XXVI
Cierto
es que los mismos Circuncisos están condenados a llevar la Cruz desde hace
diecinueve siglos, pero de muy distinta numera.
Dije
antes que a los Judíos de la Edad Media, perseguidos a la vez por todas las jaurías
de la indignación y de la generosidad cristianas, les quedaba el recurso de
oponerles, frenéticos, el Signo terrorífico desenterrado de entre los
huesos del primer Caín en virtud del cual nadie podía exterminarlos con la
espada de la Cólera ni con la espada de la Dulzura sin ser castigado siete
veces,[1]
es decir, sin exponerse a la represalia infinita del Septenario omnipotente a
quien los cristianos llaman Espíritu Santo.
Ahora
bien, el signo con el cual fue señalado el patriarca de los asesinos y que Moisés
no fue autorizado a revelar, muy bien pudo haber sido el Signo de la Cruz,
si se tiene en cuenta la inspiración constantemente reiterativa de los textos
sagrados.
La
historia maravillosa de Caín, de la cual los moralistas discurridores de exégesis
sólo han sacado la conclusión de que está mal matar al propio hermano, da, en
unos pocos versículos de una tremenda concisión, el itinerario completo de la
Voluntad divina, explícitamente declarada en los setenta y dos libros
sobrenaturales cuyo conjunto constituye la Revelación.
No
existe en la Escritura una síntesis más prodigiosa, hasta el punto que los
nombres de Abel y Caín, confrontados, forman una especie de monograma simbólico
del Redentor:
Agnus
Bajulans, Ego Lignum. Crucis Amanter Infamiam Novilitavi, etc., etc.
Podría
multiplicarse hasta el infinito este juego de iniciales, que hacía las delicias
de los escolares de otros tiempos.
Pero
se trata aquí de un punto central, de la piedra de toque de las parábolas futuras,
del eje de las Ruedas de Ezequiel, y si se intenta hablar a conciencia
de esos dos primeros hijos de Adán, que son el alba de los antagonismos
Humanos, todas las Ideas esenciales quieren precipitarse lanzando alaridos...
Baste
observar que el Señor, no pudiendo hablar sino de Sí mismo, está
necesariamente representado al mismo tiempo por el uno y el otro, por el
victimario y por la víctima, por aquel que no tiene guardián y por aquel que no
es “guardián” de nadie.
El
inocente Abel, "pastor de ovejas", muerto por su hermano, es una evidente
alegoría de Jesucristo; y el fratricida Caín, maldecido por Dios, errante y
fugitivo sobre la tierra, lo es también, no menos ciertamente, puesto que el
Salvador del mundo, habiéndolo asumido todo, es, al propio tiempo, la Inocencia
y el Pecado, según la expresión de San Pablo[2].
La aventura del Pródigo, mencionada un poco
antes, no es, en el fondo sino una de las innúmeras versiones de esta primera
aventura de la humanidad.
Sin
duda el compañero de los cerdos no mató a su hermano, pero éste fue, sin
embargo, inmolado bajo la apariencia del becerro cebado, y el bienvenido
porquerizo recibe, también él, de la mano del Padre y Señor, algunos signos
misteriosos de una extraña solicitud...
En
la inmensa selva umbría de las Asimilaciones escriturarias, se repite siempre
la misma historia y la trama infinitamente complicada del mismo secreto.
Decir,
movidos por tan insólitos pensamientos, que los Judíos están marcados con la Cruz
tanto como los cristianos y como pudo estarlo el Fratricida, es arriesgar,
cuando más, una perogrullada, nada edificante convengo en ello, como todas las
perogrulladas.
¿No
resulta evidente, en efecto, que al realizar lo que podría ser imaginado como
más idéntico a la carnicería del viejo Caín, determinaron el Cristianismo, tan
imposible sin ellos como el "clamor de la sangre de Abel" sin el
primer asesinato? Así como los cristianos llevan la Cruz visible y en relieve
sobre su pecho o en el frontispicio de sus tabernáculos, ellos la llevan en lo
hondo de sus almas desvastadas y en las temibles cavernas de sus Sinagogas.
Digan
lo que digan y hagan lo que hagan, no pueden dejar de ser, grabado en profundidad,
el Sello de la Redención.
He
aquí por qué su repulsivo aspecto es más evidenciador que el de los mejores cristianos,
que pueden tan fácilmente, por propia voluntad, alterar el relieve del Signo salvador.
Esa
marca abierta, que la ecuménica dilatación del Catolicismo ensanchara como el
precipicio del caos, han tratado de cubrir, llenándola con dinero, sin Conseguir
otra cosa que dar a ese terrible cáncer la apariencia de un pálido astro,
haciéndose ellos mismos semejantes a espejos de sensualidad y de muerte.
[1] Gen. 4, 15.
[2] II
Cor. V, 21.