XXXI
Tales
son los Judíos, los Judíos auténticos, semejantes en todo a aquel Natanael
que fuera visto debajo de la emblemática higuera y de quien, no obstante, Jesús
dijo: “He aquí un verdadero israelita, en el cual no hay engaño".
Tales
plugo a Dios formarlos en su origen y tal, por amor, no temió configurarse Él
mismo al hacerse, en cuanto a la carne pasible y mortal, Hijo de Abraham.
He
renunciado hace ya demasiado tiempo a no desagradar, para que me detenga ahora
el temor de congestionar a algunos fogosos sacristanes diciendo, como digo, que
Nuestro Señor Jesucristo debió cargar también eso, de la misma manera que cargó
con todo el resto, vale decir, con una exactitud infinita.
Sin
hablar ya del gran Holocausto, que fue evidentemente la "especulación"
más audaz que un israelita haya concebido jamás, poco costaría encontrar en lo exterior
de las palabras infinitamente amables y sagradas del Hijo de Dios, ciertos
vínculos de familia con ese eterno espíritu judaico que hace rebullir a la
gentilidad.
¿El
ecónomo infiel, por ejemplo, no es elogiado
precisamente por su fraude y la insondable conclusión de Jesús no
está acaso, en el precepto formal "de hacerse amigos con las riquezas de
iniquidad?[1]
No
otra cosa en suma que la tradicional recomendación de engañar y despojar
"antiguamente notificada a los seis mil hebreos que se marcharon de Egipto
cargados de tesoros tomados en préstamos sin intención de devolverlos, con la
ayuda de Dios mismo, que los protegió en su huida."[2]
¡Identidad
perpetua en la profundidad de esos Textos santos, cuyo sentido literal escandaliza
a tantos malhechores y cuya exégesis jamás será accesible a los imbéciles!
Se
tiene la impresión de caer en un abismo cuando se piensa que la palabra Egipto —“Mizraim"
en hebreo— significa literalmente Angustia o Tribulación; que el
primer José, vendido por sus hermanos, tan claramente figurativo del
Verbo hecho carne y a quien obedeciera todo ese pueblo salvado por él del hambre,
"fue llamado en lengua egipcia Salvador del mundo; y que, por
consiguiente, el mismo Jesús, el "con-sumador" o concentrador hipostático
de las profecías y de los símbolos, venido de su Padre exclusivamente para reinar sobre el Dolor
universal, no hizo otra cosa, después de todo, cuando se evadió por el oprobio
de su suplicio, que llevar consigo los tesoros de angustia hereditaria y las
tribulaciones economizadas que recibiera en préstamo —sin intención de
devolverlos jamás— de todos aquellos que habían tenido confianza en Él.
Después
de la desaparición de ese Fallido adorable de la desesperación, los Judíos que,
“sin saber lo que hacían”, acababan de crucificar en Su Persona la
conciencia misma de su Progenitura, siguieron dejándose llevar por el
instinto de la Raza, que la Encarnación milagrosa había amalgamado de tan poderosa manera —aunque tan vanamente para ellos— con
la Voluntad divina... Y ya no quedó en sus manos otra cosa que ese pobre Dinero
sucio que debía reemplazar a su Mesías.
[1] Luc.
XVI, 9.
[2] Ex.
XII, 35 s.