Las
cosas han cambiado; y de un modo realmente imprevisible. Yahveh ha descendido
de nuevo a la tierra (hablamos a lo humano, con deliberado antropomorfismo).
Pero no está frente a Israel; no se manifiesta, invisible, desde la
cumbre de una montaña, desplegando la majestad de su poder en un vasto friso de
terrores; no dicta un reglamento de conducta y un prolijo ceremonial bajo
amenaza de castigos temporales, ni con promesa de pingües galardones en este
mundo.
Ha
descendido de la cumbre. Está en el llano y camina entre los hombres. Su
intérprete no es ahora un caudillo de rostro fulgurante, de trato insoportable,
a causa de la familiaridad con que Yahveh lo distingue. Es una mujer, una
virgen; a la cual ha hecho, con el mayor de los milagros (y el más ordinario,
el más sencillo, el menos ruidoso y teatral), su propia madre, la Madre de
Dios.
La
poca fe de algunos verá en Él a un gran hombre, hijo de José el
carpintero; tal vez un gran profeta; el más grande de todos, seguramente; pero
nada más. La mala fe de muchos verá en Él a un hombre molesto; y en ciertas
circunstancias, peligroso. Estos y aquéllos serán, al fin, los causantes
verdaderos de su indecible pasión, los autores reales de su muerte. Porque ha
venido a eso, a morir. Ha venido sabiendo que el venir le costaba la vida. Y no
obstante haber venido a eso, a dar su vida por sus propios verdugos, los
deicidas no tendremos escapatoria, no tendremos excusa. Empero, si no nos
obstinamos en alegar excusas, habremos obtenido, con el crimen, el perdón.
Para
lo cual, además de no excusarse, habrá de ser necesario acusarse a sí mismo.
Acusarse delante de Él, delante de ese hombre que es Dios; creyendo en Él;
creyendo que es Dios, y amándole como a tal, con todo lo que por Él somos y
poseemos. No es difícil, a condición de desearlo; y de desearlo con todos los
requisitos de la buena voluntad.
Mirando
a ese hombre, y mirándonos sin fraude a nosotros mismos, no es difícil
comprender que Jesucristo es Dios; que no blasfema cuando afirma ser Dios; y
que sus discípulos no deliran cuando lo adoran y lo confiesan Dios. Tampoco es
mucha la malicia que hace falta para acusarlo de blasfemo, y convencerse de que
sus discípulos están llenos de mosto[1]. El
más sabio y el más ignorante de los hombres disponen de idénticos medios para
llegar a descubrir, con el mismo grado de certidumbre y de alegría, que
Jesucristo es Dios. Pero unas leves porcioncillas de dolo, diluídas en una
enorme cantidad de inteligencia, son suficientes a impedir nuestro ingreso en
la vida eterna incoada, que es la fe.
Cuando
los notables de Israel se enfrentan con Jesús y tratan de confundirlo, es
porque ya han echado cuentas del excesivo número de cosas importantes que
habría que cambiar en sus vidas si resolvieran aceptarlo. Quizás se hubiesen
entregado a tan celeste persuasión, si hubiese sido al mismo tiempo menos
humana, menos ejemplarmente humana. Por serlo tanto, comprendieron bien pronto
que entre las cosas a renunciar estaba la propia estima. Y el deseo de
conservarla es el motivo final del sangriento non placet con que
rechazan al Legado de Dios.
Siempre
la humanidad del Verbo, escala adorable de los que suben a Dios, es la piedra
de escándalo de los que se quieren perder. Los que miran a Jesús con malos ojos
durante su vida mortal - así como los que hoy tratan de humanizar el
Evangelio - no se escandalizan de que Dios hable por medio de un hombre, sino
de que este hombre hable como Dios y sea tan semejante a nosotros; y que se
empeñe tanto en demostrar a cada momento - con maneras indignas del Dios de
Israel y de los filósofos- que su humanidad es realmente la nuestra.
Los
jasidim, los esenios, los fariseos, y aun los mismos helenizantes, no conciben
que todo un Yahveh quiera pasar por hijo de alguien en este mundo; que beba y
coma con naturalidad inaceptable en un simple doctor de la Ley; que
condescienda en ir de visita, acompañado de gente vulgar, a una casa cualquiera
donde, con gastos muy medidos, se está celebrando la fiesta de unas bodas. Y
cuando le ven aceptar de buen grado que le agasajen cobradores de impuestos, y
oyen decir que se le ha visto conversar con mujeres de vida airada, no sólo se
sienten dispensados de creerle, sino también obligados a terminar con Él.
Todo
el drama resulta de que esperaban verle hacer las cosas de otra manera. Esperaban
de Él una conducta más concorde con la idiosincrasia del Yahveh que ellos conocen
y sirven; la imagen de cuya santidad son ellos mismos. Hasta lo portentoso
de sus obras se les antoja demasiado humano. Querían otro estilo de Mesías: un
Mesías irresistible. Esperaban verle trazar en el cielo espléndidas señales de
su poderío universal, que espantaran al César, en Roma, y a los paniaguados del
augusto en Jerusalén. Y tienen la osadía de pedirle que haga algunos prodigios
de esa clase; así, de encargo[2].
Les
disgusta sobre todo el verle demasiado entrometido en la vida de los hombres,
curando a la hija de éste y a la suegra de aquél, posando sus manos en la
cabeza de los chiquillos, y ocupándose de los defectos de los gobernantes en la
plaza pública. Confusamente (porque la idea de la misión del Verbo, tal como el
mismo Verbo la revela, no estaba explícita en los libros sapienciales y dista
mucho de las especulaciones alejandrinas sobre el logos) reconocen en Jesús
una autoridad personal que no pertenece a este mundo y comprueban que cumple su
oficio de profeta (enseñanza y censura) con una libertad de criterio y de
juicio que no se dio en ninguno de los nabíes de antaño. Aquellos hombres de
Dios no pensaron siquiera en la posibilidad de ser tenidos por una teofanía
personal; que de todos los equívocos ése hubiera sido para ellos el más
monstruoso. Con sus protestas de Yahveh dice, La mano del Señor se ha posado
sobre mí, y otras expresiones semejantes, a cada paso reiteradas,
atestiguaban distinguir sensatamente el Espíritu de Dios del de ellos. Conocían
la letra de su mensaje por un influjo adventicio, experimentado muchas veces
con perturbaciones del ánimo (entusiasmo, tristeza, miedo, repugnancia y aun
rebeldía); desquicio inevitable, a causa de la irremediable desproporción de la
persona humana como instrumento del Verbo divino. Este nuevo profeta, en
cambio, manifiesta una íntima y habitual conformidad con la fuente de su
doctrina, a la que llama: mi Padre. Con respecto al cual no sólo asegura
ser Él su eterno confidente, sino también su imagen substancial: una sola
cosa con el Padre. De ahí que inicie sus más inesperadas revelaciones, muy
señor de su ciencia y de su ánimo, con esta simple afirmación: En verdad, en
verdad os digo...
De
ahí también la necesidad de eliminarlo que sienten los falsos israelitas.
Porque si este profeta se mantuviese en los límites de su oficio...; pero es
que su palabra no solamente los acusa, sino que los desnuda. Su mirada llega a
ese rincón del alma que ellos saben hurtar a todo atisbo, aun al propio. Y les
registra la conciencia; y la vuelve a vista de todos, como el bolsillo de un
chicuelo rapaz. Es exasperante, es insufrible que un hombre que se hace igual a
Dios sea tan humano; y que tal vez por eso, por ser tan humano, por ser tan
como todos, conozca tanto a los hombres y no se lo pueda engañar como se lo
engaña a Yahveh. Porque, en último acuerdo, lo que hay que asegurar es que
Yahveh no sea como este hombre; hay que extirpar esta humanidad impertinente
que se hace igual a Yahveh. Porque no se puede permitir que Yahveh sea entrometido en
todo, como este hombre, para quien nada está bien; que sea, como este hombre,
despreciador de los ayunos, las abluciones, los sábados, los sacrificios, con
que le honran sus buenos adoradores. Hay que impedir que Yahveh resulte ahora
indiferente a la situación de su pueblo, y que permita, como este hombre, la
hegemonía opresora de los kittim en todo el mundo. Si consienten en recibir a Jesucristo
como Mesías auténtico; si deciden aceptarlo con la novedad de sus bienaventuranzas,
y con esa subordinación, que Él enseña, de todas las necesidades de este mundo
a la necesidad del reino de Dios y su justicia, confesarán ipso facto que ellos
no son israelitas verdaderos.
El
desenlace del drama, precipitado por aquel increíble amor a los hombres
(que se hacía mas cálido y luminoso a medida que el odio y las tinieblas
se espesaban frente a Él), fué muy sencillo y muy fácil, como conviene a un paradigma. Por
tácito acuerdo, los notables de Israel estuvieron conformes en que la pública
confesión de su propia inautenticidad les resultaba mucho más ardua, mucho más
desagradable que el peor de los crímenes; y optaron por el deicidio.
La
fe cristiana seguirá exigiendo siempre, antes de darse con todas sus energías
de inteligencia y de acción, el mismo tributo: arrepentimiento, desapropio,
sacrificio total de nuestros modos carnales de ser y de entender. Tributo tanto
más oneroso, cuanto mayor sea la afición a nuestra propia excelencia y cuanto
más hondas y más difusas sean nuestras raíces terrenales. La opción será, pues,
siempre la misma; y se presentará en todos los casos, personales o colectivos,
de una manera análoga a la experimentada por el Sanedrín de Jerusalén, hacia el
año 30 de la era de Cristo: la misma confrontación de nuestras pobres ideas
humanas acerca de Dios, con la inesperada y pasmosa realidad de Dios viviente;
el mismo violento contraste de nuestros humanismos, frente al ser y al hacer
humanos de Dios.
Todo
eso es lo que empezó a revelarse y a suceder en Caná de Galilea, con ocasión de
una fiesta nupcial. A partir de aquel “primer milagro que hizo Jesús
manifestando su gloria”[3],
obrará portentos mayores que los que sojuzgaron la voluntad versátil de Israel
en los desiertos de Arabia; demostrará, para quienes quieran detenerse a escucharlo,
que es una misma divinidad con el Padre[4],
tan ciertamente como su naturaleza humana, aunque perfecta y pura, es idéntica
a la nuestra; y mostrará en la unidad de su persona, a quienes quieran
amarle e imitarle, el Dios que es, y el hombre que debemos ser.
Pero
en lugar de la unánime nación hebrea, postrada en público reconocimiento de su
gloria y de su ley, tendrá delante de sí dos bandos. Y siempre dos. Porque,
invitado Yahveh a compartir ahora con nosotros la angustiada alegría de ser
hombre, sus portentos no hablarán a la inteligencia de los sentidos, para
someterla, sino a la inteligencia del corazón, para enamorada. No serán teofanías que nos confirmen
y retengan en el temor servil; serán obras de amor con que el Señor de cielos y
tierra nos consuele y socorra y sirva como el más humano de nuestros prójimos.
Manifestarán al mismo Verbo, al mismo esplendor de la gloria del Padre que
solemnizó los trámites y la firma de la Antigua Alianza; pero lo mostrarán como
el más íntimo de los amigos, viviendo con y dentro de nosotros, e incorporándonos
a Él. “Manso y humilde de Corazón”[5],
el sacrificio de su servidumbre será el máximo honor que pueda hacerse a
nuestra libertad; y su más alto empleo. Tanto venera en nosotros ese reflejo
de la infinitud divina, que se dejará conducir al Calvario “como oveja muda”[6],
innumerables veces en la vida de cada uno de nosotros, a fin de no empujarnos y
obligarnos al bien con otra forma de violencia que no sea la de su amor.
Piedra
de toque de nuestra autenticidad, piedra de escándalo de nuestro dolo, quienes
no estén con Él no podrán no estar contra Él[7]. Mas quienes le hayan escuchado,
en fe y en obras, se sentirán para con Él y serán para Él tan familiares como
una madre o un hermano[8].
Todo
eso empezó a revelarse y a ocurrir en Caná de Galilea, con ocasión de una
fiesta nupcial; en la que ambiente, personajes, palabras y sucesos compendiaron
el mensaje novísimo que hoy seguimos llamando Buena Nueva, o Albricia o
Evangelio: la casa pobre con su felicidad amenazada; la Madre de Dios entre los
convidados, con su ánimo solícito y su amorosa y firme intercesión; la
presencia corpórea del Hijo de Dios, que al emprender la obra del mandato
paterno en derechura del Gólgota, salva el decoro, la paz y la alegría del
convite; aquellos servidores, que en brevísimo trámite, con sólo hacer lo que
el Señor les ordena, obtienen, presentan y distribuyen el vino milagroso; y por
último, con el vino mejor para el fin de la tiesta[9], los tres efectos de honor, de
gloria y beatitud que suscitaron la fe de los primeros discípulos.
Deliberadamente, la escena anticipa la atmósfera doméstica de la Nueva Ley; prefigura el modo de actuar del Pontífice
único, a la vez presente y distante; proclama el derecho e indica el estilo de
libre intervención de Nuestra Señora en la economía de la Gracia; señala el
tipo, de mediación impersonal de los ministros sacramentarios; anuncia el
régimen fácil e infalible de los medios de salud y perfección de la Iglesia,
tan sin medida superior al aparato judicial oneroso del culto mosaico; y con
todo el relieve de una parábola en
acción, sencilla y de belleza inimitable, destaca el rasgo singular de la piedad
católica: la entera salvación de lo humano en lo divino.