jueves, 19 de diciembre de 2013

La restauración de Israel, por Ramos García (IV de XIII)

II. El Esquema escatológico: ¿dos juicios o uno solo?

SUMARIO. Actuación conjunta del sacerdocio y la realeza mesianas, como expresión de la recapitulación de todas las cosas en Cristo. —Sucesión y complejidad en la actuación de la realeza: los dos juicios distintos y separados por el tiempo. —Lo razonable y lo irracional en la opinión contraria. —Apurando más las opiniones, distinguimos en el curso de la Iglesia dos etapas y dos metas. ¿Qué pensar del Milenismo?

Los principios, llamados a formar un todo natural, son conocidos ya por lo expuesto: son el sacerdocio y la realeza mesiana; aquél con sus humillaciones, ésta con sus glorias ulteriores.
Es propio del sacerdocio el procurar el orden divino o de los hombres para con Dios (quae sunt ad Deum), y de la realeza el orden humano, o de los hombres entre sí  (quae sunt ad hominem), y con ello la justicia social, la paz universal y el honesto bienestar humano, bienes del orden humano ciertamente, pero que sin condenar a nuestros bravos sociólogos, no podemos dar por opuestos a los del orden divino, siempre que se guarde entre ellos la subordinación debida, en conformidad con la norma evangélica: Quaerite primum regum Dei et justitiam ejus, et haec omnia adjicientur vobis (Mt. VI, 33; Lc. XII, 31).
Mas esa subordinación necesaria del orden e intereses humanos al orden e intereses divinos, no será nunca un hecho, ni se hará como conviene, mientras Cristo no mande eficazmente en ambos órdenes, con la plena actuación, no sólo de su sacerdocio, sino también de su realeza. Eso es lo que la profecía celebra insistentemente, y en todos los tonos, y lo confirma la historia universal con su experiencia secular ineludible.
Ahora bien, Cristo, que actuó ya plenamente en la Iglesia su potestad sacerdotal, para promover directamente los bienes del orden divino, no ha actuado aún plenamente en ella su realeza para promover de un modo análogo los bienes del orden humano, pues se inhibió voluntariamente de hacerlo, cuando dejó su ejercicio en manos del César (Mt. XXII, 21, par.) que la poseía por derecho natural.
Expresión de esa dejación (llamémosla así) es toda la conducta de Jesús durante su vida pública. Quieren alzarle por rey, esperando de Él la paz y el bienestar humano, y El se evade y esconde  (Jn. VI, 15), porque contra lo que ellos esperaban, no ha venido a traer la paz sino la guerra (Mt. X, 34; Lc. XII, 51); no ha venido a ser servido sino a servir (Mt. XX, 28, y par.)[1]; que no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo (Jn. III, 17). Bien es verdad que delante de Pilato confiesa francamente que Él es rey, pero adelanta que su reino no es de este mundo, y así no tiene tropas y soldados que le guarden y defiendan (Jn. XVIII, 36.37). Y lo dicho de Cristo vale de su iglesia, que es como una expansión y prolongación suya; y por eso no es, ni puede ser, la Iglesia directamente responsable de las borrascas políticas y sociales de la Historia.
Pero Cristo no puede dejar indefinidamente en manos extrañas el ejercicio de un poder, que es suyo propio, como recibido del Padre por juro de heredad (Ps. II, 7 ss.) en beneficio de los hombres sus hermanos. Así, pues, como abocó ya a Sí el pleno ejercicio del sacerdocio, algún día abocará también a Sí el derecho de la realeza, lo cual implica necesariamente la evacuación de cualquier otro poder que no sea el suyo; y, es conclusión ésta prevista por S. Pablo.

Efectivamente, fuera de su afirmación formal a los Corintios (I Cor. XV, 24[2]; cf. VI, 2), es dogma de fe el designio de Dios de recapitular todas las cosas en Cristo, como escribe a los Efesios (Eph. I., 10). Ahora bien, mientras perdure la dicha inhibición en favor del derecho natural del César, esa recapitulación no será nunca total. Cristo tornará, pues, algún día lo que voluntariamente dejó, y abocará de hecho a Sí todas las cosas; no sólo en el orden espiritual, interno, por medio del sacerdocio, sino también en el orden externo y corporal por la soberanía: ni sólo en la patria celeste, como es indiscutible, sino también en la morada terrestre, como anunciaron los Profetas, y suponen los Apóstoles, en particular S. Pablo, cuando compendiosamente escribe, que no a los ángeles, sino al Hijo, sujetó el Padre el orbe futuro de la tierra —orbem terrae futurum (Hebr. II, 5) —, el cual no es el mundo cristiano actual, como algunos pretenden (cf. Hebr., II, 8), sino un mundo cristiano por venir, renovado y mejorado (cf. II Pet., III, 13; al.).
Más claro, si se quiere, todavía: entonces, y sólo entonces, será total la recapitulación de las cosas en Cristo, cuando no sólo el sacerdocio, sino también la realeza sea de derecho positivo cristiano ni haya en el mundo otra potestad legítima que la potestad cristiana. Por lo que mira al sacerdocio, es un hecho desde hace veinte siglos. Por lo que mira a la realeza, salen fiadores del evento los Profetas y con ellos los Apóstoles. Es el evento a que alude S. Pablo, escribiendo a los Romanos, sobre que Dios tenía destinada la descendencia de Abraham, ut haeres esset mundi (Rom. IV, 13), y más claramente a los Corintios, cuando dice: An nescitis quoniam sancti de hoc mundo judicabunt? (I Cor. VI, 2); el mismo evento, al que se refiere S. Juan cuando al sonar de la séptima y última trompeta[3], oye voces del cielo que claman: Factum est regnum huius mundi Domini nostri et Christi ejus (Ap. XI, 15; cf. Dn. VII, 27), y a los celícolas que se congratulan con el Señor diciendo: Gratias agimus tibi… quia accepisti virtutem tuam magnam et regnasti (Ap. XI, 17; cf. Mich. V, 4); y todo ello en cumplimiento de lo que estaba cien veces profetizado, según nos advierte poco antes: In diebus vocis septimi angeli, cum coeperit tuba canere, consummabitur mysterium Dei, sicut evangelizavit per servos suos prophetas (Ap. X, 7).
¡Qué de vaticinios proféticos se agolpan en torno a esa consumación y transferencia del reinado del mundo en manos del Mesías y de sus Santos! A propósito de este anuncio apocalíptico, podríamos traer aquí la bellísima imagen con que el Sr. Enciso pone de relieve la transcendencia del mensaje del arcángel a María: «Al pronunciar estas palabras, una multitud de oráculos del A. T. se pone en movimiento, y como los viñedos y frutales, contemplados desde la ventanilla del ferrocarril en marcha, parecen correr a colocarse en el cortejo detrás del convoy, así forman ellos un espléndido cor-tejo al mensaje celeste que escuchó María» («Ecclesia», núm. 215, página 12), y al que escuchamos también aquí nosotros.
Con la séptima y última trompeta apocalíptica, señal de la actuación suprema de la realeza mesiana coincide el final de los sellos (Ap. VI, 12 ss.) y el de las copas (Ap. XVI, 17 ss.), con todos los vaticinios a que aluden. S. Pablo hace mención de esta postrer trompeta en la I Tes. I, 15 (in tuba Dei) y en la I Cor. XV, 52 (in novissima tuba); y con esto nos darnos por excusados de citar los cien mil otros lugares paralelos, que sin hacer mención del clarín angélico, se refieren al mismo momento escatológico, en que el Señor se pondrá muy de propósito a sujetar de hecho a Sí todas las cosas, secundum operationem, qua etiam possit subjicere sibi omnia (Phil. III, 21. cf. Hebr. II, 8; X, 13). Esa final acción avasalladora del Señor es la que se expresa por la fórmula dogmática: Ut venturus est judicare vivos et mortuos (Credo), fórmula que S. Pedro había enunciado de esta otra manera: Qui paratus est judicare vivos et mortuos (I Pet. IV, 5; cf. Act. X, 42), y S. Pablo de esta otra: Qui judicaturus est vivos et mortuos per adventum ipsius et regnum ejus (II Tim. IV, 1; cf. Rom. XIV,  9).


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Pero hay un disidio secular en la interpretación de esa fina acción avasalladora del Cristo, afirmando unos que es sucesiva, con desarrollo temporal, y aun terrestre y sosteniendo otros por el contrario que es momentánea, como que señala el fin de los tiempos sin otra ulterior perspectiva que la inmutable eternidad, feliz o desgraciada.
La interpretación más antigua, que parece universal en la Iglesia hasta S. Agustín, está por la acción sucesiva y entre otras razones y documentos que alega, se apoya en un paso de la I Cor. que dice así: Sicut in Adam omnes moriuntur, ita et in Christo omnes vivificabuntur. Unusquisque autem in suo ordine: prirnitiae Christus; deinde ii qui sunt Christi, in adventu ejus (sic. gr.); deinde finis cum tradiderit regnum Deo et Patri, cum evacuaverit omnem principatum et potestatem et virtutem. Oportet enim (sic gr.) illum regnare, donec ponat inimicos sub pedibus ejus. Novissima autem inimica destruetur mors (I Cor. XV, 22-26).
Al advenimiento del Señor sucede, pues, la resurrección particular de los escogidos con quien ha de compartir Él su realeza soberana; sigue el reinado mesiano de Cristo con sus Santos, con el previo aniquilamiento de todo otro poder, que no sea el suyo, y el consiguiente avasallamiento de todos sus enemigos, último de los cuales es la muerte, que ha de quedar definitivamente vencida por la resurrección general de buenos y malos para el juicio final en el cual el Hijo pondrá en manos del Padre el reino que del Padre recibiera, ya perfectamente subyugado y aquietado; de suerte que sea Dios todas las cosas en todos —ut sit Deus omnia  in omnibus (I Cor. XV, 28).
Más claro, si no más breve: Al segundo advenimiento de Cristo tienen lugar dos juicios sucesivos, el juicio universal de vivos y el juicio universal de muertos, y entre uno y otro corre el reinado milenario (llamémoslo así provisoriamente), sea cual fuere su naturaleza y duración. El juicio universal de vivos es de un carácter preeminentemente social, en que hará el Señor con todas las naciones a la vez lo que hizo en el curso de la historia con alguna de ellas, ahora con Egipto, ahora con Asiria, ahora con Babilonia, ahora con Tiro, etc., etc.: y eliminados de este modo los obstáculos a la paz, establecerá en el mundo la justicia, que luego mantendrá durante el milenio apocalíptico (Ap. XX, 1-6), al cual se sigue el juicio universal de muertos, de un carácter preeminentemente individual. Asesores de Cristo en el juicio universal de vivos y reinado subsiguiente son los Santos resucitados a su venida. No así en el juicio universal de muertos, donde no hay asesores, sino que todos comparecen ante el tribunal de Cristo, los unos a la derecha y los otros a la la izquierda, para ser juzgados y no para juzgar (Mt. XXV, 31 ss[4]. Ap., XX, 11 ss.).
Con esto tenemos sólo el substrato de aquellas interpretaciones, que por admitir la realidad futura del milenio apocalíptico (Ap. XX, 1 ss.), separando con él y distanciando los dos juicios escatológicos, podríamos llamar milenistas, que no es lo mismo que milenaristas, pues lo milenista se ha a lo milenarista como el género a la especie. Dentro de la interpretación milenista caben, en efecto, maneras varias de interpretación, una de las cuales es la milenaria o milenarista, tan en boga en los primeros siglos. El milenista se contenta con mantener la sucesión futura de estos tres magnos eventos en función de la realeza de Cristo, el juicio universal de vivos, el pacífico milenio y el juicio  universal de muertos, como interpretación de la fórmula dogmática: Qui judicaturus est vivos et mortuos per adventum ipsius et regnum ejus (II Tim., IV, I), sin pronunciarse decididamente acerca de la naturaleza íntima de esas tres futuras realidades, que sería preciso estudiar más despacio, v. gr.: si la resurrección particular de los asesores de Cristo es corporal o sólo espiritual; si Cristo con los Santos resucitados viene en realidad a este mundo (adventismo), o bien sólo interviene providencialmente con ellos, para establecer y mantener en el mundo la justicia (interventismo); mientras el milenarista cree sin más poder afirmar la corporalidad de la resurrección primera y la presencia real de Cristo rey y de los Santos correinantes en el reino, no sólo la invisible, que nadie puede censurar, más aun la visible, según la traza de Lacunza, extremo éste recientemente desautorizado por el S. O. (A. A. S., año 1944, pág. 212)[5].




[1] Nota del Blog: esta explicación contradice palmariamente la entrada triunfal el Domingo de Ramos. Si Nuestro Señor no quiso ser proclamado Rey según lo narra el cap. VI de San Juan, fue porque no había llegado el tiempo. Sobre esto dijimos algo AQUI.

[2] Nota del Blog: Esta cita no nos convence. El mismo autor ya había probado AQUI que este texto se refiere a los ángeles caídos y no a la potestad del César. Además San Pablo dice que esto tendrá lugar hacia el fin, cuando entregue el reino al Padre, es decir, hacia el fin del milenio.

[3] Nota del Blog: digan otros lo que quieran, pero lo cierto es que la séptima trompeta no marca la Parusía. Ya tendremos tiempo de volver sobre este tema en otro artículo donde hablemos más a propósito del tema.

[4]Nota del Blog: sobre esto cf. lo que dijimos AQUI. En lo que respecta al asunto que nos concierne, esto es, en no identificar la parábola de Mt. XXV, 31 ss con el juicio final, seguimos pensando lo mismo, aunque en otros aspectos hemos modificado un tanto nuestra visión de lo allí dicho. A su debido tiempo será, seguramente, objeto de una retractatio.

[5] Nota del Blog: El desarrollo deste punto nos llevaría demasiado tiempo. Seguramente le dedicaremos un artículo aparte a este tema de la condena a Lacunza y del decreto del ´44.