VIII
MODOS DE LAS OPERACIONES JERÁRQUICAS
En nuestras jerarquías
todo es divino. La vida divina estaba en el seno del Padre y se nos ha manifestado
(I Jn I, 2). La hemos visto en el
magisterio de la doctrina, en el ministerio que santifica, en la autoridad que
rige. La hemos visto producir en todos los canales de la jerarquía los poderes
que le son propios, el orden y la jurisdicción.
Así todo está pronto:
estos canales, por los que circula la vida, están rebosantes y prontos a
derramarla, y ella misma va a declararse por las admirables operaciones que estudiaremos
en una y otra jerarquía, en la Iglesia universal y en la Iglesia particular.
Pero así como nuestras jerarquías imitan la sociedad divina, así también sus
operaciones imitan la operación divina: hay que esclarecer esta verdad, que
reclama toda nuestra atención.
Modos de las operaciones divinas.
Dios opera por su Verbo, que es su Cristo. Le comunica toda operación
que viene de Él. Le muestra, dice el Evangelio, las obras que
hace, y el Hijo las hace igualmente (Jn V,
19-20), y el Espíritu Santo, que es el nudo de la eterna unión del Padre y
del Hijo, les está asociado en todas sus obras por esa cualidad misma, que es
propiedad de su persona. No hay entre
ellos una operación análoga a la que vemos entre los hombres donde la acción
puede dividirse entre varios, donde cada uno de los asociados aporta y pone en
común su parte, y donde la acción total resulta del concurso, imperfecta si
viene a fallar alguno de los asociados.
Las personas divinas operan en la
manera en que son, y como su potencia, que es su esencia misma, es
indivisible, su operación no se puede repartir.
La operación es primeramente toda entera del Padre, que la comunica sin
división al Hijo; es también toda entera del Espíritu Santo. El Padre es su
primer principio con respecto al Hijo, que la recibe de Él. Pero como el Hijo
no puede operar sino por cuanto recibe del Padre, el Padre tampoco puede operar
sin comunicar al Hijo la totalidad de la operación, de modo que no se puede ni
separar a las personas ni invertir el orden que hay entre ellas, ni tampoco
hacer que la acción se divida entre ellas y les pertenezca por partes distintas.
Por ello el concilio de Letrán definió que el mundo, obra de Dios, fue creado
por las personas divinas como por un solo principio[1].
La operación es, entre las tres personas, una como la esencia.
Esta unidad necesaria constituye el fondo de lo que se llama la circumincesión de las personas divinas.
Procediendo una de otra, están presentes una a otra, no ya por simple colección
y a la manera como reunimos diferentes unidades creadas, sino en cuanto la que
procede no puede subsistir separada de su principio, o estar ausente de aquel
del que depende por su origen, como tampoco el principio puede cesar de
llevarla en sí, como produciéndola de sí mismo eternamente y comunicándole todo
lo que ella es y todo la que hace; porque la operación sigue las leyes de la
esencia y el orden de las relaciones de las personas.
Las operaciones de las
personas se mantienen, pues, siempre invariablemente iguales a sí mismas por
cuanto pertenecen, sin desigualdad ni división, a las tres personas divinas; sin embargo, por una economía cuyas razones nos son impenetrables,
las tres personas se nos declaran de tres maneras distintas en las Escrituras.
En primer lugar, al Padre solo se le nombra con frecuencia como autor de
la acción. «Al principia, se dice, creó Dios» (Gén. I, 1). Pero sabemos que en el Padre,
como en su principio, se hallan el Hijo y el Espíritu Santo, y que en la
operación del Padre está encerrada la operación del Hijo y del Espíritu Santo;
porque «el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que hace» (Jn V, 20), a fin de que lo haga igualmente,
haciéndolo todo por Él y por su Espíritu Santo. El número que hay en Dios no
puede ser destruido, pero aquí se
muestra propiamente la unidad del principio.
En segundo lugar el Padre y el Hijo se nos muestran como obrando en pluralidad
con la tercera persona que es el Espíritu Santo:
«Hagamos al hombre» (Gén. I, 26), y
un poco más adelante: «He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de
nosotros» (Gén. III, 22); y acerca
de la torre de Babel: “¡Ea! Descendamos y confundamos allí su lenguaje” (Gén. XI, 7).
Es como el «concilio de la divinidad» que tiene el Padre con su Hijo en
el Espíritu Santo; sin embargo, no por ello dejó de salir la operación toda entera
del Padre, pero aquí se manifiestan especialmente el número y la sociedad
divina.
Finalmente, y en tercer lugar, el Hijo aparece solo.
Así se muestra en el Evangelio: «Sin embargo, dice, Yo no estoy solo; el que me
ha enviado está conmigo» (Jn. VIII, 16)
y también: «El que me ha enviado está conmigo, no me ha dejado solo» (Jn. VIII, 29); y en otro lugar: «Yo no estoy
solo; el Padre está conmigo» (Jn XVI, 32),
por lo cual «el que me ha visto, ha visto al Padre», porque «Yo estoy en el
Padre y el Padre está en mí» (Jn XIV,
9-10). «Las palabras que os digo no las hablo de mí mismo» (Jn XIV, 10), sino que me las ha dado Él
(Jn. XVII, 8); «las obras que yo
hago» (Jn XIV, 12) no las hago de mí
mismo, sino que «el Padre, que mora en mí, realiza las obras» (Jn. XIV, 10).
El Padre, es decir, el principio, guarda su propiedad. La sociedad del
Padre y del Hijo en el Espíritu Santo no se interrumpe, pero se declara en
forma particular el misterio del Hijo que recibe del Padre y lleva en sí la
imagen del Padre y toda su acción.
Así estas tres maneras
diversas de expresar la acción divina son aptas para significar, ya la virtud
principal del Padre, ya la plena comunicación que de ella se hace al Hijo, o
bien la sociedad misma del Padre y de su Hijo en el Espíritu Santo en cuanto
ella importa número y pluralidad en Dios.
«A su imagen y semejanza».
Nuestras jerarquías están
formadas según el tipo de esta sociedad del Padre y del Hijo; son su imagen con
una viva y fiel semejanza.
Hay en ellas una cabeza, que es el principio: Jesucristo o su vicario en la Iglesia universal, el obispo en
la Iglesia particular; hay una comunicación mística de Jesucristo a los obispos,
del obispo a su presbiterio; hay circumincesión de Jesucristo y de la Iglesia
católica, cuya parte principal es el colegio episcopal, del obispo y de su
Iglesia, expresada y contenida en el colegio sacerdotal.
Así las operaciones de las jerarquías imitan, a su vez, las operaciones
divinas, y en ellas vemos desarrollarse, con una fiel correspondencia, los tres
modos de acción que acabamos de considerar en Dios y en su Cristo.
Mas antes de seguir estas
bellas y profundas analogías que hacen del gobierno eclesiástico una fiel
imitación del gobierno divino, hay que reconocer primero la única diferencia
que pone en estas cosas la flaqueza esencial del elemento creado.
La comunicación que hay en Dios le es natural y lleva consigo la
igualdad entre el principio y la persona que procede del principio. Por la
virtud de la misma naturaleza divina el Padre es Padre, el Hijo es Hijo[2], el Padre no tiene nada más que el Hijo,
porque su título no expresa nada que esté por encima de la naturaleza divina común
al Padre y al Hijo.
Pero aquí abajo la comunicación es efecto de un don superior de la potencia
divina, es un privilegio sobreañadido; y así como en el antiguo orden de cosas
el padre es entre los hombres superior al hijo, y el hijo no es igual a su
padre, así también, en el orden nuevo, el que da es superior al que recibe, y
el que recibe no es igual al que da.
Así Cristo, Hijo de Dios, es igual a su Padre, pero esta igualdad es
propiedad y privilegio de su sociedad eterna; este privilegio es único y
absolutamente incomunicable, y nuestras jerarquías, entre tantos esplendores
que descienden sobre ellas de esa sociedad en la que se halla su ejemplar y su
consumación, no pueden aspirar a ese privilegio. Es preciso que en esto
conserven la marca y el carácter de la criatura y que muestren, por este lado,
que no tienen nada por sí mismas, que toda su existencia y su grandeza son prestadas,
recibida de la sola misericordia de Dios, y que Dios, elevándolas y
comunicándose a ellas, las enriquece con un don gratuito de su pura bondad.
Así, en la sociedad divina, Cristo recibe del Padre y es igual al Padre;
pero en la Iglesia, el episcopado que recibe de Cristo o de su vicario no es en
modo alguno igual a Cristo o al vicario de Cristo, y en la Iglesia particular
el colegio sacerdotal es todavía menos igual al obispo.
Pero esta desigualdad
necesaria, que es consecuencia de la imperfección del elemento creado, no
destruye el misterio de las comunicaciones jerárquicas, ni deja por ello de
seguirse el orden ni de expresarse aquí las analogías divinas.
[1] Concilio
IV de Letrán (1215), cap. 1, Firmiter,
Labbe, t. 11, Col. 142; Mansi, t. 22, Col. 981; Dz 800; (428): “El
Padre… sin comienzo, siempre y sin fin. El Padre que engendra, el Hijo que nace
y el Espíritu Santo que procede: consustanciales, de la misma manera iguales,
igualmente todopoderosos, igualmente eternos; un solo principio de todas las
cosas...”.