EL OLVIDO DEL APOCALIPSIS
I
“Bienaventurado
el que guarda las palabras de la profecía de este libro” dice el Ángel a San Juan Evangelista después de haberle
revelado los arcanos del Apocalipsis (Apoc.
XXII, 7). De modo que es una
bienaventuranza guardar esas palabras. Obsérvese que guardar no quiere decir
cumplir, pues no se trata aquí de mandamientos; guardar - o “custodiar"
como dice el latín—, quiere decir conservar las palabras en el corazón, como
hacía María Santísima con las del Evangelio (Luc. II, 19 y 51). No es otro el
sentido de la expresión de San Pablo cuando nos dice: "La Palabra de Dios
habite en vosotros abundantemente" (Col. V, 16). Por lo demás, el secreto
de toda Palabra de Dios consiste precisamente en eso: en que el guardarla o
conservarla es lo que hace cumplirla, como lo dice claramente el salmista:
"Escondí tus palabras en mi corazón para no pecar contra Ti" (Sal. CXVIII,
11).
Esta bienaventuranza que dan las palabras misteriosas
de la Profecía del Apocalipsis, se extiende a todos, como se ve desde el
principio (Apoc. I, 3): “Bienaventurado el
que lee y oye las palabras de esta profecía y conserva lo que en ella está
escrito; porque el tiempo está cerca"[1].
Tal afirmación de que "el tiempo está
cerca", está repetida varias veces en la profecía, y es dada como la razón
de ser de la misma: "No selles (es decir, no ocultes) las palabras de la
profecía de este libro, porque el tiempo está cerca" (XXII, 10). Compárese esto con lo que Dios dice a Daniel en sentido contrario, hablando
de estos mismos tiempos de la vuelta de Cristo: "Pero tú, oh Daniel, ten
guardadas estas palabras, y sella el libro hasta el tiempo determinado: muchos
le recorrerán, sacarán de él mucha doctrina” (Dan. XII, 4).
Este cotejo de ambos textos impone la conclusión de
que si entonces, en tiempo de Daniel,
algunas profecías habían de estar selladas, hoy es necesario, al revés, que las
conozcamos. Si esto fuera así, si el
esplendor de las maravillas de bondad y grandeza que Dios ha revelado al
hombre, fuese conocido por todos los cristianos; si ellos se enterasen de que
San Pablo nos revela misterios escondidos de Dios que ignoraban los mismos
ángeles (Efes. III, 9 y 10), ¡cómo aumentaría su interés y su amor por la religión!
Entretanto, hoy se lamentan obispos europeos (Monseñor Landrieux, de Dijón, Monseñor Girbeau, de Nimes etc.) de la insuficiencia
de la enseñanza catequística, por haberse convertido en “una suma de mandamientos
y en un catálogo de pecados, vacío del contacto con la persona de Cristo”, que
es el Maestro y como tal se muestra en la Escritura.
El Ángel del Apocalipsis compara con los profetas a
los que guardan las palabras de esa profecía (Apoc. XXII, 9), y tan insuperable importancia atribuye Dios al
conocimiento de esa Revelación, que, además de las bienaventuranzas ya citadas,
cierra ese Libro, que es el coronamiento de toda la Revelación divina, con
estas terribles amenazas: "Ahora bien, yo advierto a todos los que oyen
las palabras de la profecía de este libro: Que si alguno añadiere a ellas
cualquier cosa, Dios descargará sobre él las plagas escritas en este libro. Y si
alguno quitare cualquiera cosa de las palabras del libro de esta profecía, Dios
le quitará a él su parte del árbol de la vida, y de la ciudad santa, que están
descritos en este libro" (Apoc.
XXII, 18 y 19, texto griego).
II
Ante estas palabras de Dios, confirmamos claramente lo
que ya sabíamos por el Evangelio, esto es: que en el cristianismo no hay nada
que sea misterio reservado a algunos pocos. "Lo que os digo al oído
predicadlo sobre los techos", dijo Cristo
en las instrucciones que dió a los doce apóstoles (Mat. X, 27), y al pontífice que lo interroga sobre su doctrina, le
dice: "Yo he hablado al mundo abiertamente... y nada he hablado en secreto…
interroga tú a los que me han oído" (Juan
XVIII, 20 s.). Por eso al nacer la Iglesia en el instante de la muerte del
Redentor, el velo que ocultaba los misterios del Templo quedó roto de alto a
bajo (Mc. XV, 58).
Tiempo es, pues, de que caiga de los ojos de nuestros
hermanos ese velo que los aparta de conocerlo a EL, que es la Luz; y que
desaparezca ese equívoco que aleja a las almas de la fuente de Agua Viva, como
si fuese veneno.
Aun
hoy, a pesar de tantas y tan insistentes palabras de los Sumos Pontífices que
recomiendan la lectura diaria de la
Biblia hay quien se atreve a decir con audacia que estas cosas son peligrosas,
como si la Palabra de Dios, que es “siete veces depurada” (Sal. XI, 7) pudiera
contener veneno corruptor cuando el Espíritu Santo ha dicho que ella “transforma
las almas... y presta sabiduría a los niños” (Sal. XVIII, 8), y Cristo enseña
que éstos la entienden mejor que los sabios (Mt. XI, 25). ¡Ay de los que apartan
a las almas de la Palabra de Dios! A ellos, a los falsos profetas, aplica San
Juan Crisóstomo aquella maldición terrible de Cristo contra los sacerdotes de
Israel, que ocultaban la Sagrada Escritura, que es la llave del cielo. “¡Ay de
vosotros, hombres de la Ley, que os habéis guardado la llave de la ciencia!
Vosotros mismos no entrasteis, y a los que iban a entrar se lo habéis impedido”
(Luc. XI, 52).
III
Si
para muchos la Biblia en general ha dejado de ser el libro de espiritualidad,
¿cuánto más el Apocalipsis? Ya en el siglo séptimo el
IV Concilio de Toledo se vió obligado a excomulgar a los sacerdotes que no lo
explicasen todos los años en las misas desde Pascua a Pentecostés (Enchiridion. Biblicum Nr. 24). ¿Qué
dirían los Padres del Concilio si vieran cómo el Apocalipsis ha llegado a ser
hoy el libro menos leído y más olvidado de la Biblia?
“Bienaventurado el que lee y oye las palabras de esta
profecía" (Apoc. I, 3). Leamos, pues, sin miedo la tremenda y
dulcísima profecía del Apocalipsis. Tremenda para los traidores de Cristo;
dulcísima para “los que aman su advenimiento” (II Tim. IV, 8) y aspiran a los misterios
de la felicidad prometida para las Bodas del Cordero. Sobre ellos dice San Jerónimo: “El Apocalipsis de San
Juan contiene tantos misterios como palabras; y digo poco con esto, pues,
ningún elogio puede alcanzar el valor de este libro”.
Notemos
que el no leerlo y el no creer en él es precisamente el síntoma de que esas
profecías están por cumplirse, como lo dijo Cristo: “Lo
que acaeció en tiempos de Noé, igualmente acaecerá en el tiempo del Hijo del
hombre: comían y bebían, casábanse y celebraban bodas, hasta el día en que Noé
entró en el Arca; y sobrevino entonces el diluvio que acabó con todos. Como
también sucedió en los días de Lot: comían y bebían; compraban y vendían;
hacían plantíos y edificaban casas; mas el día que Lot salió de Sodoma llovió
del cielo fuego y azufre, que los abrasó a todos”. (Luc. XVII, 26-29).
Leamos
el Apocalipsis. Y lo que no entendamos volvámoslo a leer una y mil veces, y
estudiémoslo, y busquemos sacerdotes piadosos y libros buenos que nos lo expliquen,
no según las ideas de los hombres, sino según las luces de la misma Sagrada Escritura.
Esta ocupación de descifrar los misterios de Dios es la única digna del sabio,
dice el Eclesiástico (XXXIX, 1 ss.). No por la curiosidad malsana de los que
pretenden hacer adivinanzas sobre los acontecimientos políticos de tal o cual
país, sino por el ansia de conocer y admirar más y más los sublimes designios
de Dios sobre el hombre, y poder sacar de ellos un fruto creciente de caridad.
Leamos
especialmente el Apocalipsis en el tiempo de Adviento, en el cual la Santa Iglesia quiere prepararnos,
como se ve en toda la liturgia, a ese segundo advenimiento de Cristo triunfante.
Desde la primera antífona de Maitines clama la Madre Iglesia, como con trompeta de triunfo: “Al Rey y Señor que va a venir, venid, adorémosle”.
IV
La primera Encíclica de S .S. Pío XII, nos confirma en los conceptos que dejamos expuestos.
Empieza el Papa recordando el 40° aniversario de la consagración del género
humano al Corazón de Cristo por S. S. León XIII, y declara que quiere
"hacer del culto al Rey de los Reyes y Señor de los señores (Apoc. XIX, 6), como la plegaria del introito
de este Nuestro Pontificado". Hace luego una manifestación, verdaderamente
trascendental con las palabras siguientes: "¿No
se le puede quizás aplicar (a nuestra época) la palabra reveladora del Apocalipsis:
Dices rico soy y opulento y de nada necesito; y no sabes que eres mísero y
miserable y pobre y ciego y desnudo"? (Apoc. III, 17).
Además
de estas referencias al Apocalipsis, el Sumo Pontífice expresa su creencia de
que estamos “al comienzo de los dolores anunciados por Jesús en el discurso escatológico
(Mt. XXIV, 8). Tan vehemente llamado del Papa ha de despertar las conciencias
cristianas "para comprender que la Parusía, o segunda venida de Cristo, es
verdaderamente el alfa y omega, el comienzo
y el fin, la primera y la última palabra de la predicación de Jesús, que es su
llave, su desenvolvimiento, su explicación, su razón de ser, su sanción; que
es, en fin, el acontecimiento supremo al cual se refiere todo lo demás y sin el
cual todo lo se derrumba y desaparece” (Cardenal Billot, La Parousie,
9).
El
Cardenal Primado de nuestra patria nos ha dado el ejemplo de ese interés por Parusía
de Cristo y por el libro escatológico que la explica, al adopta como lema en su
Escudo la palabra que cierra y resume todo el Apocalipsis: “¡Ven, Señor Jesús!".