1 y 2. El texto habla de tres hombres, tres viri stantes, y Abraham les habla constantemente en singular. ¿No debe sacarse en conclusión de esta circunstancia y de las muestras extraordinarias de respeto que les da, que el patriarca se sabía en presencia de Dios mismo? Muchos Padres lo han creído así. El Concilio de Sirmich anatematizó a aquellos que dijeran que Abraham no había visto al Hijo, y la Iglesia hace suyo ese dictamen, puesto que canta en su oficio: Tres vidi et Unum adoravit. San Agustín dice (serm. 70, de tempora): In eo quod tres vidit, Trinitatis mysterium intellexit. Quod autem quasi unum adoravit, in tribus personis Unum Deum esse cognovit”.

[3] Luc. XVI, 22 y 23.

[4] Tal es el sentido hebraico de estos dos nombres.

[5] Gen. V, 15.

[6] Gen. XVIII, 25.

[7] III Rey. VII, 3.

[8] Ez. IV, 6.

[9] Eclesiástico, XLIV, 17.

[10] Génesis, VI, 15.

[11] Salmo, LXXVI, 9-10.

[12] Éxodo, XXVII, 9-10.

[13] "Madián" significa juicio e implica la idea de litigio.

[14] Zac. VIII, 23.

[15] Omnipotente suplex. Este nombre magnífico de la Virgen fue revelado por San Bernardo.