jueves, 9 de mayo de 2013

La Salvación por los Judíos. Léon Bloy. Capítulo XXIV


Nota del Blog: Sin dudas uno de los capítulos más interesantes del libro, lo cual no es poco decir.

XXIV

De ahí que la Raza anatematizada fuera siempre, para los cristianos, a la vez que un objeto de abominación, la  causa de un temor misterioso.
Cierto es que se trataba del rebaño sumiso de la dulce y poderosa Iglesia, infalible e indefectible, en cuyo seno se tenía la seguridad de no perecer; pero sabíase también que el Señor no lo había dicho todo, que su revelación parabólica y similitudinaria era penetrable sólo hasta una mínima profundidad...
Sentíase que había allí algo que no estaba explicado, algo que la misma Iglesia no conocía del todo y que podía ser infinitamente temible. 

¿Por qué, de otro modo, esos furores, esas súplicas?
Si se tuviera la fuerza y la audacia de aventurarse hasta el borde del abismo, de inclinarse sobre el pavoroso embudo de los arcanos insondables, sería para morir de vértigo con sólo soñar que Israel, tan “fuerte contra Dios” y que menospreciaba las lecciones de Cristo era, sin embargo, el único que habría tenido verdaderamente el derecho y la desconcertante prerrogativa de exhalar, a partir del quinto milenio de la Catástrofe inicial, la quinta reivindicación del Padrenuestro: "Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores".
¿Qué deudas? ¿Qué deudores?
Puesto que los hijos de Jacob tienen por acreedor al Pobre, que es Hijo de Dios, ¿por qué no admitir que sean a su vez, en un sentido más misterioso, los acreedores de ese pródigo Espíritu Santo, cuyas Escrituras habría dejado protestar Jesús con si muerte?...
Y esta  misma muerte obra de ellos, ¿no sería, por ventura la bellaquería profunda y perfecta, la locura en abismo que la precisión litúrgica ha designado con el singular calificativo de "perfidia judía"? ¿No se trataba en efecto —para no salir de las comparaciones abyectas que convienen tan perfectamente al Dios de una abyecta humanidad—, de hacer anticipos al Consolador para obligarlo a pagar con una tremenda usura, aunque fuera en el término de veinte siglos, a expensas de ese doliente Cristo que seguirá  agonizando en su Cruz de oprobio, hasta que los crueles exactores se den por satisfechos?
Porque la Salvación no es una broma de míseros sacristanes, y cuando se dice que su precio ha sido la sangre de un Dios hecho hombre en carne judía, eso significa que ella lo ha costado en la eternidad de los tiempos. Piénsese en ese Padre que espera siempre, también El, y que espera de manera más perfecta que nadie, puesto que es el único que sabe el Fin.
Tan luminosa parábola de su eterna Ansiedad beatífica en el fondo de los cielos, es la historia del Hijo pródigo, que se ha hecho trivial y ya nadie la comprende.
Decid, si no, a los católicos modernos que el Padre que según el relato de San Lucas, reparte la substancia entre sus dos hijos, es el propio Jehová, si esta permitido designarlo con su terrible Nombre; que el primogénito que se conservó prudente y que "siempre estuvo con él", simboliza, sin lugar a dudas a su Verbo Jesús, paciente y fiel; y que el hijo menor, aquel que viajó por un “país remoto donde consumió su hacienda con meretrices" hasta el punto de verse reducido a guardar cerdos y a "desear con ansia henchir su vientre de las algarrobas que comían esos animales", simboliza seguramente al Amor Creador, cuyo hálito es errabundo y cuya  función divina parece no ser otra, al cabo de seis mil años, que sustentar a los cerdos cristianos, después de haber apacentado a los cerdos de la Sinagoga. Agregad, si queréis divertiros, que el becerro cebado que se sacrifica para celebrar con un banquete el arrepentimiento del libertino, no es otro que ese mismo Jesucristo, cuya inmolación entre los "mercenarios" es siempre inseparable de la idea de rescate y  de perdón.
Decidles todo eso, tratad de conseguir que esas grandiosas similitudes, familiares cuando más a algunos leprosos, penetren en la pulpa untuosa e impermeable de nuestros devotos, acostumbrados desde la infancia a no ver en el Evangelio otra cosa que un edificante tratado de moral, y oiréis magníficos clamores...