Nota del Blog: el interesantísimo capítulo V "El Problema judío a la luz de la Sagrada Escritura" ya había sido publicado con anterioridad AQUI.
ANTICREACION
Meditación apocalíptica sobre la bomba atómica.
I
La bomba atómica parece ser un
fenómeno del Apocalipsis opuesto al primer capítulo del Génesis.
No solamente es, como las otras y más que ellas, arma de destrucción, y
en tal sentido resulta un instrumento del mal y del rencor contrario a la caridad
entre los hombres, sino que constituye también, en sí misma, un producto de la
disgregación y desintegración, o sea de Anticreación.
Dios, al crear ex nihilo, con
la omnipotencia de su palabra, encerró la fuerza en la materia, según lo
descubrieron los físicos. Ahora esa energía cambia el signo, y, en vez de
congregar, disgrega. Y al disgregar produce la más increíble fuerza de
destrucción. Cristo, el
Verbo, "por quien fueron hechas todas las cosas" (Rom. I, 5) podría aplicarle su palabra:
"El que no recoge conmigo, dispersa" (Luc. XI, 23).
En la naturaleza, aunque
caída mal de su grado junto con el hombre (Rom.
VIII, 20 ss.), y en la tierra, aún maldita a causa del pecado, subsiste en
la esencia misma de las cosas ese principio de atracción que es la cohesión de
los átomos, sin la cual nada podría existir. Las cosas parece que se aman en cierta manera, decía San Agustín. Y
he aquí que ahora hemos llegado a destruir ese principio, que llamaríamos vital
de la materia. Antes se descubrió la destrucción
de la vida, y no ya sólo en los actos de guerra, imitación perfeccionada de
Caín y fruto de rivalidad como los de éste, sino la supresión de la vida humana
en su mismo germen, gracias al anticoncepcionalismo neomaltusiano, que hoy ya
parece una virtud social a fuerza de difundido y confesado sin rubor, y que
permite deshacerse de los hijos que Dios manda, sin necesidad de arrojarlos al
fuego de Moloc (cfr. Lev. XX, 1 ss.). Pero recordemos, en honor de aquellos
idólatras, que esto lo hacían con la idea de purificarlos, no de suprimirlos
(cfr. Deut. XVIII, 10).
II
Volviendo a la bomba
atómica, observamos que más bien podría llamarse antiatómica, porque la voz
griega a-tomos quiere decir
precisamente lo que no se puede dividir, y he aquí que ahora no sólo se lo
divide, sino que se lo desintegra, para que, a su vez, sea la mayor fuerza de
destrucción y devastación. Se la ha definido solemnemente como "la
dominación del poder básico del universo, la fuerza de la cual el sol extrae su
poder".
Según esto, el descubrimiento
no sería menor que la realización del mito de Prometeo, quien intentó robar el
fuego del cielo. Pero subsiste la diferencia fundamental en el terreno del
espíritu, y es que la bomba, manejada por el hombre, trae la muerte, en tanto que
el sol, manejado por el Creador, trae la vida. La Biblia lo llama "ese
admirable instrumento, obra del Excelso. . . una fragua que se mantiene encendida
para las labores que piden fuego muy ardiente” (Ecli. XLIII, 2 s.). Y dice también que “no hay quien se esconda de
su calor" (Salmo XVIII, 7).
No dudamos que, en cuanto
al progreso industrial, el asombroso invento podrá brindar en el tamaño de un
dedal, energía suficiente para que una locomotora dé varias veces la vuelta al
mundo. Pero no podernos menos de
recordar las palabras de León Bloy que ante otra gran conquista de la ciencia:
el avión (que es quien hoy arroja las bombas), trató de imbécil a un escritor
que veía en ello el triunfo de la fraternidad que suprimiría las fronteras
entre las naciones, y previó claramente —aunque no en todo su horror— que los
hombres harían todo lo contrario y convertirían el avión en el más mortífero
auxiliar de la guerra. Los acontecimientos han justificado el pesimismo de Bloy,
como lo muestran las ciudades destruidas en el corazón de la cultura europea.
III
Aunque hoy pudiéramos
prescindir del momento histórico candente de pasiones, en que aparece el nuevo
invento, sirva tal antecedente para no soñar que el poder de la bomba, por ser
tan grande, hará imposible las guerras.
El Apocalipsis que es muy poco "humanista"
porque es totalmente "divinista", nos muestra varias veces que los hombres
sufrirán las plagas más atroces, pero no cambiarán, porque “el resto de los
hombres, los que no fueron muertos con esas plagas, ni aún así se arrepintieron
de las obras de sus manos... ni de sus homicidios, ni de sus hechicerías, ni de
su fornicación, ni de sus latrocinios" (Apoc. IX, 20 s.); "y se mordían de dolor las lenguas y blasfemaron
del Dios del cielo a causa de sus dolores y de sus heridas, mas no se
arrepintieron de sus obras" (ibid. XVI,
10 s.).
La filosofía materialista
no podrá menos de batir palmas ante este tiempo de la materia vivificada en
energía. Pero es energía de muerte. También Satanás es un gran poder, y su
agente, el Anticristo, hará toda
clase de milagros y falsos prodigios para engañar "a los que se pierden
por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos" (II Tes. II, 9 s.).
Aparentemente podría
significar un progreso de la materia inerte, esta monstruosa transformación en
energía, que es más que un supervolátil. Pero no es, en manera alguna, una
espiritualización de la materia, un triunfo del espíritu sobre la carne según
lo que enseña la Escritura. Es un
fenómeno que no sólo se mantiene en el puro orden físico, sino que, aun como
tal, tiene ese sello terrible de anticreación, como si fuera, a manera de la
rebelión de los ángeles, un supremo esfuerzo nihilista del Anti-Dios para que
el mundo dejase de ser como Dios lo hizo.