XXIX
Entre
todos los prejuicios y opiniones congénitas aceptados por la generalidad de la
gente, ninguno está tan fuertemente remachado en el alma cristiana como el
lugar común architrivial que consiste en considerar que la famosa codicia judía
y el instinto de mercantilismo versal del pueblo errante son obra de un riguroso
decreto que lo castiga así por haber traficado con su Dios.
Incontestablemente,
a partir de la venta de Cristo, en que ese instinto se desencadenó, vale decir,
a partir del justo punto matemático en que se consumó innoblemente su vocación
de depositarios de las profecías, los Judíos quedaron fijados en su infidelidad,
del mismo modo que todos los hombres, según la Teología, quedan irremisiblemente
amarrados, cuando la muerte los sorprende, a la circunstancia precisa del
pecado del cual están impenitentes.
No
otra cosa he dicho toda mi vida, y hasta creo haber entreabierto, para hacer entrar
un poco de luz en las tinieblas, la pálida puerta de lo Irrevocable.
Pero
cuando el “gusano" de su condenación apareció hacía ya muchísimo tiempo
que los roía en su interior. Porque nadie, ni los peores malvados, tiene el
poder de trastrocar su propia naturaleza, pues la esencia de las cosas no se
desvirtúa, no cabe admitir, por contrario a las disposiciones indeclinables de
Dios, que los Judíos no hayan sido siempre substancialmente —desde su
origen en el seno de Abrahán que los engendró a todos—, lo que muestran ser
hoy.
Nada
pueden en ese sentido la inmensidad de ese Nombre, bendito por sobre todos los
nombres, ni la imponente santidad del Patriarca. Pero, ¿qué digo? ¿No da precisamente
eso, para pavor del pensamiento, cierta medida que permite apreciar la caída en
torrente de sus innúmeros hijos, que no cesan de rodar a través de la historia
humana, rebotando contra todos los muros resonantes?
En
ese tabernáculo sublime que se llama para la eternidad el "Seno de
Abrahán" debió existir, desde el primer momento, en estado de indefinible
germen, la horrible cizaña de maldición y de asco cultivada exclusivamente y
con tanto celo por la descendencia cadavérica del "Elegido" de
Jehová.
En
otros términos, aquel que fue llamado el "Amigo de Dios para siempre"
y que jamás tuvo "semejante en gloria", debió llevar dentro de sí
—bajo las especies de la luz— toda la infamia de la usura y de la cambalachería
de las cuales su lejana descendencia, repudiada por el género humano, tendría
que subsistir en los tiempos futuros.
Un
aplastador ejemplo de ello nos da la admirable negociación de la amnistía de Sodoma,
en el capítulo XVII del Génesis.
Séame
permitido traer aquí a colación, para liberar del todo mi alma, una paráfrasis
algo más que extraordinaria.
El
autor, cuyo anónimo he prometido respetar y que es, creo, al mismo tiempo que un pestífero, el último fervoroso de la alta
exégesis de los viejos días, se muestra aquí como un exigente especulativo,
negándose a salirse un solo instante de este punto de vista: Abraham es absolutamente,
por María, el Padre del Hijo de Dios, y es en nombre de la Virgen Madre
que le habla a su Señor.
Queda
sobreentendido que esta página se ofrece como esos caracteres en relieve que
sirven para la educación literaria de los jóvenes ciegos.
Los
lectores al tanteo lúcido encontrarán en ella, fuera de duda, una singular
prueba del espíritu hebraico del Patriarca, que negocia paso a paso — como
Un Judío de Argel o de Varsovia regatearía un sucio harapo— la justa
impaciencia de su Señor encolerizado.
¡Misericordiosa,
adorable judiada de los comienzos, cuando no existía todavía ni el nombre de
los Judíos y los cabritillos de los pastores podían triscar gozosos en las colinas
llenas de perfumes y de incensarios, no profanados aún por la abominación del
Pueblo de Dios!