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La compasión sacrifical
Además,
cualquier pretensa acción sacrificante subjetiva, es decir, no terminada en una
oblación exterior (sea pasada, presente o futura, mas siempre acepta a Dios
desde su eternidad), de ningún modo realiza la esencia cabal de sacrificio.
Mediante un examen crítico de esta noción, tal como la presentan las
definiciones tradicionales, se ha tratado de demostrar recientemente que el
sacrificio consiste en el acto interno de conocer a Dios y de reconocer su
soberanía como Creador[1].
El sacrificio no exige, de suyo, esta o aquella materia ritual; y ni
siquiera una ceremonia litúrgica; es cierto. Pero también es verdad que para
ser una acción práctica transitiva, como todos los actos cultuales de la virtud
de religión, debe concluir en un término exterior concreto. Forma eminente de
justicia, connotativa de la idea de débito, la virtud de religión permanece in
actu primo, ineficaz, mientras no pasa, del reconocimiento de lo que debe,
al pago contante y sonante de la deuda. Con decirme a mí mismo que mi voluntad
debe someterse a la de Dios hasta el entero don de mi persona, estoy muy lejos
de haber cumplido un acto cultual religioso. Ese sometimiento debe ser actualizado
de alguna manera práctica. No se trata únicamente de poner un hecho externo que
le demuestre a Dios y nos persuada a nosotros mismos la sinceridad de
nuestro reconocimiento teórico. Se trata de poner un hecho externo que someta efectivamente
nuestro albedrío a la autoridad absoluta del que nos ha hecho libres. O de
aceptar, como emanado de la voluntad soberana de Dios, un hecho ajeno a la
nuestra y que nos ofrece, por contrariarnos de algún modo, la ocasión de
negarnos a nosotros mismos y de darnos al Autor de nuestro ser.
Hay
otras razones de que la forma esencial del sacrificio — nuestra intención
sacrifical interna — se realice en un símbolo concreto. A ellas se refiere santo
Tomás con las siguientes palabras:
“La
perfección de nuestro espíritu consiste en someterse a Dios; y la alcanzamos
dando a Dios la reverencia y el honor que le son debidos. Porque cada cosa
recibe su perfección del hecho mismo de someterse su superior [en el ordenamiento
natural de los seres]; como el cuerpo, respecto al alma que la vivifica; y la atmósfera,
respecto al sol que le comunica su calor y su luz. Mas he aquí que la mente
humana necesita, para unirse con Dios, ser conducida como de la mano por las
cosas sensibles. Porque los atributos de Dios, que no se ven, tanto su eterna
potencia como su divinidad, se han hecho visibles por medio de la creación (tal
enseña el Apóstol: ad Romanos, I, 20); de modo que la inteligencia consigue
formar idea de esas realidades de Dios, al través de sus creaturas. De ahí que
sea necesario usar de algunas cosas corpóreas, empleándolas a modo de signos, a
fin de que por ellas se determine el espíritu del hombre a la realización de
los actos espirituales que le unen con Dios”[2].
Puede
añadirse la razón sugerida en una de las primeras páginas del presente ensayo,
a saber: el oficio pontifical del género humano entre el cosmos y Dios; nuestra
misión de consagrar todas las cosas sometidas por Dios al dominio de nuestra
inteligencia, y religarlas con su Principio eterno, haciéndolas partícipes de
nuestro retorno consciente y voluntario al Creador.
Así,
pues, toda acción sacrifical es objetiva. La que resulta de unirse a un
sacrificio ajeno es tan sacerdotal como la del mismo sacerdote que actúa por
iniciativa propia. Y ello de un modo prácticamente infalible dentro del Cuerpo
místico.
Empero,
no toda adhesión a un sacrificio religioso es verdadero acto de culto. Cuando
se reduce a una mera compasión afectiva no se da sacrificio, ni siquiera en
sentido impropio. El unirse al acto sacrifical ajeno debe ser un co-padecimiento ofrendado en unidad de fe y
de amor religiosos, puesto que su fin es la unión transformante del alma con
Dios[3]. Objetivado así nuestro
sacrificio en la oblación ajena, ésta sigue siendo materialmente ajena, pero ha
empezado a ser formalmente común, constituida en término único de dos acciones
sacerdotales convergentes.
Hay,
pues, necesidad de distinguir entre compasión religiosa y compasión sensible o
sentimental. Esta es episódica, intranscendente. Aquélla, en cambio, es sobrenatural
y transciende las fronteras personales para realizar una sola intención de
coincidencia con la Voluntad divina.
Se
demuestra así necesario que exista una cualidad previa común en el alma del que
ofrece el sacrificio y de quienes adhieren a él; una realidad óntica consagratoria
que impregne y caracterice al afecto sacrifical desde su raíz, constituyéndolo
en religioso y en cristiano. La mera adscripción jurídica a la eficacia del sacrificio de la cruz (el affectus
parentis asumido por la auctoritas Christi[4] de
que habla Arnaud de Bonneval) es un trámite enteramente extraño al
espíritu de la Nueva Alianza. Todo en la Iglesia de Cristo realiza la
máxima unidad de acción posible con el Sacerdote único, más allá del alcance
metafórico de las denominaciones extrínsecas y de los meros compromisos
contractuales, propios de la Antigua Ley. En la medida en que nuestro derecho a
elegir y nuestra necesidad de merecer lo consienten, las operaciones de todo el
Cuerpo místico participan del dinamismo infalible de la acción sacramental.
[1] Cf. la comunicación de Fr. Guillermo Baraúna,
O. F. M., sobre el reciente Congreso Mariológico de Lourdes (Septiembre 1958),
en Rev. Ecl. Bras. 18 (1958) 995. El autor de la tesis a que nos
referimos, Fr. Constantino Koser, O. F. M., ha hecho un penetrante
análisis crítico de la copiosa documentación estudiada. Sus conclusiones nos
parecen, prima facie, demasiado restrictivas, achacosas de esencialismo.
Nuestra admiración por el Autor, cuyo talento especulativo y método escrupuloso
de trabajo son poco comunes, nos obliga a dar carácter suspensivo a nuestro
disentimiento, en espera de la publicación de su estudio.
[2] S. Tomás, Summa theol.
II-II, 81, 7.
[4] La coopération de Marie est donc, au
sentiment d'Arnaud, une supplication inspirée par l'amour de son Fils; cette
affection suppliante, le Fils non seulement l'agrée, mais la fait parvenir à
son Pére avec ses propres voeux. « Ainsi assumée, glose l'abbé Laurentin, par
l'auctoritas Christi, la coopération affective de Marie prend une valeur
effective ». Effective évidemment sur son plan a elle, etc., etc. ». (Dillenschneider
Cl., C. SS. R., Marie dans l'écomoie de la création renovée, Paris
1957, 140).