XXI
Pero
he aquí que la voluntad de esos malditos
era, precisamente, infernal. Se sabían poderosos y su abominable alegría
consistía en retardar indefinidamente, eternizando a la Víctima, el Reino
glorioso esperado por los cautivos.
La
Salvación de todos los pueblos se veía así, por su perversidad, diabólicamente suspendida
—en sentido figurado y en sentido propio— y el apóstol fariseo, que comprendía
sin duda mejor que nadie estas cosas, no pudo menos que confesar que el mundo
no estaba salvado sino "en esperanza", sólo en esperanza y que había
que aguardar aún la Redención, exhalando, con el doliente Espíritu del Señor
"gemidos indecibles”[1]
La
negativa de esos canallas detenía espantosamente, por minutos y por segundos,
los más rápidos episodios y todas las peripecias de la Pasión.
El
fétido Judas besaba siempre a su Maestro en el jardín y Simón Pedro el
lamentable hijo de la Paloma no cesaba ya de negarlo, mientras "se
calentaba" los pies en el vestíbulo.
Salivazos,
Bofetadas y Golpes llovían sin interrupción ni misericordia, al mismo tiempo
que resonaban, más horriblemente que nunca, la batahola de las Injurias y el estrépito
sobrenatural de los Cinco mil azotes mencionados por la tradición,
acrecidos y multiplicados por todos los ecos del Dolor de la tierra, como el
carrillón de los huracanes.
Bajo
el alto pórtico de una colosal morada, de donde parecían salir las tinieblas,
el taciturno Pilatos se lavaba las manos desde hacía mil anos, pensando sin
dudas lavárselas otras mil más, para ver si conseguía de algún océano lo que en
vano había esperado de todos los ríos.
Y
ante ese juez hipócrita, la imperdonable Corona, la auténtica "Zarza ardiendo",
seguía clavando sus espinas atroces en la Cabeza del divino Ajusticiado, que el
trabajo de los flageladores había encendido como un tizón.
El
enorme clamor de los asesinos de Dios rugía más fuerte que el bramido obstinado
de una catarata, agravado por la voz lastimera de los Corderos destinados a la
inmolación pascual, que llegaba a cada instante de la Piscina probática...
Y
esa Cruz de demencia, el enclavamiento y el desclavamiento de Cristo, su
extenuación indecible y las Siete Palabras que pronunció, la Estación de la
Madre y esa Muerte entre las muertes, que espantó al sol durante tres horas,
todos los detalles, en fin, de esa orgía escandalosa de torturas, cuyo solo
presentimiento enerva a las extáticos, eran despiadadamente precisos,
discernibles, fijos para siempre en el tiempo y en el espacio, anquilosados por
una infrangible voluntad.
“Descendat
nunc de cruce… Que descienda ahora de su cruz y creeremos en él. Destructor
del templo de Dios, sálvate a ti mismo". No debía descender. Nada terminaba
porque nada podía terminar, y las cosas que iban terminando renacían de inmediato
por todas partes.
Los
fieles sangraban con Jesús, sufrían sus llagas, agonizaban con su sed, se
sentían abofeteados al mismo tiempo que su sagrada Majestad por toda la canalla
de Jerusalén, y hasta los niños que no habían nacido todavía se estremecían de
horror en el claustro materno cuando se oía el Martillo del Viernes Santo.
Los
labradores, sollozando, encendían entonces míseras antorchas en los surcos de
la tierra, para que esta nodriza de los desgraciados no fuera esterilizada por
la inundación de las tinieblas que se expandían desde lo alto del Calvario, a
la manera de un largo Penacho negro, en el momento del Ultimo Suspiro.
Era el
día del gran Interdicto de la compasión y del temblor. Las aves migratorias y las
fieras que habitan en los bosques se asombraban de ver tan tristes a los hombres
y los animales pacíficos sudaban de angustia en el fondo de los establos al ver
llorar a sus pastores.
Los
cristianos, imágenes de un Altísimo Dios que descendió tanto, se reprochaban
amargamente haberlo hecho a su semejanza y no se atrevían a contemplar la
bóveda de los Cielos...
Desde
los Maitines del Jueves absoluto hasta el inmenso Aleluya de la
Resurrección, el mundo estaba lívido y silencioso, trabadas las arterias,
paralizadas las fuerzas, "lánguida la cabeza y el corazón doliente".
Imperio absoluto de la Penitencia. Sólo una lúgubre puerta, rodeada de
pálidos monstruos acusadores, se entreabría para acercarse a Dios. Los
resplandecientes vitraux se amortecían y las buenas campanas dejaban de tañer. Se
tenía apenas la audacia de nacer y casi no se osaba morir.
En
vano se trataba de consolar a la Virgen de las Espadas, cuyos ojos quemados por las lágrimas
se asemejaban a dos soles muertos. Ese Rostro maternal, que rechazaba todo
consuelo, se convertía en un volcán de horror y obligaba a las multitudes a prosternarse...
¡Que
descienda!, seguían aullando los chacales de la Sinagoga. ¿Y para qué, oh _Israel?
¿Acaso para devorar a ese nuevo José engendrado
en tu ancianidad, a quien hiciste una hermosa “túnica de varios colores",
y que está allí, inmóvil en los brazos en cruz de esa Raquel inconsolable?
[1] Rom.
VIII, 24.26.