LOS SUJETOS DEL PODER JERÁRQUICO
El poder confiado a la
jerarquía comprende tres elementos: el magisterio,
el ministerio y el imperio, que forman su objeto en toda su
extensión.
Pero si consideramos este
poder en los sujetos que lo ejercen y que han sido constituidos en depositarios
suyos, se nos presenta en un nuevo aspecto.
Está compuesto de potencias y de actos que se corresponden, que se reclaman
y se suponen mutuamente.
Esto es lo que en el lenguaje de la teología se llama generalmente el orden y la jurisdicción.
Vamos a tratar aquí de
describir estas potencias y estos actos, empleando a veces para más precisión y
comodidad, y sin excluir los términos recibidos, otras expresiones consagradas
por la antigüedad y autorizadas por el uso de las concilios y de los Padres.
Poder de orden.
El primer fundamento, la pura potencia del poder jerárquico, es el
orden.
El orden, despojado de todo lo que no es él, es el fondo inamisible del
poder jerárquico en todos sus grados. Contiene, como en germen, y puede recibir,
como su expansión normal y legítima, todas las actualidades y actividades
diversas que responden a su virtud
determinada en cada grado.
Decimos que esta virtud está determinada por los grados jerárquicos.
El orden es, en efecto, diverso según cada uno de estos grados: el orden
del obispo es la pura potencia de todo lo que es y de todo lo que puede el
episcopado; el orden del sacerdote contiene todo el sacerdocio en su virtud; el
orden del diácono, todo el diaconado[1].
Así el orden es
esencialmente distinto en cada grado: el orden del sacerdote no contiene el
acto del obispo, el orden del diácono no contiene el acto del sacerdote.
Pero como en la jerarquía
los grados superiores contienen eminentemente a los inferiores, el Orden del
sacerdote contiene todas las potencias que constituyen a los ministros, el
orden del obispo contiene en su simplicísima plenitud todos los órdenes inferiores[2].
Por este principio, y
aun cuando los órdenes se mantienen distintos, los
inferiores se elevan para subsistir con mayor dignidad en la unidad
simplicísima y absolutamente indivisible de los órdenes superiores[3]. Es, en efecto, ley general de las esencias
que las formas superiores contengan a las inferiores comunicándoles su propia
nobleza, y que las formas inferiores subsistan con una dignidad más alta en las
superiores.
La jerarquía está sometida a esta ley magnífica de las obras divinas.
Así, cuando el obispo o el sacerdote desempeñan alguna función de simple
ministerio, lo hacen con toda la grandeza que su sacerdocio da a su acción; y
la cabeza divina de los pontífices, Jesucristo mismo, no desdeñó ejercer las
acciones de los ministros inferiores, realzándolas todas por la sublimidad de su
pontificado[4]. En medio de la sinagoga desempeñó el oficio
de lector (Lc. IV, 16 ss); hizo el oficio de exorcista (Mt IV, 24; VIII, 16) y
de catequista (Mc VI, 22); estuvo en medio de sus discípulos como el que sirve
(Lc. XXII, 27), y, como sacerdote en la plenitud del sacerdocio que recibió de
su Padre (Sal. CIX, 4; cf. Heb. V, 1-10), quiso santificar en su persona las funciones
de los ministros. Ejerciéndolas las realzaba con la dignidad de su sacerdocio
soberano y descendía a ellas sin rebajarlo ni degradarlo.
De resultas de estos
principios que abarcan toda la jerarquía y por ello mismo convienen a la pura
potencia del orden que constituye su primer fondo, cuando el ministro es
promovido de un orden inferior a un orden más elevado, lo que ya posee entra y
se funde en lo que recibe y, con un aumento de dignidad, participa de la
nobleza y excelencia del nuevo grado a que se le hace subir.
Pero si el orden se
mantiene así distinto en su esencia según los diversos grados de la jerarquía,
por esta misma esencia se mantiene indivisible en cada uno de ellos.
Consiguientemente, la potencia del orden en cada grado no puede disminuir
ni aumentar: se mantiene inmutable.
El obispo, el sacerdote, el ministro son hoy, por lo que hace al poder
de orden, lo que fueron desde la más remota antigüedad.
Por otro lado, como esta potencia no puede tampoco dividirse, se mantiene
todavía, en cada grado, igual a sí misma en todos los sujetos que la reciben; y
así los obispos son todos iguales en el orden del episcopado, los sacerdotes
son iguales en el orden del sacerdocio, los diáconos en el orden del diaconado.
Nos limitaremos a esta
breve exposición, puesto que no entra en nuestro designio examinar aquí cuáles
son, entre las operaciones de los ministros jerárquicos, las que reciben del
puro orden una validez radical, aun en el caso en que el sujeto, reducido a
esta simple potencia y despojado de toda actualidad legítima de su ministerio,
opera fuera de las condiciones legítimas. Los teólogos han tratado ampliamente
estas cuestiones.
Comunión jerárquica.
La primera expansión de la potencia radical del orden, la primera actualidad
que se sobreañade a ella es la comunión
jerárquica[5] del ministro en su grado respectivo.
Este término, usado comúnmente desde la más remota antigüedad, significa
la legitimidad del orden recibido y
la introducción del que lo ha recibido en la jerarquía legítima, y por consiguiente
en el servicio de la Iglesia universal.
Por la comunión de su orden o
comunión jerárquica, el clérigo, obispo, sacerdote o ministro, es recibido coma
tal por la Iglesia universal. Es obispo, sacerdote, ministro de la Iglesia
católica: puede en todo lugar ser empleado por ella; en todas partes puede
desempeñar, con su consentimiento, las funciones proporcionadas al orden que le
ha sido conferido y realizar lícita y legítimamente los actos mismos que el orden,
por sí solo, únicamente puede hacer válidos en su fondo.
La comunión, como el
orden, se distingue según los diferentes grados: una es la comunión del obispo,
otra la del sacerdote y otra la del diácono.
El obispo depuesto puede ser reducido, para emplear los antiguos términos,
a la comunión de sacerdotes, a la comunión de ministro o a la comunión laica,
según que reduciéndolo a la pura potencia del episcopado por la sustracción de
la comunión del orden del obispo se le dé la actualidad de alguno de los grados
inferiores o se le despoje de toda actualidad jerárquica, es decir, de todo
rango en la jerarquía legítima.
Así también el término de
comunión laica, que afecta a los simples fieles, tiene su significación
determinada en esta escala sagrada: por lo que hace a éstas expresa su estado
actual de miembros de la Iglesia; y con respecto a las potencias radicales, simples
efectos del bautismo y de la confirmación, esta comunión laica responde a lo
que es la actualidad o la comunión de los grados jerárquicos superiores con
respecto a la simple potencia del orden.
Así los sacerdotes y los
ministros, por la comunión de su orden, son sacerdotes y ministros de la
Iglesia católica; en todas partes serán recibidos en su rango y, según los
casos, podrán ser empleados por la Iglesia y ejercer sus funciones.
Pero la comunión del obispo, al hacerlo obispo de la Iglesia católica,
tiene algo que le es propio: lo asocia al colegio episcopal y le da, como a
miembro de este colegio y en la solidaridad del entero cuerpo de los obispos,
una participación en la solicitud y en el gobierno de la Iglesia universal, en
unión con su cabeza Jesucristo, y en dependencia absoluta de esta cabeza y del
vicario que la representa.
[5] Empleamos el término de comunión en el sentido que le da su relación con la Jerarquía,
sentido distinto y admitido constantemente por los concilios y los Padres.
Según este sentido, la privación de la comunión es la deposición: el clérigo depuesto
pierde, se dice, la comunión de su orden para descender a la comunión de un
orden inferior. En otro sentido el término de comunión expresa la relación del
fiel con vida del Cuerpo Místico de Jesucristo, y entonces la privación de la
comunión es la excomunión.