El sacerdocio único y perpetuo de Jesucristo.
Antes de coronar este
estudio conviene que nos remontemos con el pensamiento a aquel que es el
principio y la fuente de toda autoridad y de toda acción sacerdotal en la
Iglesia, a su pontífice supremo, Jesucristo,
en quien se hallan reunidas, como en su origen, las diferentes potencias que
acabamos de distinguir.
Pero en Él cesan y se borran estas distinciones: aquí todo es uno y ya no hay
lugar de hacerlas sino por cuanto nos afectan.
Su pontificado, en efecto, a causa de su perfección, no puede admitir en
sí mismo la separación de la potencia y del acto. En él, el orden y la jurisdicción
no pueden nombrarse separadamente; todo en Él es simple y actual, todo eterno y
sin deficiencia.
A pesar de todo, en este
pontificado es donde están incluidas esencialmente todas las potencias del
orden y todas las actualidades de la jurisdicción, como también de él
descienden estas potencias y estas actualidades a los grados inferiores.
Y precisamente por no poderse separar en Él el acto y la potencia, el
orden y la jurisdicción, es por lo que no hizo derivar de Él mismo dos
jerarquías esencialmente distintas e instituidas separadamente, una de orden y
otra de jurisdicción, separadas por su
naturaleza y reuniendo accidentalmente o por pura conveniencia en los mismos
sujetos las potencias que les pertenecen, sino una sola jerarquía que comienza
con el orden y acaba con la jurisdicción.
Porque Él mismo no tiene dos pontificados, un pontificado de orden y un
pontificado de jurisdicción, ni es por el primero cabeza de la jerarquía de orden,
y por el segundo cabeza de la jerarquía de jurisdicción, sino que tiene un solo
y único pontificado eterno, perfecto y que se basta por sí mismo. Estas
separaciones acusan demasiado la imperfección y no se hallan sino en los elementos
humanos e inferiores que Él asocia a su obra.
Instituyó, pues, una sola
jerarquía sacerdotal cuyo diseño comienza con el orden y se consuma con la
jurisdicción o, para emplear los términos antiguos, se consuma con la comunión
jerárquica y el título, y en la que estos dos elementos del orden y de la jurisdicción
tienen mutua conveniencia y correspondencia, como la potencia llama su acto y
como el acto conviene a su potencia y le da su perfección.
Él mismo se mantiene en la
cúspide de esta única jerarquía; su pontificado es la cabeza de la misma.
Debajo de este pontificado se halla el episcopado; más bajo está el sacerdocio;
finalmente el ministerio, es decir, el diaconado con los órdenes inferiores,
está también comprendido en ella.
Él es el primero del orden sacerdotal, en quien el orden y la
jurisdicción, el acto y la potencia están unidos indivisible y eternamente;
mientras que en el obispo, por el contrario, como en el sacerdote y en el
ministro, aparece la distinción con las deficiencias de la criatura, pudiendo
faltar el acto y mantenerse la pura potencia.
Así el pontífice supremo Jesucristo es, sin duda alguna, indivisiblemente
la cabeza única de la jerarquía, ya considerada en el orden, que es su primer
elemento, ya considerada en la jurisdicción, que es su acabamiento. Y
precisamente por causa de su indivisible unidad en Jesucristo, estos dos elementos están ligados en toda su sucesión y
no dan lugar a dos jerarquías naturalmente independientes, sino que concurren
para formar una sola y única jerarquía, que comienza en el orden y es hecha
viva y perfecta por la jurisdicción.
Pero no basta con saber
que el orden y la jurisdicción se reúnen en la unidad del pontificado de Jesucristo. La jurisdicción misma, que es el acabamiento de nuestra única
jerarquía, puede enfocarse bajo el doble aspecto de la comunión jerárquica, que
mira a la Iglesia universal, o del título que mira a la Iglesia particular.
Estos dos aspectos van todavía a confundirse y a perderse en uno en el
pontífice supremo, Jesucristo.
En Él, en efecto, se realiza la misteriosa identificación de la Iglesia
particular y de la Iglesia universal de
que antes hemos hablado. Él mismo es la razón de su unidad, el centro en que se
consuma, Él es la cabeza y el esposo de la Iglesia universal, Él es también el
esposo de la Iglesia particular en un mismo y único sacramento: «Os he
desposado con un esposo único, dice el apóstol a la Iglesia particular de Corinto,
como a una virgen pura con Cristo» (II Cor. XI, 2).
Él es, en efecto, indivisiblemente para la Iglesia particular todo lo que
es para la Iglesia universal, operando en ella las mismas maravillas,
ejerciendo en ella los mismos derechos; su pontificado, que mira primeramente a
la iglesia universal, alcanza inmediatamente por la misma y simplicísima actividad
a todas las Iglesias particulares, penetra en todas las partes y a todas las
somete a sus poderes.
Y como la autoridad de este pontificado se ejerce y se manifiesta acá abajo
por el órgano de un vicario, por ello la autoridad de este vicario, que es la
misma de Jesucristo, al extenderse a la Iglesia católica entera, alcanza inmediatamente
y como poder ordinario a cada una de las
Iglesias particulares y a cada uno de los fieles que las componen.
Esto es lo que definió el
Concilio Vaticano I[1], y su razón profunda la hallamos en la unidad
sagrada de la Iglesia universal y de las Iglesias particulares, en las que Jesucristo
posee su esposa siempre única: la hallamos en el misterio del esposo y de la
esposa en Jesucristo, esposo de la única Iglesia, es decir, de la Iglesia
católica, y de todas las Iglesias, sin desgarramiento del gran sacramento de la
unidad.
Así los que combatían esta doctrina como si se tratara de un peso secundario
de disciplina o de una institución accidental y sin vinculación con los
fundamentos de la jerarquía, al rebajarla así se enfrentaban sin darse cuenta
con lo que hay de más divino en la Iglesia, y desconocían el carácter mismo de
Jesucristo, esposo de su única esposa en todas las Iglesias: la desconocían en
la persona del vicario, por el que incesantemente se manifiesta a esta esposa.
¡Gran gozo para el alma cristiana
es ver agruparse y unirse así en Jesucristo
como en su cúspide todas las magnificencias de la jerarquía!
En Él, en efecto, hemos
visto primeramente que subsisten, sin división ni imperfección, todo el orden y
toda la jurisdicción, y en Él también vemos ahora que está reunido todo poder
sobre la Iglesia universal y sobre la Iglesia particular; vemos que en Él
subsisten indivisiblemente toda la comunión de la Iglesia universal y todos los
títulos de las Iglesias particulares.
Finalmente, para terminar,
consideremos que también en Él está
fundada toda la perpetuidad y la estabilidad del sacerdocio en los diferentes
grados jerárquicos.
El orden, como hemos visto, es inamisible; la comunión y el título
tienen en su grado su particular estabilidad.
Pero esta permanencia de la jerarquía, que reviste, en diversas proporciones,
a las diversas potencias que hay en ella, dimana enteramente del sacramento
eterno de nuestro Pontífice supremo. Dios lo estableció con juramento y lo hizo
sacerdote eterno. San Pablo nos revela el misterio de este juramento. Dios jura
por sí mismo, dice, y asocia así el sacerdocio de su Cristo a la estabilidad de
los misterios divinos (Heb VII, 21).
En electo, este sacerdocio
apunta a la consumación de los designios divinos y a un tabernáculo que no será
transferido (Heb. VII, 16). No puede
decirse lo mismo del sacerdocio de la antigua ley, que debía pasar (Heb. VII, 18) y de cuyos sacerdotes se
dice que eran establecidos sin la firmeza del juramento divino (Heb. VII, 19).
Ahora bien, en el sacerdocio de Jesucristo, que es la cabeza, está confirmado
el sacerdocio de todos los que participarán de él.
Un mismo sacerdocio derivará sobre ellos, y ellos están comprendidos en
la promesa y en el juramento que se le hace.
Jesucristo, sol del sacerdocio, proyecta sus rayos sobre todos los
grados de la jerarquía; éstos, como astros secundarios, reciben su luz y toman
de él la claridad que difunden, claridad que no podrá venir a menos jamás
porque él no se extinguirá jamás y no cesará jamás de resplandecer a la lejos.
Sin embargo, la flaqueza
del elemento creado aporta aquí sus deficiencias a los grados inferiores; estos
astros secundarios pueden desviarse de la ruta donde los atrae y los ilumina el
sol de la jerarquía; pueden sustraerse en parte a su acción; por esto la
estabilidad de los grados jerárquicos, absoluta en su fonda mismo y en la
potencia del orden, recibe restricciones proporcionales en las diversas
actualidades de la jurisdicción. La comunión jerárquica puede faltar al orden,
que es su potencia. El título puede desvanecerse y perderse en la simple
comunión de la Iglesia universal. Pero estas restricciones proporcionales a las
necesidades de la condición de la Iglesia de aquí abajo y que son consecuencia
de la misma, no cambian la naturaleza sagrada y misteriosa de esta estabilidad
fundada y enraizada en el sacerdocio mismo de Jesucristo.
No se debe, pues, a una
simple institución de buen orden o a razones secundarias de buen gobierno el que
sean dadas a perpetuidad los poderes de la jerarquía en la Iglesia universal y
los títulos en las Iglesias particulares; pero esta perpetuidad depende en su
grado y en su orden del misterio mismo de la eternidad del sacerdocio de Jesucristo: está fundada en la estabilidad misma de este sacerdocio,
dimana de ella, y en estas profundidades es donde tiene sus raíces y halla sus
verdaderas razones de ser; hasta tal punto es grande y augusto, hasta en sus
últimas manifestaciones, el misterio de nuestras jerarquías establecido
enteramente en Jesucristo, y que no es sino el misterio mismo de Jesucristo que se derrama con un orden
admirable y se declara con una magnificencia infinita en todas las partes de su
cuerpo místico.
[1] Concilio Vaticano I, constitución Pastor aeternus, c. 3; Dz 3060 y 3064; (1827 y 1831): “Enseñamos,
por ende, y declaramos que la Iglesia romana, por disposición del Señor, posee
el principado de potestad ordinaria sobre todas las otras, y que esta potestad
de jurisdicción del Romano Pontífice, que es verdaderamente episcopal, es
inmediata... Así pues, si alguno dijere que esta potestad suya no es ordinaria
e inmediata, tanto sobre todas y cada una de las Iglesias, como sobre todos y
cada uno de los pastores y de los fieles, sea anatema”.