domingo, 8 de diciembre de 2013

La Inmaculada Concepción, por el Cardenal E. Schuster, O.S.B.

   Nota del Blog: el siguiente texto está tomado del VI tomo del famoso y reconocido Liber Sacramentorum del gran Cardenal de Milán.
   La edición es de Herder, Barcelona y fue publicado en 1947.

Cardenal Schuster


8 De Diciembre

La Concepción Inmaculada de la Bienaventurada Virgen María

Este dogma que tanto vigor presta a la fe católica, tan glorioso para María, y tan honorífico para toda la humana familia, no aparece en las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento más que de una manera confusa, misteriosamente velado. Con todo, forma parte del divino depósito de la tradición católica, y se reconoce en las liturgias de las diferentes Iglesias como el exponente y la declaración más autorizada de esa misma fe.
El hecho de que María Santísima fuese exenta del pecado original, está afirmado explícitamente en el Corán, que en este caso se hace eco de la fe de las Iglesias Nestorianas: Toda humana criatura ha recibido ya en su nacimiento el influjo de Satán, a excepción de María y de su Hijo[1].
San Efrén Siro, en un himno compuesto en 370, pone estas palabras en boca de la Iglesia de Edesa: «Tú y tu Madre sois los únicos enteramente hermosos, bajo este aspecto, puesto que ninguna mancha hay en tu Madre»[2]. El mismo concepto de la pureza absoluta de la Virgen se encuentra repetido por muchísimos otros Padres, principalmente por los griegos de la primera época patrística; pero la mayoría de ellos, más que proponerse la cuestión formal de la concepción, como más tarde se la propusieron los Escolásticos, la suponen resuelta en el mismo sentido que tiene en la definición dogmática de Pío IX, en cuanto ese candor inmaculado que atribuyen a la Madre de Dios se entiende en sentido tan riguroso, que de él se excluye hasta el borrón del pecado original.
En un sermón del obispo Juan de Eubea, contemporáneo de San Juan Damasceno, se habla ya de una fiesta local en honor de la Concepción de María Santísima[3], y, aproximadamente, un siglo más tarde ya había ganado terreno la solemnidad, que se había hecho común entre los griegos, según se desprende de un discurso del obispo Jorge de Nicomedía acerca de la «Conceptio sanctae Annae»[4]. Es común entre los antiguos el tomar esta palabra en sentido activo, de suerte que en sus calendarios el título de Conceptio Sanctae Mariae se emplea para conmemorar la Encarnación del Salvador.
La fiesta de la Concepción de Santa Ana, madre de la Madre de Dios, figura en el 9 de diciembre en el calendario que lleva el nombre del emperador Basilio II Porfirogénito, y es enumerada entre los días que han de señalarse con descanso sabatino en una constitución de Miguel Commeno de 1166.
En Occidente, la Conceptio sanctae Annae figura en el 9 de diciembre en un célebre Calendario de mármol de la Iglesia Napolitana, que se remonta al siglo XI. Así el título como la fecha revelan a las claras la influencia bizantina, que no sólo dominó en la risueña Partenope, sino en Sicilia y en toda la Italia inferior, por donde siguió extendiéndose durante largos siglos el imperio de los últimos sucesores de Constantino de Teodosio.

En el siglo XII se comprueba que la fiesta de la Concepción de la Bienaventurada Virgen en el 8 de diciembre había sido ya acogida con entusiasmo en varias abadías y cabildos de Normandía, Inglaterra e Irlanda, no obstante las protestas de algunos obispos que se oponían ¿Cómo se había arreglado para llegar la primitiva solemnidad oriental de las riberas del Bósforo a tan lejanos países? De ordinario se afirma que el vehículo de transmisión fuese el ejército normando que en el siglo XI invadió la Italia inferior y se estableció en ella. Mas no es del todo seguro que así fuese, si bien hay que reconocer que los primeros monumentos ingleses e irlandeses acerca de la fiesta de la Concepción revelan, evidentemente, derivaciones griegas.
Ahora sólo hace falta precisar el primitivo significado de esta solemnidad de la Concepción de Santa Ana, o de la Madre de Dios. Es cierto que ningún documento litúrgico antiguo agrega el título de inmaculada al de Concepción; pero, según lo anteriormente expuesto, había que sobreentenderlo, pues de otro modo no tendría la solemnidad ningún significado especial. Lo confirma, entre otros hechos, el de la fiesta bizantina de la concepción de San Juan Bautista, establecida precisamente para conmemorar la santificación del Precursor de Cristo en el seno materno.
La liturgia romana se contentó durante largos siglos con las cuatro grandes fiestas bizantinas en honor de María, sin celebrar la de su concepción. Y cuando comenzaron en Occidente las primeras controversias acerca del contenido teológico de la solemnidad, antes de pronunciarse por ningún bando Roma dejó que se midiesen entre sí los campeones de la ciencia sagrada, San Anselmo, los canónigos de Lión, San Buenaventura y Duns Scoto contra Eadmero, San Bernardo, Santo Tomás y los más célebres liturgistas medioevales[5].
Al desenvolvimiento de la historia externa del dogma católico de la Inmaculada Concepción contribuyó notablemente la recién fundada Orden de los Menores, declarándose su apóstol infatigable en Europa. Desde el año 1263 se guardó esta fiesta como de precepto en todos los conventos franciscanos, e indudablemente se debe a su enorme influencia y popularidad el que en la sesión 36 de la asamblea cismática de Basilea declarasen los Padres, a 17 de septiembre de 1439, que tal doctrina hallaba pleno consentimiento en las fuentes de la revelación católica.
Con Sixto IV - un papa franciscano - la Iglesia Romana dió un paso verdaderamente decisivo. En una constitución de 27 de febrero de 1477 prescribió este Pontífice que la fiesta y el Oficio Conceptionis Immaculatae Virginis Mariae se celebrase en toda la ciudad, y dos años más tarde mandó construir y dotar en la basílica Vaticana una capilla dedicada a la Santísima Virgen bajo este mismo título de la Inmaculada Concepción.
Ya es conocida la actitud favorable que el Tridentino tomó hacia el dogma de la Inmaculada Concepción de María; mas la suma circunspección de la Santa Sede dejó aún transcurrir otros tres siglos, antes de llegar a una decisión inapelable de la controversia que ya hacía más de novecientos años venía preocupando a los más célebres teólogos de Europa.
La divina Providencia concedió esta gloria al santo pontífice Pío IX, bajo cuyo pontificado se llevaron a feliz término los extensos estudios de los doctores sobre las fuentes de la doctrina católica acerca de la Inmaculada Concepción de María. Por fin, el día 8 de diciembre de 1854, ante una imponente asamblea de varios centenares de obispos, promulgó el Papa en San Pedro su bula dogmática Ineffabilis Deus, en la que define que tal doctrina está conforme con la fe católica y ha sido revelada por Dios, debiendo, por lo tanto, ser creída y conservada por los fieles.
Mas, como la promulgación dogmática procedía del odiado Obispo de la antigua Roma, los Orientales, entre los cuales contaba el dogma con los más antiguos y explícitos testimonios, comenzaron a declarársele adversarios, acusando de novedad a los papistas. Ya en el siglo XVII, después de haber demostrado con más de doscientos textos sacados de sus liturgias la perfecta armonía que existía entre los Padres de Oriente y los Doctores latinos acerca del dogma de la Inmaculada Concepción, el Jesuita P. Besson obtuvo una explícita declaración escrita y firmada por tres patriarcas y un archimandrita en donde se hacía constar tal armonía. La del jefe de la Iglesia Siríaca decía de este modo: Ego pauper Ignatius Andreas, Patriarcha Antiochenus nationis Syrorum, confirmo hanc sententiam orthodoxam, quam explanavit P. Joseph e S. I. dominam nostram Virginem purissimam sanctam Mariam, semper liberanm extitisse et immunem a peccato originali, ut explicuerunt antiqui Sancti Patres longe plurimi, magistri Orientalis Ecclesiae.


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El introito está tomado de Isaías (LXI, 10), que se goza en el Señor, en nombre de Israel, por haberlo vestido con un manto de salvación y con traje de santidad, como a esposa adornada con sus atavíos.
En ningún labio mortal suena este canto de triunfo más en su punto que en los labios inmaculados de María, única que en ningún instante de su vida se vió privada de esa estola de salvación de que aquí habla el Profeta.

La colecta vale por sí sola por un conciso pero elegante tratado sobre el dogma de la Inmaculada Concepción. No ha quedado enteramente excluido de ella el antiguo ritmo que distinguía a las colectas romanas de los sacramentarios clásicos, pero el redactor ha dirigido su principal atención a que legem credendi lex statuat supplicandi, como diría el papa Celestino I.
Comienza por enseñarnos que el privilegio de la inmaculada Concepción entraba en los designios de Dios con miras a preparar una morada enteramente santa para el Verbo Divino, que en ella y de ella había de hacerse carne. Luego se señala el precio que costó a Cristo tal privilegio, que fueron los méritos de su Pasión y Muerte, prevista por la eterna Sabiduría de Dios. Resulta de ahí que Jesús es y será siempre el Salvador universal y el Redentor de todo el género humano: María, obra maestra de Dios, la primera en participar de la gracia de la redención de un modo singular y más sublime que cualquier otro mortal.
Por último suplicamos a la divina clemencia, que, por la intercesión de tan noble y privilegiada Criatura, con la que Dios no permitió que jamás se rozase el hálito de la culpa, nos conceda también a nosotros la gracia de pureza de espíritu para llegar a Él, a quien sólo los limpios de corazón merecen ver, según la palabra del Evangelio.

La lectura está tomada del libro de los Proverbios (VIII, 22-35). Literalmente se entiende de la Sabiduría Eterna, como lo es el Padre; por ella sacó Dios al Mundo de la nada.
«El Señor me poseyó desde el principio de sus caminos, antes que hiciera nada en el comienzo. Fuí decretada eternamente y desde el principio, antes que fuera hecha la Tierra. Aún no existían los abismos, y yo ya había sido concebida; aun no habían sido asentados los montes con su pesada mole, y yo fuí engendrada antes que los collados; aun no había sido hecha la tierra, ni los ríos, ni los quicios del orbe de la tierra. Cuando preparaba los cielos, allí estaba yo; cuando ceñía los abismos con valla y ley inmutable; cuando afirmaba los astros arriba, y nivelaba las fuentes de las aguas; cuando ponía sus términos al mar y dictaba la ley a las aguas, para que no pasaran sus límites; cuando pesaba los fundamentos de la Tierra. Con él estaba yo, ordenándolo todo, y me deleitaba todos los días, jugando delante de Él todo el tiempo, jugando en el orbe de las tierras, y mis delicias eran estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues, hijos, oídme: Bienaventurados los que guardan mis caminos. Escuchad el consejo, y sed sabios, y no lo despreciéis. Bienaventurado el varón que me oye, y que vela todos los días a mi puerta, y que guarda los umbrales de mi puerta. El que me encontrare a mí, encontrará la vida, y beberá la salud en el Señor.»
Lo mismo que ayer en la misa de la vigilia, adapta hoy la Iglesia a la Virgen Madre todo cuanto en el libro de la Sabiduría se dice del Verbo de Dios. Después de Jesús, su Madre bendita, «término fijo de eternos designios» y obra maestra de la creación por razón de su sublime dignidad, es la verdadera primogénita de la familia humana: su idea ejemplar resplandecía en la mente del Creador al sacar de la nada al Mundo, cuyos movimientos y cuya historia iban dispuestos, a manera de guirnalda, en derredor de María.

El responsorio está inspirado en el libro de Judith, la cual es, por su victoria sobre Holofernes, uno de los más bellos símbolos marianos. Como la heroína de Betulia, también María aplastó, por la gracia divina, la cabeza del soberbio dragón infernal y libertó á su pueblo de la vergüenza de la esclavitud.
(Judith, XIII, 23, XV, 10). «Bendita eres tú, Virgen María, del Señor Dios excelso sobre todas las mujeres en la Tierra. — Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú la honra de nuestro pueblo.»

El verso aleluyático está tomado del Cantar de los Cantares. Expresa toda la complacencia que el Esposo siente en la Esposa Inmaculada al contemplarla adornada de las más bellas virtudes. Esa Esposa es la Iglesia, según lo explica San Pablo, mas en la liturgia el verso se aplica a la Santísima Virgen, por ser la más sublime expresión de la santidad que embellece a la mística Esposa del Salvador.
«Aleluya, Aleluya.»
(Cant., IV, 7): «Toda hermosa eres, oh María, y no hay en ti mancha original. Aleluya.»

La lectura evangélica, tomada de San Lucas (I, 26-28), nos presenta el magnífico saludo del Ángel Gabriel a la Bienaventurada Virgen. Con todo lo bello que es el texto evangélico, tomado aisladamente no llega a revelarnos tantos abismos de gracia y de magnificencia que ahora descubrimos después de la definición dogmática de Pío IX. La luz de la Divina tradición de la Iglesia ha ilustrado en toda su plenitud el saludo angélico dirigido a María, y nos ha permitido escudriñar una profundidad de misterios de santidad y de gracia, que hasta entonces ni siquiera sospechábamos. Bendita eres tú entre todas las mujeres, es decir más que todos los mortales; no va contigo la común suerte de los hijos de Adán, cuya bendición apenas si llega a ser un antídoto contra la maldición heredada de Eva. Eres bendita más que todas las criaturas, porque la gracia y la bendición circundan tu concepción inmaculada, y la maldita serpiente no podrá nunca lanzar sobre ti el venenoso aliento del pecado. Eres bendita más que todas las criaturas, porque la gracia y la bendición te fortalecerán en la hora suprema de tu peregrinación por la Tierra, para impedir que la corrupción invada ese sacratísimo cuerpo que antes fué el templo del Autor de la vida.
«En aquel tiempo fué enviado por Dios el Ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazareth, a una Virgen desposada con un varón, llamado José, de la casa de David, y el nombre de la Virgen era María. Y habiendo entrado el Ángel a ella, dijo: Salve, llena de gracia: el Señor es contigo: bendita tú entre todas las mujeres.»

El verso del ofertorio repite el saludo angélico a la Virgen, que en parte es idéntico al de la cuarta dominica de Adviento.

La colecta de hoy tiene un significado especial, porque el Sacrificio que vamos a ofrecer a la augusta Trinidad representa precisamente el precio con que Jesús compró para su bienaventurada Madre el privilegio de su Inmaculada Concepción. Nosotros, que por gracia somos hermanos de Jesús, estamos unidos a El por un mismo amor hacia su Madre y Madre nuestra María, y con El presentamos al Padre el fruto de su pasión y muerte como precio por el cual se mereció para la Virgen el privilegio que hoy la liturgia conmemora.
He aquí el texto de la bella colecta del Misal: «Recibe, oh Señor, la hostia saludable que te ofrecemos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la bienaventurada Virgen María; y otórganos la gracia de vernos libres de toda culpa, mediante su intercesión, ya que la reconocemos libre de toda mancha, efecto de tu gracia que la previno. Por nuestro Señor, etc.».

Conforme al uso romano se inserta en la primera parte de la anáfora eucarística (Praefatio) la conmemoración del misterio que hoy celebra la Iglesia. «Verdaderamente es digno, etc.... el alabarte, bendecirte y celebrar tus glorias en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la bienaventurada y siempre virgen María, la cual concibió a tu Unigénito por obra del Espíritu Santo, y conservando la gloria de la virginidad, dió a este Mundo a Jesucristo Señor nuestro, que es luz eterna.»

La antífona para la Comunión del pueblo está inspirada, para su primera parte, en el Salmo LXXXVI, y para la segunda, en el cántico Magnificat. «Cosas gloriosas se han dicho de ti, oh María, puesto que el poderoso te adornó con gracias sublimes.»
Esas glorias externas de María irán siempre en aumento en la Iglesia según van pasando los siglos, puesto que forman parte de ese progreso extrínseco de la sagrada teología y de la piedad cristiana, que son las características de la vitalidad intensa e íntima de la familia de Jesucristo.

En la colecta de después de la Comunión suplicamos al Señor nos conceda que así como la gracia previno a su santísima Madre que ya en su Concepción Inmaculada se vió exenta del común contagio del pecado, de la misma suerte la divina Eucaristía sea para nosotros un antídoto contra el veneno que inficiona nuestra sangre por el mortífero fruto del Edén.
Es tal la degeneración de nuestra naturaleza viciada por el pecado original, tal la ofuscación del entendimiento, el enflaquecimiento de la voluntad y el desenfreno de las pasiones, que no podemos seriamente esperar que lleguemos a meta tan costosa. Nos es necesaria la gracia de Jesucristo, y para obtenerla hemos de prepararnos con la humildad, la oración y la docilidad.
Entre los medios más valiosos para neutralizar en nosotros los efectos del virus del árbol desgraciado del paraíso terrenal está la profesión de una tierna devoción a la Inmaculada Madre de Dios.




[1] Cfr. G. Huby, Christus. París, Beauchesne, 1916, p. 775, n. 1.

[2] Carm. Nisib. n. 27, ed. Bickell, 40.

[3] Patr. Graec. XCVI, col 1499.

[4] Patr. Graec. C, col. 1353.

[5] Nos es gratísimo poder consignar aquí que, anteriormente a todas las controversias aludidas, un teólogo español, Pedro Compostelano, haciéndose, probablemente, eco del común sentir de nuestro pueblo en su época, afirmó sin ningún género de duda, en su obra titulada De Consolatione Rationis, escrita en 1141, que “María fué santificada en su concepción, y de este modo inmune del pecado original y enriquecida con la plenitud de todas las gracias en el mismo instante en que le fué infundida el alma: in ipsa animae infusione omnium gratiarum plenitudinem Eam beari non ambiguo” (Traductor).