Nota del Blog: presentamos a continuación un interesantísimo trabajo escrito por el P. José Ramos García C.M.F., publicado en "Estudios Bíblicos" IV (1945), pag. 361 ss.
En este trabajo Ramos García da una nueva división de la jerarquía angélica, apartándose así de la división "tradicional" que nos legara el Pseudo-Areopagita. A decir verdad nunca nos había convencido del todo esa división y este trabajo vino a corroborar nuestras sospechas.
Con este ensayo, el autor nos ha ayudado a comprender mejor algunas visiones y personajes que intervienen en el Apocalipsis, haciéndonos mudar de opinión al respecto.
El presente trabajo estará dividido en cinco partes: las dos primeras serán sobre el diaconado, y luego las tres últimas, y sobre todo las secciones III y IV, tratarán sobre la jerarquía angélica.
Como
se ve por él título, el trabajo tiene dos partes, partes que son sensiblemente
iguales en su desarrollo, aunque otra cosa aparezca del esquema. En la primera,
que es la que propiamente responde al encargo recibido, digo del diaconado como
potestad y como sacramento, comparando la potestad diaconal con la sacerdotal
para mejor declarar su naturaleza, y el rito de la ordenación de los primeros
diáconos con el de otros sacramentos para mejor apreciar la razón sacramental
de aquél. En la segunda se compara la institución del diaconado, y en general
de la jerarquía eclesiástica, con la jerarquía angélica de una manera un tanto
original. Esta comparación, so pena de ser vana o estéril, tiene que tener por
base sólida un conocimiento verdadero de una y otra jerarquía, y en ello he
trabajado con amor, echando por nuevos derroteros, con resultados al parecer satisfactorios.
Teníamos para ello una mina riquísima en
la Biblia y en la tradición antigua, que la Teología escolástica no
acertó a explotar, embarazada en este
punto con las especulaciones, más bien artificiosas, del Seudo-Areopagita,
por la falsa persuasión de que su autor era Dionisio Areopagita convertido por San
Pablo (Act. 17, 34).
Sin
perderse en pormenores, que podrán ser estudiados oportunamente, el trabajo
aspira a presentar un sistema doctrinal de conjunto, conexo y bien fundado, y
tal que pudiera interesar a la misma Teología, la cual haría bien en tomarlo en
cuenta para hacerse así en éste, como se ha hecho en otros puntos, cada vez más
bíblica y positiva, en la persuasión de que con eso no perdería nada; antes
ganaría mucho en relieve, precisión y colorido, pues la Biblia será siempre
el alma de la Teología, al revés de lo que se advierte en ciertos exégetas, que
quieren hacer de la Teología el alma de la Biblia.
Bien
está la especulación, pero no hay especulación más segura y fecunda que la que
gira en torno de las palabras inspiradas, de las cuales se debe decir, y con
mayoría de razón, lo que el Eclesiastés afirma de las palabras de los sabios: “las
palabras de los sabios son como aguijones y cual clavos hincados” (Ectes.
12, 11). Prefiero volar atado de un hilo que me contenga dentro del espacio
real a vagar a mis anchas y sin trabas por el espacio imaginario.
I. El
Diaconado en sí como Potestad y como Sacramento
1. La
potestad diaconal y sus funciones.
La
palabra griega διακόνεω, usada ya por los trágicos, en Herodoto,
Platón y siguientes, equivale a la latina ministro, administro,
paro, praeparo, que es cuanto en castellano “servir” en sentido
de preparar, repartir, distribuir alguna cosa a alguno o en nombre de alguno, particularmente
en la mesa (Anacr. 4, 50; Athen. 6, 46). El vocablo abstracto διακονια, en su acepción clásica, viene usado ya por Platón
y Thucídides para indicar cualquier manera de servicio o ministerio,
particularmente el de la mesa. (Xenoph. Oec. 7, 41), y luego el conjunto de
vasos en que se sirven los manjares (Athen., página 208 a), lo mismo que
nosotros llamamos servicio de mesa, y en este sentido se usa una vez en I
Mac. 11, 58. Por semejante manera, el nombre concreto διακονος o διακῶν, como nombre de oficio más que de condición, no
significa precisamente el siervo o esclavo, sino el sirviente, encargado o ministro;
algo así como encargado o mozo de servicio, con referencia particular a la mesa
y los festines principalmente de los reyes y de los dioses.
Tenemos
de lo primero un ejemplo flamante en el libro de Ester, donde sale hasta
cuatro veces la palabra διακονος o διακονια para significar el ministerio de
los eunucos, que estaban al inmediato servicio del rey Assuero, y que
eran por cierto en número de siete, señalados allí por sus propios nombres (Est.
1, 10; 2, 2; 6, 3-5).
De lo
segundo, en el CIG, n. 1800 tenemos una inscripción en que se hace mención del
Colegio de los diáconos (diakonon) de Serapis, lsis, Anubis, a los
cuales presidía un sacerdote (lereus) (Thieme. Inschr. von
Magnesia, pag. 17 s.). Y en este servicio sagrado parece entrar por mucho el
servicio a la mesa del dios respectivo. Así parece poderse colegir de estas dos
invitaciones a la mesa del señor Serapis (siglos II y III), sacadas de los Papiros
de Oxirynkho, publicados por Grenfell y Hunt (1898-1903).
a) “Antonio,
hijo de Ptolomeo, te convida a comer con él a la mesa del señor Serapis, en la
casa de Claudio, hijo de Serapión, el 16 del corriente a la hora de nona” (N.
253).
b) “Khairemón
te convida a comer a la mesa del señor Serapis, en el propio Serapeo, mañana 15
del corriente, a la hora nona” (N. 110).
Nada
más puesto en razón que el suponer que en estos convites sagrados a la mesa de
Serapis, análogos a los que S. Pablo prohíbe a los fieles de Corinto (I
Cor. cc. 8-10), sirvieran los mencionados diáconos del Colegio de Serapis,
y aún esa sería tal vez la razón principal de su institución pagana.
Por el
uso que de las dichas palabras se hace en el N. T. se desprende claramente que
el oficio de diácono puede tomarse genérica y específicamente. Genéricamente
se significa por él cualquier servicio o ministerio desempeñado a favor de tercero,
bien por propia iniciativa o bien en nombre de otro, tal como ayudar al prójimo
en cualquier necesidad, particularmente en servicios humildes (Mat. 20, 27
s.; 23, 11; Mc. 9, 35; 10, 43-45; Lc. 22, 26; II Tim, 4, 11), prepararle o
suministrarle lo que necesita (Mat. 4, 11; 25, 44 ; 27, 55; Mc. 1, 13 ; Lc.
8. 3; Hebr. 6, 10; 1 Pet. 1, 12) y de aquí el servicio particular de
procurar o servir la limosna (Act. 6, 1; 11, 29; 12, 25; 1 Cor. 15, 15; II
Cor. 8, 4-19 ss.; 9, 1-11; Rom. 15, 25-31; Apoc. 2, 19), y el más
particular todavía y más específico de servir a las mesas (Act. 6. 2:
cf. Mat. 8, 15; Mc. 1. 31; Lc. 4, 39; 10, 40; 17, 8, al.) En nombre de
otro se ejerce el ministerio (διακονια) de los ángeles (Hebr. 1, 34),
el de los Apóstoles (Act. 1, 17-25; 21, 19 Rom. 11, 13; II Cor. 4, 1; 6, 3;
11, 23, al.; I Tim. 1,12), especialmente por la palabra (Act. 6, 4; 20,
24) y asimismo el de los obispos (II
Tim 4, 5), y tal vez el de los presbíteros (Col. 4, 17 seg. Estius),
y ciertamente el de los diáconos propiamente dichos (I Tim. 3, 10-13),
el que radica en algún carisma (I Pet. 4, 10 s.; Rom 12, 7; cf. I
Cor. 12, 28), o misión divina en general (I. Cor. 12, 5; II Cor. 3, 3;
Eph. 4, 12), y finalmente cualquier servicio indeterminado (Rom. 12, 17;
II Tim. 1, 18).
Y aquí
es bien de notar, por su importancia característica, el ministerio (διακονια) del Espíritu, de la justicia o de la
reconciliación, encomendado a los Apóstoles de Cristo (II Cor. 3, 8
s.; 5, 19), en oposición al
ministerio de la muerte, de la condenación, de la letra que mata, que era el ministerio de Moisés
(II Cor. 3, 6-7-9).
Como
se ve por lo hasta aquí apuntado, aunque la palabra diácono y sus derivadas
admiten las más variadas significaciones, ya genéricas, ya específicas, todavía
entre las específicas resalta la de servir a la mesa en los convites, y con
este carácter se presenta también la primera institución del diaconado en la
Iglesia. Véanse las palabras de la institución, de todos bien conocidas:
In diebus illis, crescente numero discipulorum, factum est murmur Græcorum
adversus Hebræos, eo quod despicerentur in ministerio quotidiano viduæ
eorum. Convocantes autem duodecim multitudinem discipulorum, dixerunt: Non
est æquum nos derelinquere verbum Dei, et ministrare mensis. Considerate
ergo, fratres, viros ex vobis boni testimonii septem, plenos Spiritu Sancto et
sapientia, quos constituamus super hoc opus. Nos vero orationi et
ministerio verbi instantes erimus. Et placuit sermo coram omni
multitudine. Et elegerunt Stephanum, virum plenum fide et Spiritu Sancto, et
Philippum, et Prochorum, et Nicanorem, et Timonem, et Parmenam, et Nicolaum
advenam Antiochenum. Hos statuerunt ante conspectum Apostolorum: et
orantes imposuerunt eis manus. (Act. 6, 1-6).
Es
indudable que con esa ceremonia de imponerles las manos y orar sobre los elegidos
se les da una potestad que podemos llamar diaconal. Mas ¿en qué consiste propiamente
esa potestad según su institución? Habremos de irla rastreando por partes,
hasta llegar a una síntesis completa.
Desde
luego se advierte que con llamarse διακονια (ministerio) tanto el oficio del obispo como el del presbítero,
denominación que les viene de la significación genérica de diakonein, la
potestad diaconal en su significado propio y específico es distinta e inferior
a la del obispo y del presbítero.
Y
primeramente la potestad del diácono es inferior a la del obispo. Así, el
diácono Felipe, uno de los siete, pudo predicar y bautizar en Samaria, mas no
pudo confirmar a los bautizados. Y por eso fueron enviados allá para ese
ministerio los Apóstoles S. Pedro y San Juan, quienes orando por los bautizados
e imponiéndoles al mismo tiempo las manos, les daban el Espíritu Santo: esto
es, los confirmaban, como unánimemente se interpreta (Act. 8, 5-17: cf. 19, 6).
Si el diácono no puede confirmar, con mayoría de razón no podrá ejercer otras
funciones episcopales más altas, cual es la de ordenar.
Pero
la potestad del diácono es además inferior a la del presbítero. Vaya entre
otras razones la siguiente. Entre consagrar el cuerpo del Señor, absolver en
nombre del Señor en el tribunal de la penitencia y aliviar a los enfermos
espiritual y aun corporalmente con la santa unción, ésta parece la menor de las
potestades específicamente sacerdotales. Ahora bien: para ungir a los enfermos,
según el conocido texto de Santiago (Jac. 5, 14 s.), es preciso llamar a los presbíteros
de la Iglesia, señal de que a los diáconos no se les reconocía tal potestad, y
con mayoría de razón las otras dos, que le son superiores a ojos vistas.
Dentro
de su esfera, la potestad diaconal, si no es triforme, tiene al menos tres manifestaciones
o aplicaciones diferentes: la económica, la evangélica y la litúrgica.
Según
la primera institución, la potestad del diácono se refiere al servicio de las mesas:
esto es, a cuanto se comprende en el sustento corporal de la comunidad religiosa,
cuya primera necesidad natural es la del alimento. El fin primordial de la
institución diaconal no sería precisamente benéfico, sino económico, que es más
general y en esa generalidad del fin económico viene cómodamente incluido el
fin benéfico. Trátase, en efecto, no de atender exclusivamente a las viudas
pobres, sino generalmente al servicio cotidiano, como se dice en el primer
versículo, el referente al panem nostrum quotidianum que ahora decimos, y en ello
vienen comprendidos todos los fieles, en aquel primer estadio de la vida
cristiana, en que se tenía, como sabemos, vida rigurosamente común (Act. 2, 47
ss.), porque vendidos sus campos y sus cosas, ponían el precio a los pies de
los Apóstoles, y de ello se repartía a cada uno cuanto necesitaba (Act. 4, 34
ss).
Corriendo
en un principio la distribución por cuenta de solos los Apóstoles, bien pronto,
aumentado el número de los fieles, hubo de haber deficiencias involuntarias en
un servicio tan necesario como engorroso, y si a esto se añaden posibles
embustes económicos, como el de Ananías y Safira que pretendían comer a dos
carrillos, de lo común y de lo propio (Act. 5, 1-11) compréndese fácilmente que
cundiera el descontento en parte de la comunidad, que se creyó menos atendida y
esta fue la ocasión de que desentendiéndose los Apóstoles de la administración
de las temporalidades, pusieran este negocio, para la Iglesia de Jerusalén al
menos, en manos de siete varones escogidos,
presentados por la comunidad y confirmados por los Apóstoles. El diácono venía
a ser así en la Iglesia lo que el ecónomo o
ministro de lo temporal en las
comunidades religiosas de nuestros días.
El
oficio económico del diácono no nació, pues, con el tiempo del oficio benéfico,
como pretende Bert. Kurtscheid O. F. M. (Historia iuris canonici, vol. I: Roma, 1941: pág. 54),
sino que éste viene comprendido desde el principio en aquél, como la parte en
el todo. Lo contrario nos parece chocar con las palabras de la institución y
crear sin necesidad una dificultad seria al ejercicio histórico de la potestad
diaconal.
Sin embargo
la potestad del diácono no se limitaba a lo económico. Apenas constituidos
los siete primeros en su oficio véselos dedicados además al ministerio de la predicación,
que los Apóstoles parecían haberse reservado para sí (Act. 6. 4), y ejercer ese
ministerio, no como quiera sino en grande escala, como lo ejerció S. Esteban en
Jerusalén y S. Felipe en Samaria y en otras partes (Act. cc. 7 y 8), y parece
haberlo ejercido Nicolás, el último de los siete, el cual según algunos habría
sido el Judas del nuevo Colegio, pues a decir de San Ireneo, Tertuliano, S.
Jerónimo y otros, fundó la secta dicha de los Nicolaítas (cfr. Apoc 2, 6-15),
los cuales se permitían el uso de las viandas ofrecidas a los ídolos y la
fornicación sagrada, que con tanta energía reprobó el primer concilio
Apostólico (Act. 15, 29). Otros escritores, sin embargo, como S. Clemente
Alejandrino, el historiador Eusebio y Teodoreto, suponen que aquellos perversos
pretendían cohonestar sus extravíos con esta sentencia del buen diácono: “abuti carne oportet”, sentencia que él entendía en
el sentido de austeridad ascética y ellos tomaron en el de licencia
desenfrenada.
Como
quiera que sea, el diácono Nicolás resulta siempre un sembrador de la palabra,
a semejanza de Esteban y Felipe, y sembradores por el estilo
fueron sin duda los demás diáconos. Si San Lucas nos refiere solamente de la
predicación de los dos primeros, es bien de notar que lo mismo hace con los
Apóstoles, limitándose a decir en particular de solos los dos mayores, San
Pedro y San Pablo. Entra aquí por mucho el refinado gusto griego, que rehuye la
repetición de las mismas cosas, por no causar hastío en los oyentes y esta
norma del buen decir la sigue también San Lucas en su Evangelio y por eso omite
la adoración de los magos por la de los pastores, la segunda ida del Señor a su
patria (Mat. 13, 54-58; Mc. 6, 1-6), la segunda multiplicación de los panes con
todos los hechos inmediatamente antecedentes y subsiguientes (Mat. 14, 22 -16,
12; Mc. 6, 45-8, 26), la segunda unción de los pies del Señor en casa de Simón
el leproso (Mat. 26, 6-13; Mc. 14, 3-9; Jn. 12. 1-8) y así varios otros
milagros y parábolas, hechos y dichos del Señor.
Si San
Lucas, narrando la predicación de Esteban y Felipe, omite,
sin embargo, la de los demás diáconos es, con toda probabilidad, por no decir
certeza, en fuerza de su conocida norma literaria, y en consecuencia, podemos
conceder a todos generalmente el título de evangelista. Que él atribuye a San
Felipe, cuando al referir el hospedaje de Pablo en su casa, a la
vuelta del tercer viaje apostólico, dice: “Alia autem die profecti,
venimus Cæsaream. Et intrantes domum Philippi evangelistæ, qui erat unus de
septem, mansimus apud eum. Huic autem erant quatuor filiæ virgines
prophetantes. ” Según Polícrates de Éfeso, que confunde con el diácono Felipe al
apóstol homónimo, éste murió en Jerápolis de Frigia con dos de sus hijas: otra
vivió y reposó en Éfeso (Eus. Hist. V, 27).
Hemos
hecho mención del título de evangelista aplicado a los diáconos. ¿Serían
ellos acaso los que San Pablo apellida evangelistas en el conocido texto
a los Efesios 4, 1.1? La respuesta afirmativa no es segura. En el
texto paralelo de I Cor. 12, 28 los omite, y en II Tim. 4, 5 da
ese mismo título a Timoteo. Parece, pues, una denominación general,
aplicable por igual a los varios grados de la jerarquía: cuantos de algún modo
anunciaban la buena nueva, de palabra o por escrito, podían llamarse evangelistas.
Y que éste fuera oficio ordinario y privativo del Obispo y los presbíteros y
sólo extraordinario del diácono, por la Escritura no se prueba, antes todo en
ella nos induce a pensar que era asunto ordinario y común de los tres grados,
salva, como es natural, la mayor dependencia en los grados inferiores. Y
esto baste sobre la actuación evangélica de los diáconos, la cual, después de
todo, no es más que una modalidad de la función litúrgica, que vamos a exponer
ahora más despacio.