XXVII
¿Osaré
yo ahora, corriendo el riesgo de pasar por un miserable fomentador de sofismas
heterodoxos, hablar, así fuere con timidez de paloma o prudencia de serpiente,
del conflicto adorablemente enigmático entre Jesús y el Espíritu Santo?
He
hablado ya de Caín y Abel, del Hijo Pródigo y de su hermano, como lo había
hecho del Buen y del Mal Ladrón, que tan extrañamente los evocan. Hubiera podido
recordar asimismo la historia de Isaac e Ismael, de Jacob y Esaú, de Moisés y
el Faraón, de Saúl y David, y cincuenta otros menos populares, donde la
rivalidad mística entre el Primogénito y el Segundogénito, decisiva y sacramentalmente
promulgada en el Gólgota, fue notificada a través de las edades a la manera
profética.
Los
hermanos anatematizados o perseguidores representan siempre al Pueblo de Dios contra
el Verbo de Dios. Es una regla invariable y sin excepción que ni la misma
Eternidad cambiaría.
Ahora
bien, el Pueblo de Dios es el lamentable pueblo de los Judíos, particularmente
condenados al Soplo del Sabaoth que tantas veces los hizo resonar como las
arpas de los bosques seculares.
Israel
esta, pues, por privilegio, investido de la representación y de no se sabe qué
oculta protección de ese Paráclito errante, del que fuera habitáculo y
encubridor. Para quien no se halla desprovisto de la facultad de contemplación,
separarlos resulta imposible, y cuanto más profundo es el éxtasis, más unidos
se muestran. Lo cual termina por parecer, en la perspectiva de los abismos, una
especie de identidad.
Pero
he aquí algo singular. La Cruz representa al Espíritu Santo. Más: es el
Espíritu Santo mismo. "La Tierra sabrá un día, para agonizar de espanto,
que ese Signo era mi Amor mismo, vale decir, el Espíritu Santo oculto bajo un disfraz
inimaginable…”[1]
La
Cruz es un Signo esencialmente Septenario.
En
consecuencia, los judíos, tan prodigiosamente armonizados con el
Espíritu Santo – cuya voz judía se escucha perpetuamente en el
contrabajo de nuestra liturgia, pues ese Espíritu sopló sobre ellos como el
huracán— ofrecen precisamente la Cruz al Verbo de Dios, para que el Amor
implacable llegue a Él en su forma simbólica más perfecta y más dura.
En esa
Cruz, donde los Siete Días se afligen, clavan fuertemente al mismo Verbo de
Dios, que es el pobre Jesús, como los bárbaros campesinos clavan en la
puerta de su casa al ave de la Sabiduría.
Lo
clavan fuertemente para que no pueda descender sin que ellos lo permitan...
Siete
golpes de martillo en la mano derecha, siete en la izquierda y siete más en el
clavo que traspasa los dos Pies del Buen Pastor, los que suman veintiuno,
número significativo, que es el de los años del insignificante Sedecías,
el del nombre magnífico[2],
aquel que "no se ruborizó en presencia de Jeremías" cuando subió
al trono mancillado de Jerusalén[3],
cuyo triste pueblo estaba condenado al cautiverio.
Pero
eso no es todo.
La
Cruz es innoble, y hace al Verbo de Dios innoble como ella.
La
Cruz es locura, y el Verbo de Dios, por voluntad del pueblo hostil, se
convierte en Esposo de su demencia.
La
Cruz es débil, inmóvil, capaz sólo de torturar, y la omnipotente Palabra encarnada
del "Dios de los Dioses", reclinada en sus brazos, tórnase débil como
ella, inmóvil como ella, y se convierte en verdugo de sus predilectos,
haciéndolos "configurarse" con su suplicio...
¡Ah,
si fuera posible separarlos algún día! Pero sólo los Judíos tienen el poder
de abrogar la ley de tormento que
dictaron, sin saber la que hacían, por una asombrosa impulsión del
Abismo.
La
gloria de esa Palabra que ellos desconocieron y el advenimiento del Amor, tan
anunciado por sus profetas, no podrán llegar simultáneamente sino el día que
Jesús haya dejado de estar crucificado, y eso depende exclusivamente de la
Voluntad desconocida que suscitó su perfidia.
Pero
era un millón de veces necesario clavarlos antes a ambos con crueldad, para
testimoniar así milagrosamente, en el futuro, los imposibles esponsales
de los dos Testamentos.
Algunos
relámpagos más rápidos que la luz: he ahí todo lo que podemos esperar. La Revelación
es un firmamento muy pálido, obscurecido por montañas de nubes tenebrosas de
donde a veces sale, para ocultarse de inmediato, la extremidad del brazo del
rayo.
En
cuanto al Sol, no ha podido todavía reponerse de su emoción del Viernes Santo,
y sabemos que las "iotas y los puntos" no perdonan, que son tan
implacables e impenetrables como los apólogos y oraciones más grandilocuentes
de esa Escritura sellada tres y cuatro veces y de la cual multitud de
cristianos han imaginado tan cómodas interpretaciones.
[1] León Bloy, El Desesperado,
pág. 271. Edición Mundo Moderno, Buenos Aires.
[2] Sedecías quiere decir
"el Justo del Señor”.
[3] II
Par. XXXVI, 11 s.