XXV
No
tengo, ciertamente, motivo para suponer que los cristianos de la Edad Media poseyeran,
en general, tan transcendentales percepciones acerca de Dios y de su Palabra.
Pero, no habiendo conocido el siglo XVII ni la Compañía de Jesús, eran simples,
y si no creían con un alma enamorada, creían con un corazón tembloroso, como
está escrito de los demonios[1], y
eso bastaba para que algo adivinaran, para que sus temores y sus esperanzas
llegaran más allá de los mezquinos horizontes entrevistos por los soñolientos
rebaños de la piedad contemporánea.
"No
te he amado para divertirme", oyó un día la visionaria sublime de Foligno.
Estas cándidas palabras cuentan la historia de millones de almas.
La
religión no movía entonces a risa, y la Vida divina, para esa gente simple, era
la cosa más seria, más perentoria del mundo.
En el
Evangelio se habla de cierto Simón de Cirene, a quien los Judíos obligaron a
llevar la Cruz con Jesús, que sucumbía bajo su peso. La tradición nos dice que
era un hombre pobre y piadoso y que inmediatamente quiso hacerse cristiano,
para tener el derecho de llorar como tal recordando a la Víctima cuya ignominia
había tenido la gloria de compartir.
¿No
se piensa conmigo que semejante adjunto del Redentor humillado es una evidente
prefiguración de esa Edad Media plena de horcas y de basílicas[2],
de tinieblas y de espadas sangrantes, de sollozos y de plegarias, que durante
mil años cargó sobre sus hombros, hasta donde pudo, la inmensa Cruz, caminando
con ella por los negros valles y las colinas dolorosas, exaltando a sus hijos
en la misma angustia, sin sepultarse en la tierra hasta que ellos hubieron
crecido lo suficiente para sustituir su compasión con la propia?
¡Prodigiosa,
infatigable resignación!
El pan
le falta muchas veces, y el reposo siempre;
La
mujer, los hijos, los soldados, los impuestos,
Los
acreedores, la carga vecinal,
Forman
la exacta pintura del rigor de sus desdichas.
Llama
a la Muerte; viene sin tardar
Y le
pregunta qué se le ofrece:
—Que
me ayudes a volver a cargar Este Madero...[3]
La
Fontaine se equivocó. No era un haz de leña lo que los leñadores pedían a la Muerte que
les ayudará a cargar sobre sus hombros. Era el Madero de la Salvación
del mundo, la "Esperanza única" del género humano, que los Judíos los
obligaban despiadadamente a llevar.
Nunca
se negaban a hacerlo por mucho que estuvieran agotados por la fatiga y envueltos
en una perpetua niebla de miserias, y si a veces se rebelaban contra los pérfidos
era, como he dicho, porque éstos se negaban a poner fin a las Congojas de
Cristo, sentimiento de una ternura inefable que ya nadie comprenderá jamás.
[1] "Tú crees que Dios es uno: haces bien;
también los demonios lo creen, y tiemblan". Santiago, II, 19.
[2] Paul Verlaine.
[3] La Fontaine: La Muerte y el Leñador.