Nota del Blog: el siguiente texto está tomado del VI tomo del famoso y reconocido Liber Sacramentorum del gran Cardenal de Milán.
La edición es de Herder, Barcelona y fue publicado en 1947.
Cardenal Schuster |
8 De Diciembre
La Concepción Inmaculada de la Bienaventurada Virgen
María
Este dogma
que tanto vigor presta a la fe católica, tan glorioso para María, y tan
honorífico para toda la humana familia, no aparece en las Escrituras del
Antiguo y Nuevo Testamento más que de una manera confusa, misteriosamente
velado. Con todo, forma parte del divino depósito de la tradición católica, y
se reconoce en las liturgias de las diferentes Iglesias como el exponente y la
declaración más autorizada de esa misma fe.
El hecho de
que María Santísima fuese exenta del pecado original, está afirmado
explícitamente en el Corán, que en este caso se hace eco de la fe de las
Iglesias Nestorianas: Toda humana
criatura ha recibido ya en su nacimiento el influjo de Satán, a excepción de
María y de su Hijo[1].
San Efrén
Siro, en un himno compuesto en 370, pone estas palabras en boca de la Iglesia
de Edesa: «Tú y tu Madre sois los únicos enteramente hermosos, bajo este aspecto,
puesto que ninguna mancha hay en tu Madre»[2].
El mismo concepto de la pureza absoluta de la Virgen se encuentra repetido por
muchísimos otros Padres, principalmente por los griegos de la primera época
patrística; pero la mayoría de ellos, más que proponerse la cuestión formal de
la concepción, como más tarde se la propusieron los Escolásticos, la suponen
resuelta en el mismo sentido que tiene en la definición dogmática de Pío IX, en
cuanto ese candor inmaculado que atribuyen a la Madre de Dios se entiende en
sentido tan riguroso, que de él se excluye hasta el borrón del pecado original.
En un sermón del obispo Juan de Eubea, contemporáneo de San Juan Damasceno, se habla ya de una
fiesta local en honor de la Concepción de
María Santísima[3], y, aproximadamente, un
siglo más tarde ya había ganado terreno la solemnidad, que se había hecho común
entre los griegos, según se desprende de un discurso del obispo Jorge de Nicomedía acerca de la «Conceptio sanctae Annae»[4]. Es común entre los antiguos el tomar esta palabra en sentido activo, de
suerte que en sus calendarios el título de Conceptio
Sanctae Mariae se emplea para conmemorar la Encarnación del Salvador.
La fiesta de la Concepción de Santa Ana, madre de la Madre de Dios, figura en el 9
de diciembre en el calendario que lleva el nombre del emperador Basilio II Porfirogénito, y es
enumerada entre los días que han de señalarse con descanso sabatino en una
constitución de Miguel Commeno de
1166.
En Occidente, la Conceptio sanctae Annae figura en el 9 de diciembre en un célebre
Calendario de mármol de la Iglesia Napolitana, que se remonta al siglo XI. Así
el título como la fecha revelan a las claras la influencia bizantina, que no
sólo dominó en la risueña Partenope, sino en Sicilia y en toda la Italia
inferior, por donde siguió extendiéndose durante largos siglos el imperio de
los últimos sucesores de Constantino
de Teodosio.
En el siglo
XII se comprueba que la fiesta de la Concepción de la Bienaventurada Virgen en
el 8 de diciembre había sido ya acogida con entusiasmo en varias abadías y
cabildos de Normandía, Inglaterra e Irlanda, no obstante las protestas de
algunos obispos que se oponían ¿Cómo se había arreglado para llegar la
primitiva solemnidad oriental de las riberas del Bósforo a tan lejanos países?
De ordinario se afirma que el vehículo de transmisión fuese el ejército
normando que en el siglo XI invadió la Italia inferior y se estableció en ella.
Mas no es del todo seguro que así fuese, si bien hay que reconocer que los
primeros monumentos ingleses e irlandeses acerca de la fiesta de la Concepción
revelan, evidentemente, derivaciones griegas.
Ahora sólo hace falta precisar el
primitivo significado de esta solemnidad de la Concepción de Santa Ana, o de
la Madre de Dios. Es cierto que ningún documento litúrgico antiguo agrega
el título de inmaculada al de Concepción;
pero, según lo anteriormente expuesto, había que sobreentenderlo, pues de otro
modo no tendría la solemnidad ningún significado especial. Lo confirma, entre
otros hechos, el de la fiesta bizantina de la concepción de San Juan Bautista, establecida
precisamente para conmemorar la santificación del Precursor de Cristo en el
seno materno.
La liturgia
romana se contentó durante largos siglos con las cuatro grandes fiestas
bizantinas en honor de María, sin celebrar la de su concepción. Y cuando
comenzaron en Occidente las primeras controversias acerca del contenido teológico
de la solemnidad, antes de pronunciarse por ningún bando Roma dejó que se
midiesen entre sí los campeones de la ciencia sagrada, San Anselmo, los
canónigos de Lión, San Buenaventura y Duns Scoto contra Eadmero, San Bernardo,
Santo Tomás y los más célebres liturgistas medioevales[5].
Al
desenvolvimiento de la historia externa del dogma católico de la Inmaculada
Concepción contribuyó notablemente la recién fundada Orden de los Menores,
declarándose su apóstol infatigable en Europa. Desde el año 1263 se guardó esta
fiesta como de precepto en todos los conventos franciscanos, e indudablemente
se debe a su enorme influencia y popularidad el que en la sesión 36 de la asamblea
cismática de Basilea declarasen los Padres, a 17 de septiembre de 1439, que tal
doctrina hallaba pleno consentimiento en las fuentes de la revelación católica.
Con Sixto
IV - un papa franciscano - la Iglesia Romana dió un paso verdaderamente decisivo.
En una constitución de 27 de febrero de 1477 prescribió este Pontífice que la
fiesta y el Oficio Conceptionis Immaculatae
Virginis Mariae se celebrase en toda la ciudad, y dos años más tarde mandó
construir y dotar en la basílica Vaticana una capilla dedicada a la Santísima
Virgen bajo este mismo título de la Inmaculada Concepción.
Ya es
conocida la actitud favorable que el Tridentino tomó hacia el dogma de la
Inmaculada Concepción de María; mas la suma circunspección de la Santa Sede
dejó aún transcurrir otros tres siglos, antes de llegar a una decisión
inapelable de la controversia que ya hacía más de novecientos años venía
preocupando a los más célebres teólogos de Europa.
La divina
Providencia concedió esta gloria al santo pontífice Pío IX, bajo cuyo
pontificado se llevaron a feliz término los extensos estudios de los doctores
sobre las fuentes de la doctrina católica acerca de la Inmaculada Concepción de
María. Por fin, el día 8 de diciembre de 1854, ante una imponente asamblea de
varios centenares de obispos, promulgó el Papa en San Pedro su bula dogmática Ineffabilis Deus, en la que define que
tal doctrina está conforme con la fe católica y ha sido revelada por Dios,
debiendo, por lo tanto, ser creída y conservada por los fieles.
Mas, como la promulgación dogmática
procedía del odiado Obispo de la antigua
Roma, los Orientales, entre los cuales contaba el dogma con los más
antiguos y explícitos testimonios, comenzaron a declarársele adversarios,
acusando de novedad a los papistas. Ya
en el siglo XVII, después de haber demostrado con más de doscientos textos
sacados de sus liturgias la perfecta armonía que existía entre los Padres de
Oriente y los Doctores latinos acerca del dogma de la Inmaculada Concepción, el
Jesuita P. Besson obtuvo una explícita declaración escrita y firmada por tres
patriarcas y un archimandrita en donde se hacía constar tal armonía. La del
jefe de la Iglesia Siríaca decía de este modo: Ego pauper Ignatius Andreas, Patriarcha Antiochenus nationis Syrorum,
confirmo hanc sententiam orthodoxam, quam explanavit P. Joseph e S. I. dominam
nostram Virginem purissimam sanctam Mariam, semper liberanm extitisse et
immunem a peccato originali, ut explicuerunt antiqui Sancti Patres longe
plurimi, magistri Orientalis Ecclesiae.
***
El introito
está tomado de Isaías (LXI, 10), que
se goza en el Señor, en nombre de Israel, por haberlo vestido con un manto de
salvación y con traje de santidad, como a esposa adornada con sus atavíos.
En ningún labio mortal suena este canto de
triunfo más en su punto que en los labios inmaculados de María, única que en ningún instante de su vida se vió privada de
esa estola de salvación de que aquí habla el Profeta.
La colecta
vale por sí sola por un conciso pero
elegante tratado sobre el dogma de la Inmaculada Concepción. No ha quedado
enteramente excluido de ella el antiguo ritmo que distinguía a las colectas
romanas de los sacramentarios clásicos, pero el redactor ha dirigido su
principal atención a que legem credendi
lex statuat supplicandi, como diría el papa
Celestino I.
Comienza
por enseñarnos que el privilegio de la inmaculada Concepción entraba en los
designios de Dios con miras a preparar una morada enteramente santa para el
Verbo Divino, que en ella y de ella había de hacerse carne. Luego se señala el
precio que costó a Cristo tal privilegio, que fueron los méritos de su Pasión y
Muerte, prevista por la eterna Sabiduría de Dios. Resulta de ahí que Jesús es y
será siempre el Salvador universal y el Redentor de todo el género humano: María,
obra maestra de Dios, la primera en participar de la gracia de la redención de
un modo singular y más sublime que cualquier otro mortal.
Por último suplicamos a la divina
clemencia, que, por la intercesión de tan noble y privilegiada Criatura, con la
que Dios no permitió que jamás se rozase el hálito de la culpa, nos conceda
también a nosotros la gracia de pureza de espíritu para llegar a Él, a quien
sólo los limpios de corazón merecen ver, según la palabra del Evangelio.
La lectura
está tomada del libro de los Proverbios
(VIII, 22-35). Literalmente se entiende de la Sabiduría Eterna, como lo es
el Padre; por ella sacó Dios al Mundo de la nada.
«El Señor me poseyó desde el principio de
sus caminos, antes que hiciera nada en el comienzo. Fuí decretada eternamente y
desde el principio, antes que fuera hecha la Tierra. Aún no existían los
abismos, y yo ya había sido concebida; aun no habían sido asentados los montes
con su pesada mole, y yo fuí engendrada antes que los collados; aun no había
sido hecha la tierra, ni los ríos, ni los quicios del orbe de la tierra. Cuando
preparaba los cielos, allí estaba yo; cuando ceñía los abismos con valla y ley
inmutable; cuando afirmaba los astros arriba, y nivelaba las fuentes de las
aguas; cuando ponía sus términos al mar y dictaba la ley a las aguas, para que
no pasaran sus límites; cuando pesaba los fundamentos de la Tierra. Con él
estaba yo, ordenándolo todo, y me deleitaba todos los días, jugando delante de
Él todo el tiempo, jugando en el orbe de las tierras, y mis delicias eran estar
con los hijos de los hombres. Ahora, pues, hijos, oídme: Bienaventurados los
que guardan mis caminos. Escuchad el consejo, y sed sabios, y no lo
despreciéis. Bienaventurado el varón que me oye, y que vela todos los días a mi
puerta, y que guarda los umbrales de mi puerta. El que me encontrare a mí,
encontrará la vida, y beberá la salud en el Señor.»
Lo mismo
que ayer en la misa de la vigilia, adapta hoy la Iglesia a la Virgen Madre todo
cuanto en el libro de la Sabiduría se dice del Verbo de Dios. Después de Jesús,
su Madre bendita, «término fijo de eternos designios» y obra maestra de la
creación por razón de su sublime dignidad, es la verdadera primogénita de la
familia humana: su idea ejemplar resplandecía en la mente del Creador al sacar
de la nada al Mundo, cuyos movimientos y cuya historia iban dispuestos, a
manera de guirnalda, en derredor de María.
El responsorio
está inspirado en el libro de Judith,
la cual es, por su victoria sobre Holofernes,
uno de los más bellos símbolos marianos. Como la heroína de Betulia,
también María aplastó, por la gracia
divina, la cabeza del soberbio dragón infernal y libertó á su pueblo de la
vergüenza de la esclavitud.
(Judith,
XIII, 23, XV, 10). «Bendita eres tú, Virgen María, del Señor Dios excelso
sobre todas las mujeres en la Tierra. — Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la
alegría de Israel, tú la honra de nuestro pueblo.»
El verso
aleluyático está tomado del Cantar
de los Cantares. Expresa toda la complacencia que el Esposo siente en la Esposa
Inmaculada al contemplarla adornada de las más bellas virtudes. Esa Esposa es
la Iglesia, según lo explica San Pablo,
mas en la liturgia el verso se aplica a la Santísima
Virgen, por ser la más sublime expresión de la santidad que embellece a la
mística Esposa del Salvador.
«Aleluya, Aleluya.»
(Cant.,
IV, 7): «Toda hermosa eres, oh María, y no hay en ti mancha original. Aleluya.»
La lectura
evangélica, tomada de San Lucas
(I, 26-28), nos presenta el magnífico
saludo del Ángel Gabriel a la Bienaventurada
Virgen. Con todo lo bello que es el
texto evangélico, tomado aisladamente no llega a revelarnos tantos abismos de
gracia y de magnificencia que ahora descubrimos después de la definición
dogmática de Pío IX. La luz de la Divina tradición de la Iglesia ha ilustrado
en toda su plenitud el saludo angélico dirigido a María, y nos ha permitido
escudriñar una profundidad de misterios de santidad y de gracia, que hasta
entonces ni siquiera sospechábamos. Bendita eres tú entre todas las mujeres, es
decir más que todos los mortales; no va contigo la común suerte de los hijos de
Adán, cuya bendición apenas si llega a ser un antídoto contra la maldición
heredada de Eva. Eres bendita más que todas las criaturas, porque la gracia y
la bendición circundan tu concepción inmaculada, y la maldita serpiente no
podrá nunca lanzar sobre ti el venenoso aliento del pecado. Eres bendita más
que todas las criaturas, porque la gracia y la bendición te fortalecerán en la
hora suprema de tu peregrinación por la Tierra, para impedir que la corrupción
invada ese sacratísimo cuerpo que antes fué el templo del Autor de la vida.
«En aquel tiempo fué enviado por Dios el Ángel
Gabriel a una ciudad de Galilea,
llamada Nazareth, a una Virgen desposada con un varón, llamado José, de la casa de David, y el nombre
de la Virgen era María. Y habiendo
entrado el Ángel a ella, dijo: Salve, llena de gracia: el Señor es contigo:
bendita tú entre todas las mujeres.»
El verso del ofertorio repite el saludo angélico a la Virgen, que en parte es
idéntico al de la cuarta dominica de Adviento.
La colecta
de hoy tiene un significado especial,
porque el Sacrificio que vamos a ofrecer a la augusta Trinidad representa
precisamente el precio con que Jesús compró para su bienaventurada Madre el
privilegio de su Inmaculada Concepción. Nosotros, que por gracia somos hermanos
de Jesús, estamos unidos a El por un mismo amor hacia su Madre y Madre nuestra
María, y con El presentamos al Padre el fruto de su pasión y muerte como precio
por el cual se mereció para la Virgen el privilegio que hoy la liturgia
conmemora.
He aquí el texto de la bella colecta del
Misal: «Recibe, oh Señor, la hostia saludable que te ofrecemos en la solemnidad
de la Inmaculada Concepción de la bienaventurada Virgen María; y otórganos la
gracia de vernos libres de toda culpa, mediante su intercesión, ya que la
reconocemos libre de toda mancha, efecto de tu gracia que la previno. Por
nuestro Señor, etc.».
Conforme al uso romano se inserta en la primera parte de la anáfora eucarística
(Praefatio) la conmemoración del misterio que hoy celebra la Iglesia. «Verdaderamente
es digno, etc.... el alabarte, bendecirte y celebrar tus glorias en la solemnidad
de la Inmaculada Concepción de la bienaventurada y siempre virgen María, la
cual concibió a tu Unigénito por obra del Espíritu Santo, y conservando la
gloria de la virginidad, dió a este Mundo a Jesucristo Señor nuestro, que es
luz eterna.»
La antífona para la Comunión del pueblo está inspirada, para su primera parte, en el Salmo
LXXXVI, y para la segunda, en el cántico Magnificat.
«Cosas gloriosas se han dicho de ti, oh María, puesto que el poderoso te adornó
con gracias sublimes.»
Esas
glorias externas de María irán siempre en aumento en la Iglesia según van
pasando los siglos, puesto que forman parte de ese progreso extrínseco de la
sagrada teología y de la piedad cristiana, que son las características de la
vitalidad intensa e íntima de la familia de Jesucristo.
En la colecta de después de la Comunión suplicamos
al Señor nos conceda que así como la gracia previno a su santísima Madre que ya
en su Concepción Inmaculada se vió exenta del común contagio del pecado, de la
misma suerte la divina Eucaristía sea para nosotros un antídoto contra el
veneno que inficiona nuestra sangre por el mortífero fruto del Edén.
Es tal la
degeneración de nuestra naturaleza viciada por el pecado original, tal la
ofuscación del entendimiento, el enflaquecimiento de la voluntad y el
desenfreno de las pasiones, que no podemos seriamente esperar que lleguemos a
meta tan costosa. Nos es necesaria la gracia de Jesucristo, y para obtenerla
hemos de prepararnos con la humildad, la oración y la docilidad.
Entre los
medios más valiosos para neutralizar en nosotros los efectos del virus del
árbol desgraciado del paraíso terrenal está la profesión de una tierna devoción
a la Inmaculada Madre de Dios.
[1]
Cfr. G. Huby, Christus. París, Beauchesne, 1916, p. 775, n. 1.
[5] Nos es gratísimo poder consignar aquí que,
anteriormente a todas las controversias aludidas, un teólogo español, Pedro
Compostelano, haciéndose, probablemente, eco del común sentir de nuestro pueblo
en su época, afirmó sin ningún género de duda, en su obra titulada De
Consolatione Rationis, escrita en 1141, que “María fué santificada en su concepción, y de este modo inmune del
pecado original y enriquecida con la plenitud de todas las gracias en el mismo
instante en que le fué infundida el alma: in ipsa animae
infusione omnium gratiarum plenitudinem Eam beari non ambiguo” (Traductor).