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Carácter sacramental y capitalidad sacra.
Ya
hemos convenido en que el sacerdocio de la Virgen no es vicarial, como lo es el
que resulta de la colación del sacramento del orden. Cabría suponer, por tanto,
que le viene conferido mediante un carácter análogo al del bautismo y de la
confirmación, aunque más adecuado al género especialísimo de las funciones
propias del sacerdocio marial. Mas también hemos señalado que este género
especialísimo es el de la unión hipostática; al cual repugna, metafísicamente,
cualquier fricción que no provenga de límites connaturales. Así, la plenitud de
gracia del hombre que es Jesús, redundancia de su divinidad personal, supera la
de la Virgen, sin que por eso deje ella de ser la Llena de gracia. Y
esta plenitud no admite determinación alguna inferior a la de su causa final
propia, que es la maternidad divina. Luego, en María no se da, como tampoco en
la humanidad de su Hijo, un carácter sacerdotal determinado.
Los
sacramentos del bautismo, la confirmación y el orden son principios de
operación sacerdotal que sólo nos facultan para ejercer una parte restringida
del pleno sacerdocio de Nuestro Señor; pues los caracteres que imprimen derivan
de la plenitud fontal del Pontífice divino como otras tantas participaciones[1].
San
Ireneo se
pregunta por qué el segundo Adán, Jesucristo, fué hecho hijo de
mujer, y no creado directamente, como el primer hombre. Su respuesta es la
doctrina de capitulación universal del mismo género humano nuestro[2].
La encarnación del Hijo de Dios en las entrañas purísimas de la mejor de las
hijas de Adán, nos ha hecho hijos de Dios y de María; ha encabezado a la misma
raza de Adán y de Eva con dos principios de generación espiritual análogos a
los de nuestra sangre y asumidos de nuestro mismo lodo.
Coopera,
pues, la Inmaculada a la restauración del sacerdocio de Adán, transmitiéndolo,
sanado y sobreelevado en su en su carne y en su mente virginales, al Primogénito
de toda creatura. La humanidad de la Virgen es la misma humanidad capital del
paraíso, ordenada a la instauración de la capitalidad divina del segundo Adán.
Si en María se restituye a nuestra raza el prístino esplendor de la inocencia
paradisíaca, es para que el sacerdocio de Adán, divinizado, sea capaz de ofrecer
a Dios un culto indefectible y eterno.
Por
efecto de las dos últimas definiciones dogmáticas relativas a la Virgen, ha quedado
irrevocablemente confirmada la legitimidad de su título de segunda Eva;
y una más intensa luz descubre nuevos detalles e introduce mayores precisiones
en las analogías y contrastes que relacionan a esta Madre con la otra. A esa
luz se debe la nitidez con que hoy resalta, como último término de semejanzas y
de antítesis y ocupando un lugar menos equívoco en la contemplación de nuestra
fe, el sacerdocio marial.
Insistimos
en que el pecado del primer hombre, la desobediencia a un precepto
consagratorio, fué al mismo tiempo sacrilegio y apostasía. En cualquier sentido
que se lea el episodio, y cualquiera sea el significado que se atribuya a los
detalles del árbol y de su fruto, no se da una exégesis ortodoxa que pueda
negar el carácter sacrifical de la abstención imperada por Dios. Tratase de un
reconocimiento práctico de la autoridad omnímoda del Hacedor de cielos y
tierra; y estuviese o no acompañado de algún rito, era un verdadero sacrificio
religioso: por su origen; por su modo consagratorio de una materia concreta;
por la perennidad de la institución; por el honor que daba a Dios su
cumplimiento; y por su efecto unitivo de la voluntad humana con la divina. Condicionado
al recto ejercicio del acto religioso por excelencia, el estado paradisíaco era
una verdadera investidura sacerdotal: pecar contra el precepto equivalía a
despojarse deliberadamente de esa investidura. Y así se dieron, con la
desobediencia profanadora, el primer sacrilegio y la primera apostasía.
De
Adán, y para Adán — « adiutorium simile sibi »— había sido formada Eva,
en estado paradisíaco, ligada al primer hombre bajo el mismo vínculo religioso
de la abstención sacrifical prescripta por el Creador. Análogamente, el ser
singularísimo y las prerrogativas del estado edénico de la segunda Eva derivan,
anticipados, del ser sacerdotal y de los méritos sacrificales del segundo Adán;
el cual se los confiere a fin de constituirla en « adiutorium simile sibi ».
Formal y subordinadamente, en cuanto madre del género humano, participó Eva
de la capitalidad sacra del primer hombre. También formal y subordinadamente,
en cuanta madre del Hijo de Dios y de su Iglesia, participa María del sacerdocio
de la segunda creación, a la cabeza de un reino sacerdotal.
Este
paralelo de las dos Evas, con las antítesis en que vienen colocadas por la ley
teológica de recirculación, parece menos simétrico a causa de la diferencia
de sus respectivas relaciones (de esposa y de madre) con uno y otro Adán. En
realidad, subsiste incólume: primero, porque la capitalidad subordinada de
que gozan Eva y María les viene de que una y otra son, en esferas muy diversas,
pero análogas, « mater omnium viventium »[3];
segundo, porque en ambos casos se cumple el principio de que “no el varón
para la mujer, sino la mujer para el varón” (I Cor. 11, 9).
Basta
mirar a la Madre de Dios en esta perspectiva del reino de su Hijo, para
comprender que su posición aunque derivada y subordinada, es capital. La nimia
búsqueda de títulos mariales metafóricos que salvaguarden el honor de Cristo,
como fuente y dador primordial de la gracia, ha sugerido metáforas ridículas y
de penoso acomodamiento; y ha sido causa de injustas reticencias[4].
No
se puede negar que la Virgen encabeza a la nueva familia humana, junto a
su Hijo, con autoridad mayor que la de Eva junto al padre del género humano. Participa
capitalmente la gracia capital del supremo Sacerdote. Mientras la
nuestra es una participación in Ecclesia, relativa a un sacerdocio muy
limitado, en tiempo, en lugar y en obras, la suya es una participación propter
Ecclesiam, relativa a la misma obra sacerdotal de su Hijo, en su plenitud
divinizante, universal y eterna.[5]
[1] “Character sacramentalis est quaedam
participatio sacerdotii Christi in fidelibus eius, ut scilicet sicut Christus
habet plenam spiritualis sacerdoti potestatem, ita fideles euis ei
configurentur in hoc quod participant aliquam spiritualem potestatem respectu
sacramentorum et eorum quae pertinent ad divinum, cultum. Et propter hoc etiam, Christo non competit habere characterem sed
potestas sacerdotii eius comparatur ad characterem sicut id quod est plenum et
perfectum, ad aliquam sui participationem” (S.
Tomás, Summa theol. III, 63, 5).
[4] Un buen análisis del concepto de capitalidad, en cuanto atribuible a la,
Virgen, que figura entre las justas y prolijas reflexiones del P. Sauras, acaba
inesperadamente así: “No debe
llamársele cabeza, sino madre; y su gracia no debe llamarse capital, sino
maternal” (El Cuerpo místico de Cristo, Madrid 1952, 525). No
deja de sorprendernos que, al cabo de tanto barajar las cartas, nos vengan a
tocar las que teníamos. Porque el problema no consistía en demostrar que la
Virgen es madre; y tampoco se trataba de una cuestión de nombres, ni de la
conveniencia de evitar equívocos (tal como ocurre con el uso de la expresión Virgo-sacerdos).
Lo que se buscaba declarar era la capitalidad de la gracia de María. Y creemos
que el P. Sauras lo había conseguido (previa demostración, con el Angélico, de
que puede darse capitalidad subordinada). En esa línea de escrúpulos, habría
que renunciar a dar el nombre de causas a todas las causas segundas.
[5] Nota del Blog: esto deshace de raíz un lugar
común que dice más o menos así: “Ni la Virgen puede hacer lo que un sacerdote”
(refiriéndose a la consagración de las especies eucarísticas), sin reparar en
que el sacerdocio de la Virgen es de otra índole y muy superior al del simple
ministro.
Y otro
tanto puede decirse del no menos famoso “la Virgen prefirió la virtud de la
virginidad a ser Madre de Dios”, lo cual puede contentar a algunas monjitas que
han decidido desposarse con Jesucristo, pero en modo alguno podrá
satisfacer una correcta exégesis ni una sana teología.