Preséntase, no
obstante, a menudo el sistema espiritualista, como expresión de la mentalidad
cristiana, poseedora del espíritu, en oposición a la mentalidad judaica, partidaria
decidida de la letra. El lema del espiritualismo es: “No la letra que mata,
sino el espíritu que vivifica”, trayendo para ello a mal traer las palabras de S. Pablo: littera enim occidit, Spiritus autem vivificat (II Cor. III, 6), dichas por él a otro
propósito[1].
Efectivamente, la palabra “littera” en el caso no significa nada de eso, a que aluden los
espiritualistas, sino lisa y llanamente la Ley escrita de Moisés, o su
equivalente la sindéresis natural (cf. Rom. II, 12-16), que a todos nos condena
sin apelación posible; y “Spiritus”
es la gracia de Cristo, que a todos nos salva misericordiosamente (Rom. cap. V-VIII;
Gal. IV, 5; al.); y de ahí que al
ministerio de Moisés se le llame ministerio de muerte o de condenación, en
oposición al de Cristo o del Espíritu, que es ministerio de justificación (II
Cor. III, 7-9) y de reconciliación (II Cor. V, 18-20; cf. Rom. V, 10.11; Col. I,
20.22).
Como se ve, la
aplicación del texto Paulino a la Hermenéutica es declaradamente impropia, pero
ha tenido fortuna, y hoy invade nuestra mentalidad culta, particularmente la
jurídica; y así, respecto del derecho, de la ley, de las instituciones, se
distingue a menudo el espíritu que las anima de la letra que las dicta, en la
persuasión de haber enunciado dos conceptos reconocidamente irreductibles,
aunque tantísimas veces sea imposible apreciar la diferencia, a menos de sustituir,
no el espíritu a la letra, sino una letra por otra, introduciendo una
jurisprudencia diferente, y aún contraria, so color de salvaguardar el espíritu
de la ley, cuando lo que se hace en realidad es infirmarla.
Y esto que puede ser perfectamente lícito en Derecho — el
infirmar la letra—, porque la vida cambia, y con ella las humanas necesidades y
exigencias, es inadmisible en Escritura, porque siendo toda ella palabra
divina, participa de la inmutabilidad de Dios, apud quem non est transmutatio nec vicissitudinis
obumbratio (Sant. I, 17). Y sin embargo, eso es lo que se hace tantas veces:
infirmar la letra del sagrado texto con interpretaciones oficiosas, so color de
salvaguardar el espíritu, que no necesita para nada de tales oficiosidades. Es este el proceder ordinario de los
espiritualistas a ultranza, a quienes reconoceréis fácilmente por el uso que
hacen de fórmulas como éstas: Eso dice la letra, pero quiere decir esto otro.
La letra del texto suena Israel, Sión, pabellón y trono de David, pero ya se
sabe lo que quiere decir todo esto espiritualmente[2].
Ni se detienen estos infirmadores de la letra ante la
unidad dialéctica del contexto, que destrozan muchas veces llevados de su afán
de espiritualizarlo todo. Y es así que el oráculo habla tal vez del pueblo
sordo y ciego, que algún día recobrará la vista y el oído; de la infiel y claudicante,
que algún día será rehabilitada; de los dispersos de Israel, que algún día
serán repatriados para siempre y se multiplicarán prodigiosamente en su país;
de las ruinas de la tierra de Israel y de ese pueblo extraordinario, que algún
día serán gloriosamente restauradas; de la madre Sión, antes desechada y olvidada
de todos y luego de todos requerida, centro de atracción e irradiación universales
y orgullo de los siglos venideros; de pabellón y trono de David míseramente
arruinado, que algún día será restablecido y ocupado por un vástago de esa
dinastía (el Tsémah), un gran Caudillo nacional (el caput unum),
que reunirá bajo un solo cetro a Israel y Judá, de siglos separados, etc., etc.;
y después de entender la primera parte del oráculo del Israel carnal, transfieren
sin más la segunda al Israel espiritual, es a saber a la Iglesia. La cual, a
decir verdad, no se realzará nunca, porque nunca cayó; nunca será restaurada,
porque nunca fué arruinada; nunca volverá a su patria, porque nunca salió ni
saldrá de ella; nunca será reclamada, porque siendo siempre fiel a su Esposo,
nunca fue ni será repudiada; ni será sanada algún día de su triple enfermedad,
la ceguera, la sordera y la cojera[3], porque nunca adoleció de achaques
tales.
Este modo de leer e
interpretar las Escrituras procede del alegorismo alejandrino, que tiene a su
vez origen precristiano. Es sabido el desdén de este sistema por el sentido literal,
al que llama corporal, cuando no carnal, algo así como superficial
que ahora diríamos; al cual opone un sentido recóndito más alto, que llama espiritual,
y es el fruto sazonado de la ingeniosa alegoría. Según este sistema, la Escritura
no dice tanto lo que muestra, cuanto lo que oculta, y así es menester lanzarse
a la búsqueda de ese recóndito sentido de contenido espiritualista. El platonismo entonces dominante en la
formación filosófica; la comodidad de sacar de cualquier texto, merced a la
alegoría, conceptos edificantes; la natural reacción contra los excesos del
literalismo judaico, fueron las principales causas de la enorme difusión que
tuvo ese sistema en la exégesis practicada por los Padres, principalmente
los directamente afiliados a la escuela alejandrina, que no son todos ni solos
los que escribieron en griego.
Entre los latinos, por no citar más que a los dos mayores
ases, usan, y aun abusan, de la
interpretación espiritual alegorista, en primer término S. Jerónimo, según lo
reconoce Benedicto XV en la Encíclica “Spiritus Paraclitus” (Enchir bibl. núm. 498[4]) y luego San Agustín, que
fué en esto aún más allá que S. Jerónimo, como es a todos notorio[5].
Contra ese modo de interpretar comenzó la reacción ya en
la Edad Media, calificando al llamado sentido espiritual, como bueno para la
edificación de la Iglesia pero inútil para la comprobación del dogma; lo cual
se ha de entender de este sentido espiritual alegórico, no del sentido típico o
real, el cual, una vez bien asentado, puede servir para probar el dogma lo
mismo que el literal. La reacción ha aumentado en nuestros días merced a la
crítica exégesis racionalista por un lado, y por otro a las orientaciones literalistas
de la Iglesia cada vez más apremiantes.
La norma exegética de León XIII en la Encíclica “Providentissimus”:
a
litterali et veluti obvio sensu minime discedendum
(Enchir. bibl., núm. 97[6]), es diametralmente opuesta a la
del sentido recóndito del espiritualismo alegorista. Y los pontífices
posteriores, como Benedicto XV en la “Spiritus Paraclitus”, y sobre todo Pío XII
en la “Divino afflante Spiritu”, no hacen sino recalcar y poner de relieve la
necesidad de buscar como norma de exégesis racional católica el sentido literal
o histórico. La condenación donec corrigatur de la monumental obra
escrituraria del piadoso sacerdote napolitano Dain Cohenel que es de un espiritualismo
alegorista al cien por cien, decretada por la S. Congregación del S. O. el 13
de noviembre de 1940 (A. A. S., afín 1940, pág. 553) es una severa lección que
debiera tenerse muy en cuenta[7].
* * *
Descartado como norma
el sentido espiritual alegorista del campo de la exégesis, queda, sin embargo,
en él, como excepción, en un sector importantísimo, es a saber, en los
vaticinios tantas veces repetidos sobre el reino mesiano.
Sabido es, en efecto
que al Mesías esperado se le representa en el Antiguo Testamento bajo dos
figuras diferentes, la del Mesías paciente, tal como en los Salmos XXI, XXXIX y LXVIII y la del Mesías triunfante, tal
como en los Salmos II, XLIV y CIX. Ambas figuras, transmitidas por la
tradición profética separadamente, sin más que atisbos de identificación
personal hasta Isaías, fueron por
este profeta (capítulo LIII) genialmente
acopladas en la persona del siervo de Yahvé, que soporta de buen grado la
muerte más afrentosa en expiación de los crímenes del mundo; razón por la cual
será honrado entre los grandes y repartirá mercedes entre los valientes (Is. LIII, 12); donde tras los anonadamientos
de su sacrificio expiatorio, magistralmente descritos, se apuntan las glorias
de su realeza soberana, bien conocidas ya por otros vaticinios.
San Pedro, aludiendo particularmente a
este lugar, resume el contenido mesiano de los antiguos vaticinios en las quae Christo sunt passiones et posteriores
glorias (I Pet. I, 11; cf. Lc. XXIV, 26.27).
De David a Isaías tenemos, pues, perfectamente dibujado
el Mesías en su doble figura: la de sacerdote y víctima por un lado, y la de
rey y soberano universal por otro. A los hebreos, empero, se les fijó en la
mente la figura del Mesías rey, y como a tal le esperaban, y no de otra manera,
viendo comúnmente en la figura dolorosa la imagen de Israel afligido y
castigado por sus culpas o las ajenas (v. Condamin, en Is. LIII). Algunos
doctores cristianos, al contrario, por temor a judaizar (v. S. Hier. Praef. in lib. XVIII, Comm. Is.: ML 24, col. 651), se quedaron casi exclusivamente con la
figura del Mesías sacerdote y víctima, y espiritualizando sobre el Mesías rey y
su reinado explicábanlo todo alegóricamente por su dignidad de mediador
universal entre Dios sus criaturas, es decir por la excelencia soberana de su
perenne sacerdocio; con lo cual, si no negaban del todo a Cristo la realeza, se
la concedían no más que en un sentido metafórico, ya que la alegoría es una
continua metáfora. Es la manera de ver que desde S. Agustín prevaleció en la
teología católica, y de la teología pasó a la exégesis bíblica.
Pero he aquí que Pío XI, al instituir la fiesta de Cristo
rey con la Encíclica «Quas primas» del 11 de diciembre de 1925, después de
hacerse cargo de ese estado común de opinión, declara paladinamente ser su
intención definir la realeza de Cristo en sentido propio, con estas formales
palabras: Ut translati verbi significatione Rex appellaretur Christus oh summum excellentiae
gradum, quo inter omnes res creatas praestat atque eminet, jam diu communiterque
usu venit... Verum ut rem pressius
ingrediamur, nemo non videt, nomen potestamque regis, propria quidem verbi
significatione, Christo homini vindicari oportere.
Tenemos, según esto,
que Cristo no sólo es sacerdote y
mediador universal entre los hombres y Dios, sino también rey y soberano de los
hombres en su orden; y eso, en sentido propio. El sacerdocio y la realeza son
así la expresión adecuada de la omnímoda potestad de Cristo para con los
hombres sus hermanos (Mt. XVIII 18;
cf. V, 22.27).
Ahora bien, si Cristo es sacerdote y rey de la Humanidad
en sentido propio, tan propiamente rey como sacerdote, ¿qué decir de esa
exégesis espiritual-alegorista, que se ingenia en explicar los vaticinios de la
realeza mesiana por los del sacerdocio cristiano? Unos y otros tienen ya su
objeto propio, perfectamente determinado y distinto; y en consecuencia, según
esa distinción, se habrá de orientar la explicación de las dos conocidas
figuras mesianas, sin confundir la una con la otra.
Ya en la Semana
bíblica de 1943 indiqué que se imponía la revisión de la exégesis espiritual
alegorista en un sentido más literal, pues la definición Piana era un germen
que había que desarrollar; y de entonces acá no he hecho sino confirmarme en la
necesidad perentoria de esa revisión. ¿No
se toman acaso literalmente los vaticinios relativos al Mesías sacerdote y
víctima? Pues otro tanto hay que hacer con los relativos a la realeza, a tenor
de la reciente orientación literalista de la Iglesia. Atendida esa orientación,
junto con la definición dogmática de la realeza de Cristo en sentido propio,
hoy resultaría enteramente arbitrario y anacrónico el continuar con esa reserva
exegética de explicar metafóricamente los vaticinios sobre la realeza mesiana.
En nombre de la Lógica, que también la tiene, o debe tener, la Hermenéutica
racional hay que esforzarse por dar a esos vaticinios, como a los demás, una
explicación aceptable, sin salirse del sentido literal.
Se me dirá que también
la alegoría forma parte del sentido literal, como una de sus especies, ya que
el sentido literal se divide en propio y trasladado, y entre las especies del
trasladado está la alegoría o metáfora continuada. Distingo: la alegoría inmanente,
es decir, la que es coherente con la letra y respetuosa con el texto y el
contexto, concedo; la alegoría transcendente,
de tipo alejandrino, que en alas de una semejanza ingeniosa —dijéramos mejor engañosa— vuela por encima del texto y
el contexto, en busca de un objeto cualquiera, extraño a la palabra escrita, niego. Explicaciones semejantes, tan en boga en la exégesis espiritual
alegorista, hay que relegarlas de una vez a la categoría de meras
acomodaciones, que eso son, y no otra cosa, el 99 por 100 de las veces las tan
traídas y llevadas explicaciones espirituales o alegóricas.
Y no se olvide además que en conformidad con la
definición Piana, no basta aquí salvaguardar el sentido literal trasladado,
sino que es preciso salvaguardar además el propio, de la realeza mesiana; y en
consecuencia, cualquier sentido trasladado, que menoscabe aquella propiedad, es
de todo punto inadmisible como bíblico y verdadero.
Nadie nos convencerá jamás de que debemos judaizar,
presentando un cuerpo sin espíritu, pero
tampoco queremos, ni podemos, espiritualizar a ultranza, ofreciendo un espíritu
sin cuerpo. Eso se queda para los alegoristas transcendentes, imbuidos en la filosofía de Matón, quienes no
acertaron nunca a formar un compuesto natural del cuerpo y el espíritu. Mas
para un aristotélico en filosofía, es una anomalía en exégesis el persistir en
tal disociación de principios, cual si fueran irreductibles y aun contrarios.
[1] Nota del Blog: Para
profundizar este tema nada mejor que el primer capítulo de la obra de Lacunza.
No tenemos duda
que Ramos García ha sido grandemente influenciado por el genial exégeta
chileno, tanto en esta parte como en otras.
[2] Nota del Blog: aplíquese
esto a lo que dijimos de Castellani
en el artículo supra citado.
[3] Nota del Blog: Si tenemos
en cuenta que San Juan Bautista vino
con la misión de Elías, no nos
parece extraño encontrar en su prédica un como reflejo desta triple enfermedad
que adolece Israel, y por eso creemos que esta está indicada en el Benedictus cuando Zacarías canta:
“Y tú, pequeño,
serás llamado profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor para preparar
sus caminos,
a) Para dar a su pueblo el conocimiento de la
salvación: si tenemos en
cuenta que “fides ex auditu” (Rom. X, 17) no nos parece imposible
aplicar este texto a la sordera.
b) Para iluminar a los que en
tinieblas y en sombra de muerte yacen: clara referencia a la ceguera.
c) Dirigir nuestros pasos por el
camino de la paz: bien puede aplicarse a la cojera.
Cfr. Is. XXXV, 5 ss.
[4] Nota del Blog: Nos parece
oportuno citar las palabras de Benedicto
XV: “Y lo que el
santo Doctor enseña sobre las reglas que deben guardarse en el empleo de la Biblia,
aunque también se refieren en gran parte a los intérpretes, pero miran sobre todo a los sacerdotes en la
predicación de la divina palabra. Advierte en primer lugar que consideremos
diligentemente las mismas palabras de la Escritura, para que conste con certeza
qué dijo el autor sagrado. Pues nadie ignora que San Jerónimo, cuando era necesario, solía acudir al texto original,
comparar una versión con otra, examinar la fuerza de las palabras, y, si se
había introducido algún error, buscar sus causas, para quitar toda sombra de
duda a la lección. A continuación se debe buscar la significación y el contenido
que encierran las palabras, porque "al que estudia las Escrituras Santas
no le son tan necesarias las palabras como el sentido". En la búsqueda de este sentido no
podemos negar que San Jerónimo, imitando a los doctores latinos y a algunos de
entre los griegos de los tiempos antiguos, concedió más de lo justo en un
principio a las interpretaciones alegóricas. Pero el amor que profesaba a los
Libros Sagrados, y su continuo esfuerzo por repasarlos y comprenderlos mejor,
hizo que cada día creciera en él la recta estimación del sentido literal y que
expusiera sobre este punto principios sanos; los cuales, por constituir
todavía hoy el camino más seguro para sacar el sentido pleno de los Libros
Sagrados, expondremos brevemente. Debemos,
ante todo, fijar nuestra atención en la interpretación literal o histórica:
"Advierto siempre al prudente lector que no se contente con
interpretaciones supersticiosas que se hacen aisladamente según el arbitrio de
los que las inventan, sino que considere lo primero, lo del medio y lo del fin,
y que relacione todo lo que ha sido escrito". Añade que toda otra forma de
interpretación se apoya, como en su fundamento, en el sentido literal, que ni
siquiera debe creerse que no existe cuando algo se afirma metafóricamente;
porque "frecuentemente la historia se teje con metáforas y se afirma bajo
imágenes". Y a los que opinan que nuestro Doctor negaba en algunos lugares
de la Escritura el sentido histórico, los refuta él mismo con estas palabras:
"No negamos la historia, sino que preferimos la inteligencia
espiritual".
[5] Nota del Blog: Bueno,
parece que no a todos… Cualquiera que lea lo que San Agustín dice en su libro
XX de “De Civitate Dei”, puede corroborar fácilmente la afirmación de Ramos García.
[6] Nota del blog: citemos las
palabras del Papa: “No es preciso, sin embargo, creer que tiene cerrado el
camino para no ir más lejos en sus pesquisas y en sus explicaciones cuando un
motivo razonable exista para ello, con
tal que siga religiosamente el sabio precepto dado por San Agustín: "No
apartarse en nada del sentido literal y obvio, como no tenga alguna razón que
le impida ajustarse a él o que haga necesario abandonarlo"; regla que debe
observarse con tanta más firmeza cuanto existe un mayor peligro de engañarse en
medio de tanto deseo de novedades y de tal libertad de opiniones. Procure asimismo no descuidar lo que los
Santos Padres entendieron en sentido alegórico o parecido, sobre todo
cuando este significado derive del sentido literal y se apoye en gran número de
autoridades. La Iglesia ha recibido de
los apóstoles este método de interpretación y lo ha aprobado con su ejemplo,
como se ve en la liturgia; no que los Santos Padres halyan pretendido demostrar
con ello propiamente los dogmas de la fe, sino que sabían por experiencia que
este método era bueno para alimentar la virtud y la piedad”.
[7] Nota del Blog: este punto
es muy importante para conocer la mente de la Iglesia sobre el uso y abuso del alegorismo y la importancia,
casi diríamos necesidad, de volver al
sentido literal. Pretender que todo sigue igual desde los tiempos de San Jerónimo y San Agustín sería pueril.