I. Los Principios: ¿El
espíritu o la letra?
Sumario. Método a
seguir: Ni literalismo ni espiritualismo exagerado. Una conclusión del P. Lagrange: El trono sacerdotal y el
trono real de Cristo. Crítica del espiritualismo
alegorista: Sus libertades exegéticas son de origen bastardo. Reacción de la
sana orientación literalista. Contra un reducto del espiritualismo alegorista:
La definición Piana de la realeza de Cristo
y una revisión que se impone.
Para hacer un estudio objetivo de la cuestión
propuesta, como de cualquier otra cuestión preferentemente positiva, es
necesario dejar hablar a los documentos, evitando en lo posible los equívocos,
los prejuicios, las cavilaciones y las oficiosidades.
Método, el corriente en exégesis racional: texto,
contexto, lugares paralelos, analogía de la fe y cualquier otro adminículo a
propósito. Norma, el sentido literal, cuando propio, propio, y cuando
trasladado, trasladado; pero trasladado o propio, hay que dejarle vocear a su
talante, sin poner nunca sordina a lo que dice. En el sentido trasladado viene
incluida sin dificultad la alegoría, pero no la alegoría transcendente,
filosófica, platonizante, alejandrina, por más espiritual que sea, y por ende
halagadora, sino la alegoría inmanente, retórica, humanística, que no es más
que una metáfora continuada, por todos admitida, menos espiritual, si se
quiere, pero de más seguridad y confianza que la otra, porque no se arriesga
como ella a volar sobre los tejados, sino que se desliza suavemente por el
suelo empedrado de la letra.
Ni es
esto judaizar, como podría tal vez pensar alguno. A nuestro entender, hay dos
modos de judaizar: uno dogmático y otra hermenéutico y en ninguno de ellos nos
creemos comprendidos. Consiste el dogmático en la pretensión de resucitar los
sacrificios y ceremonias de la antigua Ley[1], siendo como son la sombra y
el pronóstico de las realidades de la Nueva (Col. II, 17; Hebr. X, 1); mas ¿quién
piensa ahora en tales cosas? El hermenéutico se quiere que signifique una
adhesión excesiva a la letra del sagrado texto, propendiendo hacia el sentido
propio y hasta material de las palabras, por el estilo de aquellos saduceos, a
quienes el Señor condenó por eso como a ignorantes de las Escrituras (Mt. XXII,
23-32, y par.). No es, ni puede ser, ésta nuestra norma. Si propugnamos
el sentido literal de la Escritura, es en la inteligencia de discernir lo
formal de lo material, lo figurado de lo propio, pero dentro siempre de la unidad
dialéctica del contexto.
Ni era tampoco uno mismo el sentir de los judíos.
De los materialistas saduceos y congéneres; precursores de Cerinto, a los israelitas morigerados y sinceros, cuales eran sin
duda los discípulos del Señor, hay un abismo infranqueable. Y el mismo Señor
supo apreciar la diferencia cuando casi al mismo tiempo que estigmatizaba el
sentir carnal de los primeros, parece alentar el puro anhelo nacional de los
segundos con estas memorables palabras: vos autem estis, qui
permansistis mecum in tentationibus meis. Et ego dispono vobis sicut
disposuit mihi Pater meus regnum, ut edatis et bibatis super mensam meam
in regno meo, et sedeatis super thronos judicantes duodecim tribus
Israël. (Lc. XXII,
28-30; cf. Mt. XIX, 28). Ahí
tenéis, puesta por el mismo Cristo
ante los ojos, la perspectiva del reino de Israel, en que soñaban despiertos
los Apóstoles.
No obstante la mentalidad judaica, que en todo
este negocio alentaba a los discípulos, no quiso el buen Maestro usar de más
cautela en sus palabras de la que usara S.
Gabriel en su mensaje a María,
cuando dijo; Ecce concipies in utero, et paries filium, et
vocabis nomen ejus Jesum: hic erit magnus, et Filius Altissimi vocabitur,
et dabit illi Dominus Deus sedem David patris ejus: et regnabit in domo Jacob
in æternum, et regni ejus non erit finis. (Lc. I, 31-33; cf. Is. IX, 6.7). Y es lo mismo que Zacarías, inspirado por el Espíritu
Santo, celebra en el Benedictus,
expresando, entre otras cosas, la liberación de Israel por el Mesías de manos
de sus enemigos, y todo ello en cumplimiento de los oráculos proféticos y de
las promesas juradas por Dios a Abraham
(Lc. I, 67-75).
En
todos estos textos se expresa sin ambages la restauración del reino de
Israel por obra del Mesías. Podráse
disputar sobre el modo y circunstancias de esa restauración, si es inminente o
no, con la presencia del Mesías o sin ella, mas la realidad de esa restauración
futura parece asegurada: es el mínimum
que arroja la letra. Y lo más interesante del caso es que la tal restauración
se presenta en los textos alegados no
como el acontecimiento base, que ese será siempre el advenimiento del Mesías,
sino como el acontecimiento cumbre al que miran en última perspectiva así los
oráculos y promesas hechas a los Padres.
Y los que tal restauración pregonan no son varones
exaltados; por el estilo de los que escribieron los apócrifos, ni menos hombres
fanáticos y zelotes a lo Teodas y Judas Galileo (Hech. V, 36.37), sino los voceros más genuinos de la palabra de
Dios, la cual por nuestra parte nos
hemos de esforzar en entender, sin sacarla nunca de su sentido obvio y natural,
pues esto sería poner de lo nuestro en menoscabo de la verdad divina. Y en
esto, a nuestro juicio, se falta no poco en la Escritura, pues se la interpreta
tantas veces de manera que su interpretación equivale a una negación del verdadero
contenido; y de ello tenéis un ejemplo flagrante en la que suele darse a los
textos aludidos.
Háblase en ellos del reino de Israel restablecido
y del trono de David, que en ese
reino ha de ocupar el Mesías, es
decir de la actuación de la realeza mesiana en aquel pueblo; y todo esto se
juzga cumplido ya en la Iglesia, que siendo el verdadero Israel espiritual —Israel Dei (Gal. VI, 16; cf. Rom. IX, 8;
al.)—, sería el verdadero reino de Cristo Redentor, el cual recoge así la
herencia de su padre David y cumple
de un modo eminente cuanto a David
le fué prometido por Dios acerca de la perpetuidad de su real dinastía (Ps. LXXXVIII, etc.).
***
Sacando el P.
Lagrange (in Mt. XIX, 28) la última conclusión de esta concepción espiritualista
no teme asegurar que la promesa de Cristo
a los Apóstoles de sentarlos sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de
Israel ya se cumplió con su investidura jerárquica en la Iglesia, a raíz del
entronizamiento de Cristo a la
diestra del Padre el día de la
Ascensión; y éste, y no otro, sería el alcance de aquellas solemnes palabras: in
regeneratione (gr. palingenesia) cum sederit Filius
hominis in sede majestatis suæ, sedebitis et vos super sedes duodecim, etc. (Mt. XIX,
28). Y en confirmación de su tesis alega el P. Lagrange la palabra palingenesia, que una vez en S. Pablo (Tit., III, 5) es equivalente de Nueva Economía. Mas ésta y otras palabras, significativas
de novedad espiritual, como renovación, redención, salud mesiana,
etc. tienen una doble acepción en la Escritura, la una histórica y la otra
escatológica, que sólo atendiendo al contexto se puede descifrar; y es aviso
que el intérprete ha de tener muy en cuenta, si no quiere errar o divagar, con
el embrollo consiguiente de toda su explanación.
Por
eso y por otras razones la conclusión del P. Lagrange no satisface a los más y
suscita necesariamente muchas y muy serias objeciones; mas siendo como es rigurosamente
lógica, cuanto se diga contra ella hiere de rechazo al sistema espiritualista;
en que se apoya. Dando, empero, de lado la tarea de combatir la
conclusión en sí, aquí notaremos solamente un serio inconveniente, que afecta
por igual a la conclusión y a las premisas, y es que en este sistema se confunde el trono sacerdotal de Cristo con su trono
real, cuando hay entre ambos una diferencia irreductible[2].
Trono
sacerdotal de Cristo es el trono de gracia y misericordia (Hebr. IV,
16), colocado tras el velo del santuario celeste (cf. Hebr. VI, 19), donde por
mandato del Padre (Ps. CIX, 1) está sentado nuestro eterno sacerdote, semper vivens ad interpelandum
pro nobis (Hebr. VII, 25). Proyección en el tiempo de
ese eterno y celeste sacerdocio es el ministerio de la Iglesia, que por eso se
la llama la Jerusalén celeste (Hebr. XII, 22; cf. Ap. XXI, 2), quae sursum est Jerusalem, (Gal. IV, 26), signum magnum in caelo
(Ap. XII, 1), nostra enim (sic.
gr.) conversatio in caelis est (Phil.
III, 20 cf. Eph. II, 19).
Al
revés del trono sacerdotal del Mesías, que está en el cielo y es trono de
gracia, su trono real está en la tierra y es trono de justicia. Así lo afirma
S. Gabriel en su mensaje a María (Lc. I,
32-33; cf. Is. IX, 6.7), lo supone Zacarías en el Benedictus (Lc. I, 68-75), y el mismo Cristo en el paso del Evangelio
ya citado (Mt. XIX;
28; Lc. XXII, 30), y más claramente
en el Apocalipsis, en la promesa que hace a sus fieles seguidores de sentarlos
algún día en su mismo trono y darles poder sobre las naciones (Ap. II, 26-28;
III, 21; Cfr. I Cor. VI, 2; etc.)
El mismo Señor dice de Sí mismo en el Salmo
II: Ego autem constitutus sum rex ab eo super Sion,
montem sanctum ejus (montem sanctum meum, el
hebr.)… Dominus dixit ad me: Filius meus es tu; ego hodie genui te... dabo
tibi gentes hæreditatem tuam, et possessionem tuam terminos terræ. Reges eos in
virga ferrea, et tamquam vas figuli confringes eos. Et nunc, reges, intelligite,
etc. (Ps. II, 6-10; Cfr. Ps. CIX, 5-7). Y a ese tenor una
infinidad de textos proféticos que hablan distintamente del Mesías rey, de su
realeza y de su reino, sin ignorar su sacerdocio.
Cuando otras razones no hubiera para distinguir el
trono real del Mesías de su trono sacerdotal, está el modo de hablar de la
Escritura al caracterizar una y otra potestad mesiana. Al Mesías rey se le hace
continuador y perpetuador de la dinastía davídica, como heredero que es del
trono y reino de David, su padre, mientras del Mesías sacerdote se dice
formalmente que es sin padre, sin madre, sin genealogía, como Melquisedec, por
eso se le llama sacerdote eterno según el orden de Melquisedec (Ps. CIX, 4; cf. Hebr. VII, 3.17), no según
el orden de Aarón (Hebr. VII, 11), y
mucho menos según el orden de David (Hebr.
VII, 13.14). Siendo pues el trono
real del Mesías de orden davídico, y el sacerdotal de un orden distinto del
davídico, nos parece un error manifiesto la identificación que de ellos se hace
en nombre de un sistema espiritualista, que por el mismo hecho nos resulta
insostenible.
[1] Nota del Blog: distinguimos
con Lacunza: resucitarlos,
implicando con ello que tienen virtud por sí mismos para santificar, negamus absolute; resucitarlos,
implicando con ello que (algunos déllos) son símbolos del sacrificio de la
Cruz, y que, como tales, pueden
existir al mismo tiempo que el sacrificio de la Cruz, concedimus.