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El sacrificio de la Madre de Dios y el del altar.
Antes
de discurrir sobre el tema del subtítulo, era casi indispensable poner ante los
ojos del lector una imagen concreta, dar una idea viva, del lugar que el eterno
Sacerdote reconoce a la Virgen en su obra; y de cuán judaica (no perversa,
necesariamente, sino característicamente judaica) es cualquier teología que no
reconozca todas las consecuencias de glorificación de lo humano, reales,
propias, que resultan de ser Nuestra Señora Madre de Dios; y de tener
nosotros el carácter de hijos de Dios.
Hay
quienes reconocen aquella prelacía óntica de la Virgen, y la superioridad consecuente
de su sacrificio. Mas, por no tomar en cuenta la absoluta novedad del sacerdocio
cristiano, afirman al mismo tiempo que el sacrificio de la Madre de Dios es
menos propiamente sacerdotal que el de los obispos y presbíteros de la Iglesia
católica[1].
Menos propiamente ministerial, es la calificación que corresponde. Y ello porque María
(conforme lo señalamos en el parágrafo 2 del presente capítulo), actúa en comunión
de voluntad e inteligencia con el supremo Sacerdote; no en cumplimiento de órdenes
suyas, mediante poder instrumental infuso.
Una
mas ceñida participación formal no puede producir, en la línea de la forma
participada, efectos menos propios. Los ejemplos que el P. Laurentin aplica a su paradoja,
a modo de lubrificante, no logran hacerla andar. En cambio, consiguen poner de
manifiesto el preciso punto vulnerable de su magnífico alegato en favor del
sacerdocio de la Virgen; y nos muestran la razón de que sus conclusiones se detengan,
irresolutas, más acá de la visual de las premisas.
Sólo
en el caso de una analogía de atribución, o de una analogía de proporcionalidad impropia (metáfora), puede
ocurrir —y siempre sin paradoja— que la noción común se realice menos
propiamente en el analogado más noble. Si convenimos en llamar “padre”, sin equívoco alguno,
al principio personal masculino de la generación sexual humana, ya estamos de
acuerdo en que la paternidad de san José con respecto al Hijo de Dios es
sólo atributiva, no formal. Lo paradójico, a fuer de absurdo, sería sostener
que Jesús y José son correlativa y formalmente hijo y padre. Jesús
parece hijo de José, por serlo de María y por obedecer al esposo
castísimo de María como a un padre; pero no lo es, sino
por mera atribución: “ut putabatur, filius Joseph” (Luc. 3, 23). Lo cual no
obsta para que san José merezca, por su misión inenarrable en el ámbito
familiar de la maternidad divina, el título de Lumen patriarcharum. Mas
la razón formal de este título no tiene mucho ni poco que ver con la forma
esencial de la paternidad biológica.
Otro
ejemplo inválido es el del matrimonio espiritual de los místicos, más noble (en
su término y absolutamente) que el matrimonio natural o sacramental: y menos
propio en su noción, menos propiamente matrimonio.
No
puede ser de otra manera, ya que se trata de una metáfora, de un símil literario.
El término de analogía que los autores espirituales (como san Juan de la
Cruz, a imitación del autor del Cántico de los cánticos) refieren a
la unión transformante del alma con Dios, no es el matrimonio mismo (con su
materia y su forma orientadas a una finalidad exclusivamente suya), sino la
virtud unitiva del amor nupcial.
Considerado
este amor en sus realizaciones más elementales (por ejemplo, en su especie tan
numerosa de mera atracción sexual legalmente decepcionada), responde con
proporción impropia al analogado de los místicos desposorios. Pero asciende a
término de analogía de proporcionalidad propia, si se lo considera cumpliendo,
por mutuo don personal, los fines sobrenaturales del matrimonio cristiano; ya
que en tal caso participa de la misma formalidad que la contemplación infusa:
el amor que une a Cristo con su Iglesia. Y aquí vuelve a ocurrir, corno
la lógica lo pide, que el término más noble es el que realiza más noblemente la
forma común: el amor de la unión mística es más puramente caridad, y más
efectivamente unitivo, que el amor nupcial de los esposos bautizados.
Tampoco
son homólogos del sacerdocio ministerial los otros dos ejemplos aducidos por el
P. Laurentin. El crucifijo y la estatua colman, con sólo ser, su
formalidad específica de imágenes de artificio, correspondiente a la causa
final de cada una de ellas: representar los rasgos exteriores de Jesús
crucificado, la una; y de un rey, la otra. En cambio, la Virgen y el hijo del
rey no poseen esa formalidad de imagen artificial, ni per se, ni por
participación. No pueden, pues, constituirse en términos de una analogía de
proporcionalidad propia con respecto a ninguna imagen de arte humana. Tampoco
se relacionan con la imagen secundum intentionem (analogía de atribución). Luego, nada tiene de
paradójico que la Virgen y el príncipe, dentro de las correlaciones del ejemplo,
sólo sean imágenes per modo di dire, metafóricamente hablando.
Para
acentuar la impresión paradojal que atribuye a sus ejemplos, el P. Laurentin
pone el índice en un detalle que acaba de desquiciar los términos de la
analogía: la Virgen, observa, no es adorable; y el crucifijo, si.
¿No advierte el talentoso Autor que a un nuevo fin responde una nueva forma?
Las
muestras de adoración que se hacen ante un crucifijo no miran a la imagen en
cuanto tal, en cuanto es un traslado fiel de los perfiles corpóreos de Nuestro
Señor en la cruz, conforme el artesano los ve, los recuerda o los imagina. Los
actos de culto ante un crucifijo miran a la imagen en cuanto representa a la
divina persona del Nazareno, en cuanto es una imagen religiosa, un
simulacro destinado al culto de latría, mediante aprobación de la autoridad
competente (que suele aprobar y
bendecir con liberalidad excesiva imágenes bastante infieles, en todo sentido).
No hace falta decir que la Virgen, en su ser viviente, no participa de la
formalidad de imagen religiosa; no es, ni por metáfora, ese instrumento de
culto que llamamos imagen. Es, en cambio, el dechado de una muchedumbre de
pinturas y esculturas destinadas al culto de hiperdulía; simulacros análogos a
ella, que son ella misma, por analogía de atribución (De atribución muy
impropia, dijo en Lourdes, a su modo, santa María Bernarda).
De
todos los quehaceres que concurren
al buen éxito de la pesquisa teológica,
el más fecundo y el más fácil, es el de discernir con precisión los tipos de
analogía que se dan entre dos o más nociones. Discernirlos en su propia luz; no
matizarlos. Donde la noción analógica ofrece un nuevo aspecto a nuestra
inteligencia, no hay un matiz de la misma noción, sino una nueva relación
analógica; ya sea porque los mismos términos se relacionan, en verdad, de más
de un modo; o porque uno de ellos, o ambos, son entendidos según diversa
suposición.
Suele
ocurrir con bastante frecuencia el caso mixto de conceptos vinculados por analogía
de atribución y de proporcionalidad propia. En general, es ésta, no aquélla, la
que tiene voz y voto en las exposiciones doctrinales. La metáfora, por su
parte, es sólo un recurso auxiliar ilustrativo.
Mas
no siempre es metáfora lo que parece tal. No hay duda que sólo en sentido
impropio se dice de Nuestro Señor (como lo hace el Apoc. 5, 5, explicitando un
pasaje del Gén. 49, 8-12) que es “el león de la tribu de Judá”. En igual
sentido hablaba Nuestro Señor cuando decía de Herodes que era “un zorro” (Luc.
13, 32). Y el mismo artificio de lenguaje empleamos nosotros, muy a conciencia,
cada vez que aseguramos a un padre novel, para encender su vanidad inocente y
hacerle feliz, que su primogénito es su retrato.
En
cambio, no formamos conciencia de hablar en sentido impropio, cada vez que en
teología, balbuceando lo que sabemos del misterio de la Santísima Trinidad,
empleamos los términos padre, verbo, hijo, espíritu, substancia, hipóstasis,
persona, propiedad, misión, procesión, etc. Formamos conciencia de que los
términos son impropios, en el sentido de que son insuficientes a significar
tanto ser. Mas no hablamos en estilo metafórico.
Los
padres, los hijos de nuestra raza mortal, y el aire sutil que nos parece
nuestra mente, análogo al que respira nuestro pecho, están en el origen de los
tres nombres dados a las tres distintas relaciones que subsisten, reales, en el
único Dios; pero el tesoro conceptual de inteligibilidad infinita que la
revelación refiere a esos nombres, los purifica de las ideas biológicas y
materiales que representan en su origen. Más aún, a la luz de esas nociones
cristianas, por efecto de la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu
increados, conocemos mejor nuestro espíritu y sabemos la razón última de que muevan
a tanto amor natural y deban ser objeto de tan sagrado amor los padres y los
hijos de nuestra sangre.
Algo
semejante ha ocurrido con las ideas de religión, de culto y de sacerdocio, desde
que la revelación cristiana nos presentó la obra del Verbo encarnado en
concordancia con las profecías, pero iluminándolas en profundidad — como un
conjunto de actos propiamente sacerdotales. Enriquecida la noción de paternidad
divina, son otros ahora los conceptos de religión y de fe. Transcendida la
noción clásica de Supremo Pontífice, por su real identidad de persona
con el Verbo de Dios, otra es hoy cada una de las cosas a que se refieren los
signos conceptuales de sacerdote, sacrificio y ministro sacerdotal.
Y al cambiar el suppositurn en los términos analogados, lógico es que
puedan cambiar asimismo sus relaciones analógicas.
Lo
esencialmente personal es incomunicable ad extra. Lo personal divino, a
fortiori. Sólo las tres personas eternas son unívocamente Dios. De ahí que
no pueda darse participación unívoca del sacerdocio del Verbo encarnado.
Los
justos de la Promesa y los de la Ley mosaica ejercieron (tal como hoy los
justos que viven fuera del cuerpo visible de la Iglesia) un sacerdocio virtualmente
cristiano: el de la gracia santificante; la cual es “principium quasi univocum,
et unius generis”[2].
Aquella
gracia es ahora el substrato común genérico de cuatro formas de sacerdocio;
todas cuatro constituidas por una diversa participación óntica de la gracia
capital del supremo sacerdote, Jesucristo: la singularidad transcendente de la
Madre de Dios, y cada uno de los tres caracteres sacramentales. Constituyen una
especial relación con el Pontífice eterno en cuanto tal, en cuanto “princeps
aeternae religionis” y añaden a la cualidad que nos hace partícipes de la
naturaleza de Dios, y a la energía divina de los dones y de las virtudes, una aptitud
sacrifical específica, en orden al sacrificio único de la Nueva Ley.
Aptitud sacrifical análoga a la del divino sacerdote, con analogía de proporcionalidad
propia; tanto la de la Virgen, como la de los sacerdocios menos próximos a la
plenitud fontal.
Antes
que Nuestro Señor capitulara al género humano en su persona, cualquiera de los
justos podía rendir a Dios un culto acepto, mediante el símbolo que arbitrara
su honesta razón o la costumbre legítima; ya presentase a Dios la ofrenda por
sí mismo, ya lo hiciese por medio de los oferentes ministeriales. La univocidad
de aquel sacerdocio autorizaba la multiplicación de mediadores y de
sacrificios. Ninguno era el sacrificio de la cruz; y todos tendían a él,
en mayor o en menor grado. (Se ha sostenido que los profetas de Israel fueron opuestos al culto, y
que lo fueron sistemáticamente[3].
No es verdad; pero puede afirmarse que contra un culto formalista, a cargo de
sacerdotes indignos, proclamaron la validez de los sacrificios no rituales
ofrecidos en gracia de Dios).
Por
la misma razón de su carácter divino que lo hace insubstituible, el sacerdocio
del Verbo encarnado excluye cualquier acción cultual independiente de la suya, cualquier
sacrificio ajeno al de la cruz. La muchedumbre de los ministros del culto católico
no multiplican la mediación y la ofrenda únicas. No son representantes
nuestros, por diputación multitudinaria, de abajo hacia lo alto, como los
ministros sacrificadores de la Antigua Ley. En unión con la Cabeza vicaria del
Cuerpo místico (san Pedro Apóstol, y todos los obispos que ocupan su cátedra
con pleno derecho), reciben de la persona de Nuestro Señor la representación
del Cristo total, conforme a los diversos grados de autoridad y de poder
constitutivos del sacramento del orden.
El
sacrificio del altar (la acción máxima - y la máxima obra de
contemplación - de que son capaces los ministros del culto, y sólo
ellos), ha sido creada para instituir la unidad de todas las intenciones
sacrificales del Cuerpo místico, de manera infalible y permanente,
incorporándolas a la única eficaz: la del Hijo de Dios.
Con
todo, los sacramentos no esclavizan al Autor de la gracia; ni el tiempo
delimita las relaciones que su mente concibe de toda eternidad. Es así cómo la
Virgen, antes de la institución de la Sagrada Eucaristía, unió todas las intenciones
sacrificales de que era capaz su virtud de religión, al fin sacrifical de la
unión hipostática; fin que incluía la institución del sacrificio del altar.
No
puede darse una participación formal
superior ni más propia del sacerdocio de Cristo. Si éste fuera, como el
sacerdocio de la Antigua Ley, esencialmente ministerial (y para ello tendría
que dejar de ser divino), la participación más perfecta sería la alcanzada por
el sacramento del orden. Mas, por ser el sacerdocio de la humanidad capitulada
en una persona divina, es personal, esencialmente. Nadie, pues, lo participa mejor,
ni lo pone en acto con mayor propiedad, que la persona más íntimamente vinculada
al ser y a la misión sacerdotales del Verbo de Dios.
La Virgen,
como los simples fieles, no es ministro del culto; y sólo por analogía de
atribución puede llamársele tal. Pero es más propiamente sacerdote -en sentido
cristiano - que todo el Cuerpo místico, engendrado por ella al pie de la cruz,
en el instante de su más estrecha unión con el Sacerdote único.
Cuanto
más personal es una acción, tanto más propiamente coopera a otra acción
personal subordinante. Desde el Fiat de Nazaret hasta el Amén dolorosísimo
del monte Calvario, que fueron actos heroicos de las virtudes de fe y de religión,
la Virgen cooperó constantemente al sacrificio de la cruz, dándose por entero a
sí misma. El ministro del altar, en cambio, es instrumento quasi impersonalis de una acción realizada totalmente
por Cristo; acción que puede alcanzar y aplicar sus efectos, sin que intervengan
la fe ni la virtud de religión del celebrante. (Si este inmenso poder, tan a
salvo de las fluctuaciones de la vida sobrenatural del ministro, es como un
título de nobleza que compromete su esfuerzo -noblesse oblige - en
procura de su unión de amistad con la persona del eterno Pontífice, mucho más
lo comprometen el ministerio de la palabra y el del perdón divinos, necesitados
de una sabiduría y de una prudencia que no se dan sin fe y sin religión).
Hay
quienes reconocen el poder sacrifical de María, aplicándole un rótulo que equivale
a negarlo. Son los que afirman que el sacerdocio de la Madre de Dios es subjetivo,
pues consiste en la mera posibilidad de unirse al sacrificio del Señor
(directamente o por medio de la misa); mientras que el sacerdocio del Señor y
el de los ministros de su culto es objetivo[4].
Acabamos
de ver que la acción instrumental del ministro de la Eucaristía, en el
uso de sus máximos poderes, es menos cooperante que la de la Virgen,
consagrada, con toda su persona y con toda su vida a la misión que su Hijo consuma
en el Calvario. Por ser menos cooperante su actividad, es menos suyo el objeto
alcanzado. Y no es mayor, entitativamente, que el objeto alcanzado por el sacrificio
de la Virgen; ya que uno y otro son, en substancia, el mismo cuerpo y la misma
sangre de Dios.
[1] Laurentin, op. cit. II, 123.
[3] Contra esa afirmación y contra las exageraciones
que le ha opuesto la escuela bíblica escandinava, cf. Miller-Metzinger O. S. B., Introductio specialis in Vetus Testamentum,
nn. 64 y 444, Neapoli-Romae 1958, 59 y 390; Gelin A., Les livres
prophétiques postérieurs, en Introduction á la Bible, Tournai 1957, 484-
485 Y 514-518.
[4] Laurentin
R. op. cit.
II, 170.