lunes, 16 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VII, (IV Parte).

Unidad del poder jerárquico.

El orden, la comunión y el título no forman tres jerarquías independientes y yuxtapuestas. El acto y la potencia se corresponden, se reclaman mutuamente y se unen en la vida del cuerpo jerárquico. No hay sino una sola jerarquía de la Iglesia, incoada por la simple potencia del orden, acabada en su acto propio por la comunión jerárquica en la Iglesia universal, y apropiada por el título a la Iglesia particular.
Así la ordenación que hace entrar en la jerarquía, confiere en la plenitud de sus efectos el orden, la comunión y el título. La ordenación, aun ilegítima, confiere siempre el orden y sus meras potencias. La ordenación legítima confiere siempre la comunión, porque sitúa al que la recibe en la jerarquía de la Iglesia universal. El título puede, es cierto, no ser conferido en el momento de la ordenación legítima, y ésta puede no dar actualmente más que la sola comunión jerárquica en la Iglesia universal. Pero, en este caso, si el título es recibido por el sujeto posteriormente, o incluso si el título, después de haberse perdido, vuelve a ser recobrado por el sujeto, no deja - en cualquier época que sea conferido— de reposar en la comunión y en el orden y de remontarse así a la ordenación, como fruto tardío, pero contenido ya en germen en las ramas y en la raíz.
Puede incluso ser conferido antes de la ordenación y con vistas a ésta. En este caso obtiene su perfección y su solidez de la ordenación subsiguiente, de la que depende anticipadamente. Hasta entonces permanece precario, y por sí mismo se desvanecerá si no tiene lugar la ordenación.
Así el obispo elegido puede recibir la institución, es decir, la colación de su título, antes de su consagración episcopal; el sacerdote y el ministro pueden asimismo recibir la institución del título antes de la colación del orden y con vistas a éste. Más tarde serán ordenados para ese título recibido ya anticipadamente; y si falta la ordenación, vendrá el título a ser caduco. El derecho positivo ha determinado los plazos que tolera y el término que no puede rebasar el título sin anularse o recibir de la ordenación su fuerza y su  fundamento esencial[1].

El título recibido anticipadamente no es, pues, todavía estable y aguarda verdaderamente de la ordenación futura su confirmación y su solidez.
Pero ¿es incluso hasta la ordenación un título verdadero y perfecto, o los poderes que lo acompañan deben hasta entonces incluirse entre las simples delegaciones o comunicaciones de ejercicio de que antes hemos hablado?
Con alguna apariencia se podría sostener este segundo punto de vista: el titular no sería hasta la ordenación más que un administrador de naturaleza especial, al que la Iglesia confía sus intereses en vista del derecho que la institución le da a la ordenación misma y de los derechos que la ordenación le conferirá en toda su solidez.
Pero, a nuestro parecer, hay que buscar anteriormente la razón de estas cosas.
Las operaciones divinas están llenas de estas anticipaciones misteriosas: la obra de la redención derrama a la vez sus beneficios sobre todas las edades que la siguen y sobre todas las que la preceden. Se extendió anticipadamente sobre los hombres del Antiguo Testamento, y el sacrificio, que todavía no se había consumado, abría ya sobre los elegidos, para purificarlos y santificarlos, el tesoro de las gracias que, de hecho, son sus efectos. Cristo, dueño de los siglos, no se inclina bajo el yugo de éstos ni los obedece en su lenta sucesión, sino que los abarca a todos en la plenitud de su poder y de su eternidad. Era ayer, como es hoy y por los siglos de los siglos (Heb. XIII, 8); opera a todo lo largo de las edades la salvación de los hombres y derrama los beneficios de su sacerdocio aun antes de que este sacerdocio aparezca en el tiempo y se declare en el altar de la cruz. Este sacerdocio es eterno y posee todos los tiempos (Sal. CIX, 4; Heb V, 6; VII, 21).
Este sacerdocio, comunicado a la jerarquía, conserva la impronta de su origen y, por una analogía misteriosa, no está hasta tal punto sujeto a las leyes del tiempo que no puedan anticipadamente autorizar, en cierto grado, a los elegidos del sacerdocio; y así como Cristo, predestinado para su misión sacerdotal, ejercía ya anticipadamente sus saludables prerrogativas, así también los ministros, destinados y llamados por la institución canónica a ocupar un lugar en las filas de su jerarquía, ejercen ya en cierta medida los poderes ligados a su título.
En este caso el título es como una irradiación anticipada de la ordenación con miras a la cual fue conferido, de la que depende anticipadamente, cuya falta lo hace caduco, y que le sirve anticipadamente de causa y de razón de ser. Así la aurora precede a la aparición del sol, de la que depende.
Como ya lo hemos expuesto, la comunión jerárquica y el título son, pues, cada uno a su manera, la actualidad y la dilatación de la ordenación legítima, y de ella dependen.
La ordenación ilegítima, por el contrario, tal como subsiste entre los cismáticos, no confiere sino el orden simplemente. Pero esta pura potencia aguarda y reclama su acto; y si algún día viene a añadírsele la comunión jerárquica mediante la introducción del sujeto en la jerarquía legítima, dicha ordenación recibirá su coronamiento natural.
Estas nociones deben quizá servir para entender la expresión, tan común entre los antiguos, de ordenaciones ilegítimas anuladas, siendo así que sólo el título o incluso la comunión jerárquica eran retirados o negados al sujeto. La ordenación era verdaderamente anulada, no ya en la totalidad de sus efectos sino en los efectos que pueden ser destruidos; no en cuanto la ordenación es la colación del puro orden, sino en cuanto es, al mismo tiempo, la colación de la comunión jerárquica o del grado legítimo en la Iglesia universal y la colación del título en la Iglesia particular.

Perpetuidad del poder jerárquico.

Dios concede sus dones sin arrepentirse de ello (Rom. XI, 29). La misión de su Hijo es para la eternidad. Su sacerdocio está confirmado con juramento, dice san Pablo, y con ello está ligado a la inmutabilidad de las cosas divinas (Heb. VII, 20).
La jerarquía, a su vez, no está instituida para un tiempo; no sufre otras deficiencias que las de los elementos humanos y mortales que se asocia, ni otras vicisitudes que las impuestas por las necesidades de su peregrinación de aquí abajo.
Por causa de esta estabilidad esencial que le pertenece, el fondo del poder jerárquico, es decir, la potencia misma del orden, no puede ser destruida jamás. El orden es un carácter absolutamente indeleble que persiste en el clérigo privado del título y de la comunión, degradado, excluido de la jerarquía y hasta en los rigores de la condenación eterna[2].
La comunión jerárquica no es, como el orden, absolutamente inamisible. El clérigo puede merecer perderla y por un justo juicio de la Iglesia puede ser excluido de la  jerarquía. Como ya lo hemos indicado, este juicio puede retirar la comunión de los grados superiores dejando intacta la de los grados inferiores. El obispo puede verse reducido a la comunión del sacerdote o del ministro, el sacerdote a la de los órdenes inferiores, y todos los clérigos a la comunión laica. A pesar de esto, la comunión jerárquica, que no es en modo alguno inamisible, se da y se recibe a perpetuidad por su naturaleza misma y sólo se puede perder por el rigor de un juicio y contra su institución, turbada por la indignidad o la falta del sujeto.
Finalmente, el título mismo se confiere siempre sin limitación de tiempo, aun cuando puede ser retirado, como la comunión jerárquica, por sentencia del juez, y hasta absolutamente el sujeto puede ser desligado de él por la autoridad superior, como se ve en los casos de dimisión o de resignación; en efecto, en estos casos el clérigo, que no puede quitarse a sí mismo el título ni romper el vínculo que le une con su Iglesia, no pierde ese título sino por intervención de la autoridad superior, única que puede romper dicho vínculo.
Tal es, pues, la estabilidad de nuestra jerarquía. Ésta admite como tres grados: el carácter del orden es absolutamente inamisible; la comunión jerárquica en la Iglesia universal persiste en tanto el sujeto no es declarado indigno; el título en la Iglesia particular se constituye también sin término ni limite de duración y persevera en tanto no lo hagan cesar la sentencia del juez o la disposición del superior.
Añadamos a estos tres elementos inmutables y dotados, cada uno en justa proporción, de la perpetuidad que les corresponde, el elemento móvil del ejercicio de la jurisdicción, y así tendremos en estos cuatro términos — orden, comunión jerárquica, título, ejercicio de la jurisdicción — todas las potencias y todas las actividades del cuerpo jerárquico. Es también todo la que hoy día se encierra más de ordinario en los dos términos de orden y de jurisdicción, distinguiendo en ésta diversos grados o especies, según sea habitual, actual, ordinaria, delegada, restringida. El lector estudioso sabrá establecer la exacta correspondencia de estos diferentes términos y aplicarlos a las diferentes actividades de la jerarquía tal como las  hemos descrito.



[1] El Código de derecho canónico. can. 333. obliga al elegido a recibir la consagración episcopal durante los tres meses que siguen a la recepción de la bula apostólica.

[2] Santo Tomás III, q. 63, a. 5: “El poder sacerdotal (de Cristo) es al sacerdocio lo que el ser plenario y perfecto es al ser participado. Ahora bien, el sacerdocio de Cristo es eterno, según las palabras del Salmo CIX: "Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec". De aquí resulta que toda santificación operada por su sacerdocio es perpetua, caso que subsista la cosa consagrada”.