II
2. La
función litúrgica en especial y sus derivaciones.
De leiton,
lugar o cosa popular y pública, como la curia, el prytaneum, etc.
y ergon, la obra o servicio en general, se derivan los vocablos λειτουργὸς, λειτουργίᾳ, λειτουργεἶν de un significado muy parecido al
de διακονος, διακονια, διακονεἶν. La diferencia principal está en
que mientras el oficio del diácono era el de prestar servicio a cualquiera por
institución o sin ella, el del liturgo, por el contrario, supuesta o no la
misma institución, era el servicio prestado por el particular en orden al bien
común (Arist.) o bien a la cosa o persona pública (Plat.). El liturgo que
presta el servicio puede, pues, ser una persona privada, siempre que sirva al
bien común, verbigracia, un artesano que sirve al ejército (Plut.), y eso aun a
sus propias expensas (Dem., Lvs.) al contrario de lo que sucede con el diácono,
cuyo oficio más característico es repartir lo común entre los particulares.
Por
ese respecto que el liturgo, no menos que el diácono, aunque en orden inverso,
tiene con el bien común, también la persona privada del liturgo fue adquiriendo
poco a poco el carácter de persona pública, y lo adquirió de hecho al
sobrevenir por necesidad la institución, y eso tanto en lo civil como en lo religioso.
Así entre los clásicos griegos se llamaba liturgo al lictor (Plut.) y a otros
públicos funcionarios, y luego, en el A. T., al ministro de un príncipe (III
Reg. 10, 15), al profeta (Jos. 1. 1. etc.), al sacerdote (Is. 61,
6; Neh. 7, 24), al levita (Neh. 10, 39-40). Y del A. T. el vocablo,
con su doble significación civil y religiosa, pasó al Nuevo, y así los
magistrados civiles (Rom. 13, 6) y las mismas centellas del rayo (Hebr.
1, 7; cf. Ps. 104, 4) son los liturgos de Dios, y Cristo es el
liturgo del santuario celeste (Hebr. 8, 2, cf. Eccli. 24, 14), y Pablo
es el liturgo de Cristo (Rom. 15, 16), y Epafrodito es el
liturgo de Pablo en su necesidad (Phil. 2, 2s) y a este tenor,
las palabras λειτουργίᾳ, λειτουργεἶν se usan frecuentemente en el A. T., y algunas veces
también en el Nuevo, para significar el culto o servicio divino, con esta
particularidad, empero, digna de notarse, que así como διακονια, tras significar el servicio convival, vino
a significar los vasos de mesa, así λειτουργίᾳ al significado de culto divino agregó el de vasos
sagrados (Hebr. 9, 21).
¿Desde
cuándo tomó el diácono el oficio de liturgo? Creemos que desde su institución y
en fuerza de la institución misma, ni más ni menos que el oficio económico. Y
primeramente, que lo tuvo desde su institución, aun limitándonos a las pruebas
positivas, no cabe ponerlo prudentemente en duda ante el hecho tan
significativo de que ya los primeros diáconos se dedicaron a la predicación evangélica,
que es una manera del oficio litúrgico y San Pablo, en su carta a los Filipenses
(Phil. 1, 1) y en la primera a Timoteo (I Tim. 3, 8 ss.), enumera a los
diáconos entre los ministros de la Iglesia. Y por no alegar la Didakhé, de cuya fecha se disputa,
ahí está la I epístola de San Clemente Romano a los Corintios, en la
cual desde el capítulo 40 al 44 se hace un paralelo entre los obispos
(entiéndase presbíteros) y los diáconos de la Nueva Ley y los sacerdotes y levitas
de la Antigua, cuya función principal es la de ofrecer los sagrados dones (prosferein
ta dora). Ni qué decir tiene que en el tiempo sucesivo se pone cada vez más
de relieve ese carácter litúrgico del diácono con la enseñanza catequística, la
administración del santo bautismo, el servicio del altar y la distribución de
la sagrada Eucaristía, no sólo a los presentes, sino también a los ausentes. El
hecho es perfectamente conocido por la historia eclesiástica, y así juzgo
innecesario insistir en ello.
No
menos atestiguado por la historia resulta un segundo hecho, y es que la introducción
de la función litúrgica, si cabe hablar de introducción donde todo parece
existir desde el principio, no fué por de pronto con menoscabo de la función
económica. Como Esteban y Felipe al servicio de las mesas
agregaron desde luego el de la predicación evangélica, así los diáconos
posteriores no dejaron la mesa por la misa, sino que supieron simultanear
entrambos ministerios: ejemplo típico, San Lorenzo mártir, el servidor de su
prelado y de los pobres. Finalmente, con el correr del tiempo se ha llegado al
estadio actual, en que el diácono no tiene otras funciones en la Iglesia que
las estrictamente litúrgicas o rituales, y aun esas con el carácter transitorio
de todos conocido, sino en cuanto a la potestad, al menos cuanto al ejercicio,
mirándosele al diaconado como al último peldaño que conduce al sacerdocio.
¿Qué
decir, pues, a todo esto? ¿Puede acaso la Iglesia mudar a su arbitrio la
naturaleza del oficio diaconal o siquiera ampliar o restringir sus atribuciones?
¿Qué se hizo entonces de la por todos admitida o supuesta institución divina
del diaconado? Y, tratándose de un verdadero sacramento, como luego probaremos,
¿puede por ventura la Iglesia variar sustancialmente la significación y
causalidad del rito sacro para otorgar por él ahora una potestad, ahora otra,
con la gracia aneja a una u otra potestad?
Dentro
de la ortodoxia doctrinal sacramentaria parece que no se puede dar más que una
respuesta y esa es que la potestad diaconal fué siempre formalmente la misma en
virtud de su institución, si bien es materialmente varia por los varios objetos
a que se la puede aplicar y de hecho se la ha aplicado, según la varia
disciplina de la iglesia.
La
formalidad propia de la potestad diaconal, como se desprende de la exposición
razonada de su primera institución, es el ser subsidiaria de la potestad
apostólica, y más generalmente de la sacerdotal. No se instituye a los diáconos
para que ejerzan funciones especiales no contenidas en la potestad sacerdotal,
sino, al contrario, para aligerar al sacerdote en el ejercicio de su propio
ministerio. La potestad diaconal no es, pues, complementaria, sino suplementaria
de la sacerdotal, de la cual procede por vía de desintegramiento calculado.
Podía el sacerdote lo que puede el diácono, mas en el ejercido de su potestad
no alcanzaba tal vez el sacerdote hasta donde pudiera y conviniera y
previniendo o remediando este inconveniente se descargó en el diácono parte de
la potestad del sacerdote, la menos sustancial y característica, y eso por
divina institución, que previno sobre el caso a los Apóstoles, como es de suponer.
Para
mejor entender esta teoría tracemos mentalmente una línea en el campo de las
potestades sacerdotales y distingamos con ella las que son sólo accesorias de
las que son fundamentales y más características. Arriba, lo que es sustancial,
es decir, la potestad de confirmar y ordenar, la de consagrar, absolver los
pecados y ungir a los enfermos, potestades todas esencialmente divinas, como
causadoras de algo sustancialmente sagrado, que sólo Dios pudiera realizar.
Abajo, lo que es accesorio, como requerido para el digno desempeño de tan
divinas potestades, y que es todo un cortejo de poderes secundarios, en sí perfectamente
naturales y humanos, que si todavía llevan el nombre de sagrados lo es sólo por
reducción y extrínsecamente, ya por el principio de donde proceden, que es la
fuente de la divina institución, ya por el fin a que se ordenan, que es el
cuidado o servicio prestado a personas o cosas sagradas.
Pues
bien: todo este cortejo de poderes secundarios -llamémoslos así— de que viene
rodeada y esmaltada la potestad sacerdotal en la propia persona del sacerdote,
pasa sin lo principal a otra persona en virtud de la nueva institución, y
tenemos la figura del diácono, que sería así un sacerdote desdoblado, el cual
en ese desdoblamiento se quedó con lo accesorio de la potestad sacerdotal, lo
cual es algo en sí natural y humano en el sentido expuesto. Según esto, todo
sacerdote es diácono, y lo sería sin especial ordenación, porque a lo principal
sigue naturalmente lo accesorio, mas no todo diácono es sacerdote, pues con
tener la plenitud de los poderes accesorios en virtud de la institución
particular del diaconado carece de lo principal, que es la potestad sacerdotal
en un sentido estricto.[1]
Con
esto tenemos al diácono constituido en la plenitud de sus poderes. Mas esta
plenitud de poderes no lleva necesariamente consigo la plenitud en el ejercicio
de sus funciones, cuales son la de predicar, bautizar ex officio, servir
en la misa o en las mesas, etcétera, etc., pues todas estas funciones, por lo
que tienen de rituales, caen de lleno dentro de la disciplina de la Iglesia.
Sin menoscabo, pues, de los poderes diaconales, que son siempre los mismos,
cabe una grande fluctuación histórica en el ejercicio de sus funciones, las
cuales, sean pocas o muchas, y por más disparatadas que parezcan, no sólo las
de índole litúrgica, sino también las de índole económica, convienen todas en
ser de algún modo sagradas, como accesorias de las estrictamente sacerdotales. Nunca se ponderará lo bastante
la unidad que en el plan divino de la salvación existe entre Cristo, los
cristianos y sus cosas, según aquello de San Pablo: Omnia enim vestra sunt,
vos autem Christi, Christus autem Dei (I Cor. 3, 22 s.), y que cuanto se hace a uno de
los fieles que creen en el Señor, al Señor mismo se hace (Mat. 18. 5 25, 40:
Mc. 9, 36; Lc. 9, 48, al.).
Y esto
baste sobre la potestad diaconal en sí. Veamos sus derivaciones.
Si en
cuanto llevamos dicho hasta aquí sobre la dicha potestad fácilmente estarán
todos conformes, no así en lo que vamos a insinuar sobre su relación con los
órdenes inferiores; es a saber, que así como el diaconado no es más que un
desdoblamiento del sacerdocio, así el subdiaconado y los órdenes menores no serían
más que un desdoblamiento del diaconado,
hecho, sí, por voluntad de la Iglesia, mas en virtud de una institución divina
al menos implícita. Esta concepción, según fácilmente se comprende, anima de
una vida nueva a esos que parecían restos inertes, conservados al azar, de una
grandiosa concepción prejerárquica de índole meramente disciplinar. Nos parece que
hay aquí algo más que disciplina y que en la base de todas esas instituciones
eclesiásticas está la institución divina del diaconado, que aquellas
instituciones reproducirían en parte, sin limitarse a una mera imitación
externa.
La
concepción de los órdenes inferiores como partes potenciales de diaconado
cabría extenderla tal vez, con paridad de razón, al instituto de las antiguas
diaconisas, por el estilo de Febe, diaconisa de la Iglesia de Cenkhris (Rom. 16,
1), y de las viudas puestas al servicio de una iglesia (1 Tim. 5, 9-11),
atendidas sus funciones diaconales y el rito de su iniciación de tipo sacramental. Aunque generalmente viudas,
había entre ellas algunas que eran vírgenes, como consta por la carta de San
Ignacio mártir a los de Esmirna y la de Plinio el joven a Trajano (cf. Bert.
Kurtscheid, o. c., 50 ss.). Y para nuestro intento basta con lo dicho sobre la
potestad diaconal, sobre sus orígenes y derivaciones ulteriores.
3. El
diaconado como Sacramento. Conclusiones.
Aun
con sólo los datos que suministra la Escritura, creo haber llegado a la
videncia de que el diaconado es un verdadero sacramento. La prueba procede por
comparación de lo que en ella se dice de la institución diaconal con lo que en
la misma se apunta en otros sacramentos, haciendo distinción constante entre la
materia y la forma sacramental, denominándose a esta última con el término oración
u otra palabra semejante.
En una
nota a la página 289 de mi Summa isagogico-exegetica II, a propósito de Eph. 5, 26
(mundans lavacro aquae in
verbo vitae),
recojo los principales lugares que en oposición a la materia indican la forma de
los santos sacramentos con estas compendiosas palabras: “Distinctio inter materiam et
formam sacramentorum haud difficile hic et alias discernitur; et forma quidem
appellari solet verbum, oratio, petitio, uti I Pet. 3, 21 (“interrogratio”
= petitio), de baptismate; Act. 3, 15 (“oraverunt”), de confirmatione; Act. 6,
6; 13, 3 (“orantes”), et Act. 14, 22 (“oraverunt”) de ordinatione; Jac. 5, 15 (“oratio
fidei”) de extrema unctione.[2]”
Entre los pasajes citados está el de Act. 6, 6 con
que se termina el relato de la elección de los siete primeros diáconos, que
dice así: Et orantes imposuerunt eis manus. Lo de “orantes”, por
comparación con los otros pasajes indicados, sería la fórmula sacramental.
Véase si no más por extenso cada uno de esos pasajes.
A)
Los referentes al bautismo:
Eph.
5, 25 s.: “Christus dilexit
Ecclesiam, et seipsum tradidit pro ea, ut illam sanctificaret, mundans
lavacro aquæ (materia) in verbo vitæ (forma).”
1
Pet. 3, 21: “Octo animæ, salvæ factæ
sunt per aquam, quae et vos nunc antitypica salvos facit
scilicet baptisma, non carnis depositio sordium, sed conscientiæ bonæ
interrogatio ad Deum.”
La
Vulgata traduce mal las palabras que no hemos subrayado. El sentido del texto
es éste: El bautismo es un antitipo del diluvio, una loción, no del cuerpo,
sino del alma, a tenor de esa petición de buena conciencia contenida en la
fórmula: “Yo te bautizo”, etc.
B)
Los referentes a la confirmación:
Act. 8, 14 ss: « Cum autem audissent Apostoli qui erant Jerosolymis, quod
recepisset Samaria verbum Dei, miserunt ad eos Petrum et Joannem. Qui cum
venissent, oraverunt pro ipsis ut acciperent Spiritum Sanctus (forma): nondum
enim in quemquam illorum venerat, sed baptizati tantum erant in nomine Domini
jesé (alusión a la institución). Tunc imponebant manus super illos, et
accipiebant Spiritum Sanctum (materia). »
Más
abajo, en la confirmación de unos Efesios, se menciona sólo la materia:
« Et cum imposuisset illis manus Paulus, venit Spiritus Sanctus super
eos (Act. 19, 6). »
C) Los
referentes a la ordenación:
Act.
13, 2 s. “Ministrantibus autem
illis Domino, et jejunantibus, dixit illis Spiritus Sanctus: Segregate mihi
Saulum et Barnabam in opus ad quod assumpsi eos. Tunc jejunantes et
orantes (forma), imponentesque eis manus (materia), dimiserunt
illos.”
Es un
caso de ordenación episcopal con expresión de la forma y de la materia.
Act. 14, 22: “Et cum constituissent illis per singulas ecclesias presbyteros, et
orassent (forma) cum jejunationibus, commendaverunt eos Domino, in quem
crediderunt.”
Es un
caso de ordenación presbiteral en que se menciona expresamente sólo la forma.
Se usaba, sin embargo, también en ella la imposición de manos, corno materia, según
la prescripción de San Pablo a Timoteo: Manus cito nemini imposueris (I Tim. 5, 22. cf. 1 Tim. 4,
14; II Tim. 1, 6).
Compárese
con estos casos el referido de la ordenación de los diáconos, donde se menciona
a su vez la oración y la imposición de manos, y dígasenos si no estamos en lo
cierto al ver en esta constante oración la forma del sacramento respectivo,
señalada seguramente por Cristo, mas solamente cuanto a su significado según
parece.
A
mayor abundamiento y confirmación de que en esa oración ritual está la fórmula
sacramental, vaya el conocido pasaje de Santiago sobre la extremaunción.
D)
El lugar referente a la extremaunción:
Sant. 5 14 s.: “Infirmatur quis in vobis? Inducat presbyteros ecclesiæ, et orent super
eum (forma), ungentes eum oleo in nomine Domini (alusión a la
institución divina) et oratio fidei salvabit infirmum, et alleviabit eum
Dominus: et si in peccatis sit, remittentur ei”.
Según
lo que tantos otros textos sugieren, la “oratio fidei” que aquí se menciona no
es precisamente una súplica confiada, como si el efecto dependiera de la disposición
del ministro (error donatista), sino la propia oración ritual, expresión
de la fe que se profesa en la eficacia del sacramento.
Mas
¿qué necesidad había de un sacramento en la institución de los diáconos? Como
necesidad, ninguna. Siendo todos sus poderes en sí naturales y humanos, bastaba
una deputación externa, oficial, de parte de la jerarquía a la manera que hoy
se efectúa la asunción de personas seglares para la acción católica, y este
sería tal vez el caso de las antiguas diaconisas y de los varios órdenes
inferiores al diaconado. Mas como conveniencia es innegable que el sacramento
está en su puesto en la institución de los diáconos para que con más dignidad
ejercieran su actividad en torno a las cosas y personas sagradas. Tenemos un
caso semejante en el contrato matrimonial, elevado a su vez a sacramento entre
los cristianos no por necesidad absoluta sino por la grande conveniencia de que
todo fuera santo y sagrado en la procreación y educación de los hijos, como
destinados que están a ser hijos adoptivos de Dios por la gracia y herederos del
cielo por la gloria.
Quedamos,
pues, en que la jerarquía eclesiástica de orden, según aparece en la Escritura,
está formada de dos clases de sagradas potestades, esencialmente diferentes:
las unas, sobrenaturales y divinas, que son las más características del Sacerdocio
cristiano en sus dos grados, el episcopal y el presbiteral, y que se ordenan a
producir santidad directamente, y las otras, naturales y humanas en su ser y en
sus efectos inmediatos, salvo la de bautizar, común a todos los cristianos; las
cuales por eso mismo y por ordenarse, ya antecedentemente, ya consiguientemente,
a las primeras, justamente se las llama secundarias o accesorias, y puestas por
vía de desglosamiento en un sujeto distinto que las otras, constituyen el
diaconado.
En
su ordenación sacramental el diácono recibe la plenitud de sus poderes
diaconales, iguales en todos tiempos y fácilmente distribuibles en dos órdenes
aparentemente diferentes, el económico y el litúrgico, ya que el benéfico se
reduce al económico y el evangélico al litúrgico, aunque no pueda desde luego
ejercitarse en todas sus funciones, las cuales vienen reguladas por la variable
disciplina de la Iglesia. A esta misma disciplina pertenece el desdoblamiento
de los poderes diaconales en los varios órdenes inferiores y en el instituto de
las diaconisas, los cuales serían o no sacramentos, según que se admita o no
alguna manera de institución divina de estos órdenes inferiores.
[1] Nota del Blog:
es decir, si no entendemos mal, que para el autor la ordenación del diaconado
no sería necesaria para la validez de la ordenación sacerdotal. Distinto sería
el caso de la necesidad del sacerdocio para la consagración episcopal.
[2] Traducción: “No es difícil discernir tanto aquí como en
otros lugares la distinción entre la materia y la forma de los sacramentos; la
forma suele llamarse palabra, oración, petición, como en I
Ped. III, 21 (interrogación = petición) sobre el bautismo; Hech. III, 15
(oraron) sobre la confirmación; Hech. 6, 6; 13, 3 (rezando)
sobre la confirmación, y Hech. 14, 22 (oraron) sobre el orden; Sant.
5, 15 (oración de fe) sobre la extremaunción”.