XXII
Oremos
también por los pérfidos Judíos; para que Dios Nuestro Señor quite el velo de
sus corazones, a fin de que reconozcan con nosotros a Nuestro Señor Jesucristo.
¡Oh Dios Omnipotente y Eterno, que no excluyes de tu misericordia ni a los
pérfidos Judíos! Oye las plegarias que te hacemos por la ceguera de ese pueblo,
para que, reconociendo la luz de tu verdad, que es Cristo, salga de sus
tinieblas".
Tales
eran y tales serán hasta el Fin las plegarias de la Iglesia por la
asombrosa descendencia de Abrahán. Plegarias absolutamente solemnes que sólo
son recitadas públicamente el Viernes Santo.
En ese
momento, sin duda, los corazones de otros tiempos suspendían sus latidos y el
silencio de la cólera era prodigioso, en la esperanza universal de oír llegar
de los lugares subterráneos el primer suspiro de la conversión del Pueblo
obstinado.
Se
comprendía confusamente que esos hombres de mugre y de ignominia eran, a pesar
de todo, los carceleros de la Redención,
que Jesús era su cautivo y su cautiva la Iglesia, que su consentimiento era
necesario para la difusión de los gozos espirituales, y que a eso se debía que un persistente milagro protegiera a su
progenitura.
En
cumplimiento de la más impenetrable de las leyes estaban poderosamente anclados
en su perversa voluntad de adormecer la Fuerza de Dios y de aplazar implacablemente
su Gloria, para que la una y la otra se mostraran inactivas en presencia de la
desesperación de la humanidad, hasta la hora admirablemente secreta en que la
Propiciación dolorosa del Verbo hecho Carne fuera consumada en todos sus
miembros.
Y Jesús
mismo había declarado que esa hora era secreta también para Él, afirmando que
"nadie, excepto el Padre, la sabía...[1]".
Pero
lo verdaderamente intolerable del misterio era la idea de que ese momento único
deseado ansiosamente a través de todas las edades por la universalidad de las
criaturas, dependía también de los judíos; que se oponían a la Sangre de
Cristo.
Los
siglos habían corrido como los ríos y las generaciones vivientes se amontonaban
sobre las generaciones muertas. En vano se exhibían títulos y documentos
rubricados con esa preciosa Sangre y refrendados con la sangre de todos los
Mártires; el rostro odioso de los usureros del Consolador permanecía
impasible, y la magnificencia de Dios no podía manifestarse.
He
aquí cómo los Judíos, tan duramente oprimidos por los adoradores de la Cruz,
hacían correr, en desquite, tantas lágrimas cristianas detrás de ellos, tan
terribles lágrimas, que hubiera podido creerse que el Mar Rojo se había lanzado
a perseguirlos. Y he ahí por qué la
Iglesia tenía el valor de rogar por ellos con el corazón destrozado.
[1] Mc.
XIII, 32.