XXXII
Pero
ese instinto de mercantilismo y de trapacería, despojado de sus conexiones
misteriosas, no fue ya desde entonces sino una áspera pendiente que descendía a
los lugares más bajos de la avaricia y la concupiscencia.
La
Cobarde "suplantación" del pobre coloso Esaú, ante quien Jacob,
fuerte sólo contra Dios, jamás dejó de temblar, y el despojo universal de los
egipcios, se convirtieron en funciones corrientes, inaptas para prefigurar otra
cosa que el castigo definitivo, cuya forma, ignorada sin embargo, será
tal que aquel que la conozca por confidencia del Espíritu Santo, sabrá, seguramente,
el indescifrable secreto del desenlace de la Redención.
Incontenibles
en su caída, rodaron hasta el último peldaño en la Escalera de los Gigantes de
la ignominia.
No
habiendo retenido de su patrimonio soberano otra cosa que el simulacro
del poder, que es el Oro, este metal infortunado, convertido entre sus garras
de aves de presa en una inmundicia, fue obligado a trabajar a su servicio
en el embrutecimiento del mundo. Y en el temor de que este servidor exclusivo
se les escapara, lo encadenaron ferozmente y se encadenaron a él con cadenas
monstruosas que dan siete vueltas a sus corazones, empleando así su duro despotismo
para convertir a su esclavo en instrumento de su propia esclavitud.
Y
el alma de los pueblos se contaminó a la larga, de su pestilencia.
Puesto
que habían esperado más de dos mil años una oportunidad para crucificar al
Verbo de Dios, bien podían seguir esperando diecinueve veces cien años más que
una colosal explosión de la Desobediencia transformara en cerdos a los
adoradores de esa Palabra dolorosa, para que a Israel, que había disipado su substancia,
le quedara, al menos, la piará del "Hijo Pródigo".
Y así
fue, en efecto, y se convirtió en pastor de ella.
Los
pueblos cristianos renegados se entregaron a él, contaminados de la lepra
blanca de su sucio dinero, y los poderosos mercenarios, descendiendo
humildemente de sus viejos tronos, se arrastraron a sus pies, entre deyecciones.
Así
quedó cumplida literalmente, en lo absoluto de la irrisión y del sacrilegio, la
profecía del Deuteronomio: “Prestarás a interés a muchos, y tú no necesitarás
que nadie te preste; serás señor de muchísimos pueblos, y nadie tendrá
dominio sobre ti.[1]
Ese
imperio del dinero, que hace parpadear de indignación al blanco vicario
de Cristo y que me da la impresión —creo que harto lo he dicho— de un
insondable arcano, es aceptado a tal punto por los sublimes desinteresados de
la Edad Media, que aquellos que sueñan con la humillación de los Judíos están obligados
a pedirla en nombre del propio fango, vencido por la cloaca superior de esos
verminosos forasteros.
Sólo
los amantes de la Pobreza, los buenos menesterosos de la penitencia voluntaria si alguno queda,
tendrían acaso el derecho de execrarlos por haber oxidado con plata el viejo oro purísimo de los
tabernáculos vivientes del Espíritu Santo; por haber amalgamado innoblemente su
alma sórdida con el alma generosa de los pueblos sin perfidia, que los Santos
habían formado "como las abejas forman los panales de su miel"; por
haber, en fin, y sobre todo, con menosprecio de las Normas eternas y por medio
de una espantosa dilatación de la Envidia, sugerido entre los pueblos cristianos
la substitución de los Mandamientos del Señor con los mandamientos fratricidas
del Mal Pobre.
Porque
es innegable que en este siglo en que su poder de envilecimiento resplandece
más que nunca, han hecho bajar diabólicamente el nivel del hombre.
A
ellos se debe el triunfo de la moderna concepción del objeto de la vida
y la exaltación del crapuloso entusiasmo por los Negocios.
A
ellos se debe que esa álgebra de ignominias que se llama crédito haya
reemplazado definitivamente al antiguo honor, que bastaba a las almas caballerescas
para cumplirlo todo.
Y
como si ese pueblo extraño, condenado, pase lo que pase, a ser siempre en cierto
sentido, el Pueblo de Dios, no pudiera hacer nada sin dejar traslucir de
inmediato algún reflejo de su eterna historia, la Palabra viviente y misericordiosa
de los cristianos que bastaba en otros tiempos para las transacciones equitativas
fue nuevamente sacrificada, en todos los negocios de injusticia, por la
rígida escritura, incapaz de perdón.
Victoria
infinitamente decisiva, que ha determinado el desastre universal.
Abierto
el precipicio, las fuentes puras de la grandeza y del ideal se volcaron en él
sollozando. La
razón se exfolió como una vértebra enferma de necrosis, y cuando la peste judía
llegó al fin al tenebroso valle de los escrofulosos en el punto confluente
donde el tifus masónico se lanzaba a su encuentro, un pujante cretinismo desbordó
sobre los habitantes de la luz, condenados así a la más abyecta de las muertes.
Felizmente,
los animales ponzoñosos no suelen soltar todo su veneno del que a veces ellos
mismos son víctimas, y bien puede ocurrir que Israel se inocule el cretinismo
con el cual gratificó al universo.
Y
hasta es muy posible que ese mal verdaderamente caduco, del cual el imbécil
mandil de las logias, es el emblema más expresivo y el síntoma más alarmante,
haya sido aceptado por él, en el frenesí del despecho, como un suicidio, como
una inmolación necesaria...
He
ahí, ¡oh gran Dios!, un piadoso consuelo para las sociedades en delicuescencia,
enviscadas y confundidas con su vencedor en las asqueantes colicuaciones de la
irremediable decrepitud...
[1] Deut.
XV, 6.