II. El Esquema escatológico:
¿dos juicios o uno solo?
SUMARIO. Actuación conjunta del sacerdocio y la realeza mesianas,
como expresión de la recapitulación de todas las cosas en Cristo. —Sucesión y complejidad en la actuación de la realeza: los dos juicios distintos y separados por
el tiempo. —Lo razonable y lo irracional en la opinión contraria. —Apurando
más las opiniones, distinguimos en el curso de la Iglesia dos etapas y dos
metas. ¿Qué pensar del Milenismo?
Los principios,
llamados a formar un todo natural, son conocidos ya por lo expuesto: son el
sacerdocio y la realeza mesiana; aquél con sus humillaciones, ésta con sus glorias
ulteriores.
Es propio del
sacerdocio el procurar el orden divino o de los hombres para con Dios (quae sunt ad Deum), y de la realeza el
orden humano, o de los hombres entre sí
(quae sunt ad hominem), y con
ello la justicia social, la paz universal y el honesto bienestar humano, bienes
del orden humano ciertamente, pero que sin condenar a nuestros bravos
sociólogos, no podemos dar por opuestos a los del orden divino, siempre que se
guarde entre ellos la subordinación debida, en conformidad con la norma
evangélica: Quaerite
primum regum Dei et justitiam ejus, et haec omnia adjicientur vobis (Mt. VI, 33; Lc. XII, 31).
Mas esa subordinación necesaria del orden e intereses
humanos al orden e intereses divinos, no será nunca un hecho, ni se hará como
conviene, mientras Cristo no mande eficazmente en ambos órdenes, con la plena
actuación, no sólo de su sacerdocio, sino también de su realeza. Eso es lo que la profecía celebra insistentemente, y en todos los tonos,
y lo confirma la historia universal con su experiencia secular ineludible.
Ahora bien, Cristo, que actuó ya plenamente en la
Iglesia su potestad sacerdotal, para promover directamente los bienes del orden
divino, no ha actuado aún plenamente en ella su realeza para promover de un
modo análogo los bienes del orden humano, pues se inhibió voluntariamente de
hacerlo, cuando dejó su ejercicio en manos del César (Mt. XXII, 21, par.) que la poseía por derecho natural.
Expresión de esa
dejación (llamémosla así) es toda la conducta de Jesús durante su vida pública. Quieren alzarle por rey, esperando
de Él la paz y el bienestar humano, y El se evade y esconde (Jn. VI,
15), porque contra lo que ellos esperaban, no ha venido a traer la paz sino
la guerra (Mt. X, 34; Lc. XII, 51);
no ha venido a ser servido sino a servir (Mt.
XX, 28, y par.)[1]; que no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo (Jn. III, 17). Bien es verdad que
delante de Pilato confiesa francamente
que Él es rey, pero adelanta que su reino no es de este mundo, y así no tiene
tropas y soldados que le guarden y defiendan (Jn. XVIII, 36.37). Y lo dicho de Cristo vale de su iglesia, que es como una expansión y prolongación
suya; y por eso no es, ni puede ser, la Iglesia directamente responsable de las
borrascas políticas y sociales de la Historia.
Pero Cristo no puede dejar indefinidamente en manos extrañas
el ejercicio de un poder, que es suyo propio, como recibido del Padre por juro
de heredad (Ps. II, 7 ss.) en beneficio de los hombres sus hermanos. Así, pues,
como abocó ya a Sí el pleno ejercicio del sacerdocio, algún día abocará también
a Sí el derecho de la realeza, lo cual implica
necesariamente la evacuación de cualquier otro poder que no sea el suyo; y, es
conclusión ésta prevista por S. Pablo.
Efectivamente, fuera
de su afirmación formal a los Corintios
(I Cor. XV, 24[2]; cf. VI, 2), es dogma de fe el designio de Dios de
recapitular todas las cosas en Cristo, como escribe a los Efesios (Eph. I.,
10). Ahora bien, mientras perdure la dicha inhibición en favor del derecho
natural del César, esa recapitulación no será nunca total. Cristo tornará,
pues, algún día lo que voluntariamente dejó, y abocará de hecho a Sí todas las
cosas; no sólo en el orden espiritual, interno, por medio del sacerdocio, sino
también en el orden externo y corporal por la soberanía: ni sólo en la patria
celeste, como es indiscutible, sino también en la morada terrestre, como
anunciaron los Profetas, y suponen los Apóstoles, en particular S. Pablo,
cuando compendiosamente escribe, que no a los ángeles, sino al Hijo, sujetó el
Padre el orbe futuro de la tierra —orbem terrae futurum (Hebr. II, 5) —, el cual no
es el mundo cristiano actual, como algunos pretenden (cf. Hebr., II, 8), sino
un mundo cristiano por venir, renovado y mejorado (cf. II Pet., III, 13; al.).
Más claro, si se quiere,
todavía: entonces, y sólo entonces, será total la recapitulación de las cosas
en Cristo, cuando no sólo el sacerdocio,
sino también la realeza sea de derecho positivo cristiano ni haya en el mundo
otra potestad legítima que la potestad cristiana. Por lo que mira al sacerdocio,
es un hecho desde hace veinte siglos. Por lo que mira a la realeza, salen
fiadores del evento los Profetas y con ellos los Apóstoles. Es el evento a que
alude S. Pablo, escribiendo a los Romanos, sobre que Dios tenía destinada
la descendencia de Abraham, ut haeres esset mundi (Rom. IV, 13), y más claramente
a los Corintios, cuando dice: An nescitis quoniam sancti de hoc mundo judicabunt?
(I Cor. VI, 2); el mismo evento, al
que se refiere S. Juan cuando al
sonar de la séptima y última trompeta[3], oye voces del cielo que claman: Factum
est regnum huius mundi Domini nostri et Christi ejus (Ap. XI, 15; cf. Dn. VII, 27),
y a los celícolas que se congratulan con el Señor diciendo: Gratias agimus tibi… quia accepisti virtutem
tuam magnam et regnasti (Ap. XI, 17;
cf. Mich. V, 4); y todo ello en
cumplimiento de lo que estaba cien veces profetizado, según nos advierte poco
antes: In diebus vocis septimi angeli, cum
coeperit tuba canere, consummabitur mysterium Dei, sicut evangelizavit per
servos suos prophetas (Ap. X, 7).
¡Qué de vaticinios
proféticos se agolpan en torno a esa consumación y transferencia del reinado
del mundo en manos del Mesías y de sus Santos! A propósito de este anuncio
apocalíptico, podríamos traer aquí la bellísima imagen con que el Sr. Enciso pone de relieve la
transcendencia del mensaje del arcángel a María:
«Al pronunciar estas palabras, una multitud de oráculos del A. T. se pone en
movimiento, y como los viñedos y frutales, contemplados desde la ventanilla del
ferrocarril en marcha, parecen correr a colocarse en el cortejo detrás del
convoy, así forman ellos un espléndido cor-tejo al mensaje celeste que escuchó María» («Ecclesia», núm. 215, página
12), y al que escuchamos también aquí nosotros.
Con la séptima y
última trompeta apocalíptica, señal de la actuación suprema de la realeza mesiana
coincide el final de los sellos (Ap. VI,
12 ss.) y el de las copas (Ap. XVI,
17 ss.), con todos los vaticinios a que aluden. S. Pablo hace mención de esta postrer trompeta en la I Tes. I, 15 (in tuba Dei) y en la I Cor.
XV, 52 (in novissima tuba); y con
esto nos darnos por excusados de citar los cien mil otros lugares paralelos,
que sin hacer mención del clarín angélico, se refieren al mismo momento
escatológico, en que el Señor se pondrá muy de propósito a sujetar de hecho a
Sí todas las cosas, secundum operationem,
qua etiam possit subjicere sibi omnia (Phil.
III, 21. cf. Hebr. II, 8; X, 13).
Esa final acción avasalladora del Señor es la que se expresa por la fórmula dogmática:
Ut venturus est judicare vivos et mortuos
(Credo), fórmula que S. Pedro había
enunciado de esta otra manera: Qui
paratus est judicare vivos et mortuos (I
Pet. IV, 5; cf. Act. X, 42), y S. Pablo de esta otra: Qui judicaturus est vivos et mortuos per
adventum ipsius et regnum ejus (II
Tim. IV, 1; cf. Rom. XIV, 9).
* * *
Pero hay un disidio
secular en la interpretación de esa fina acción avasalladora del Cristo, afirmando unos que es sucesiva,
con desarrollo temporal, y aun terrestre y sosteniendo otros por el contrario
que es momentánea, como que señala el fin de los tiempos sin otra ulterior
perspectiva que la inmutable eternidad, feliz o desgraciada.
La interpretación más
antigua, que parece universal en la Iglesia hasta S. Agustín, está por la acción sucesiva y entre otras razones y
documentos que alega, se apoya en un paso de la I Cor. que dice así: Sicut in
Adam omnes moriuntur, ita et in Christo omnes vivificabuntur. Unusquisque autem
in suo ordine: prirnitiae Christus; deinde ii qui sunt Christi, in adventu ejus
(sic. gr.); deinde finis cum tradiderit
regnum Deo et Patri, cum evacuaverit omnem principatum et potestatem et
virtutem. Oportet enim (sic gr.)
illum regnare, donec ponat inimicos sub pedibus ejus. Novissima autem inimica destruetur mors (I Cor. XV, 22-26).
Al advenimiento del
Señor sucede, pues, la resurrección particular de los escogidos con quien ha de
compartir Él su realeza soberana; sigue el reinado mesiano de Cristo con sus Santos, con el previo
aniquilamiento de todo otro poder, que no sea el suyo, y el consiguiente
avasallamiento de todos sus enemigos, último de los cuales es la muerte, que ha
de quedar definitivamente vencida por la resurrección general de buenos y malos
para el juicio final en el cual el Hijo pondrá en manos del Padre el reino que
del Padre recibiera, ya perfectamente subyugado y aquietado; de suerte que sea
Dios todas las cosas en todos —ut sit
Deus omnia in omnibus (I Cor. XV, 28).
Más claro, si no más
breve: Al segundo advenimiento de Cristo
tienen lugar dos juicios sucesivos, el juicio universal de vivos y el juicio
universal de muertos, y entre uno y otro corre el reinado milenario (llamémoslo
así provisoriamente), sea cual fuere su naturaleza y duración. El juicio
universal de vivos es de un carácter preeminentemente social, en que hará el Señor con todas las naciones a la vez lo que
hizo en el curso de la historia con alguna de ellas, ahora con Egipto, ahora
con Asiria, ahora con Babilonia, ahora con Tiro,
etc., etc.: y eliminados de este modo los obstáculos a la paz, establecerá en el mundo la justicia, que
luego mantendrá durante el milenio apocalíptico
(Ap. XX, 1-6), al cual se sigue el juicio universal de muertos, de un carácter preeminentemente
individual. Asesores de Cristo en el juicio
universal de vivos y reinado subsiguiente son los Santos resucitados a su venida.
No así en el juicio universal de muertos, donde no hay asesores, sino que todos
comparecen ante el tribunal de Cristo, los unos a la derecha y los otros a la la
izquierda, para ser juzgados y no para juzgar (Mt. XXV, 31 ss[4]. Ap., XX, 11 ss.).
Con esto tenemos sólo el substrato de aquellas interpretaciones, que por
admitir la realidad futura del milenio apocalíptico (Ap. XX, 1 ss.), separando
con él y distanciando los dos juicios escatológicos, podríamos llamar milenistas, que no es lo mismo que milenaristas, pues lo milenista se ha a
lo milenarista como el género a la especie. Dentro de la interpretación
milenista caben, en efecto, maneras varias de interpretación, una de las cuales
es la milenaria o milenarista, tan en boga en los primeros siglos. El milenista
se contenta con mantener la sucesión futura de estos tres magnos eventos en
función de la realeza de Cristo, el juicio universal de vivos, el pacífico milenio
y el juicio universal de muertos, como
interpretación de la fórmula dogmática: Qui
judicaturus est vivos et mortuos per adventum ipsius et regnum ejus (II
Tim., IV, I), sin pronunciarse decididamente acerca de la naturaleza íntima de
esas tres futuras realidades, que sería preciso estudiar más despacio,
v. gr.: si la resurrección particular de los asesores de Cristo es corporal o
sólo espiritual; si Cristo con los Santos resucitados viene en realidad a este
mundo (adventismo), o bien sólo interviene providencialmente con ellos,
para establecer y mantener en el mundo la justicia (interventismo); mientras el
milenarista cree sin más poder afirmar la corporalidad de la resurrección
primera y la presencia real de Cristo rey y de los Santos correinantes en el
reino, no sólo la invisible, que nadie puede censurar, más aun la visible,
según la traza de Lacunza, extremo éste recientemente desautorizado por el S.
O. (A. A. S., año 1944, pág. 212)[5].
[1] Nota del Blog: esta
explicación contradice palmariamente la entrada triunfal el Domingo de Ramos.
Si Nuestro Señor no quiso ser proclamado Rey según lo narra el cap. VI de San Juan, fue porque no había llegado el tiempo. Sobre esto
dijimos algo AQUI.
[2] Nota del Blog: Esta cita no
nos convence. El mismo autor ya había probado AQUI que este texto se refiere a los ángeles caídos y no a la potestad del
César. Además San Pablo dice que esto
tendrá lugar hacia el fin, cuando
entregue el reino al Padre, es decir, hacia el fin del milenio.
[3] Nota del Blog: digan otros lo que quieran, pero lo cierto es que la
séptima trompeta no marca la Parusía. Ya tendremos tiempo de volver sobre
este tema en otro artículo donde hablemos más a propósito del tema.
[4]Nota del Blog: sobre esto cf. lo que dijimos AQUI. En lo que respecta al asunto que nos
concierne, esto es, en no identificar la parábola de Mt. XXV, 31 ss con el juicio final, seguimos pensando lo mismo,
aunque en otros aspectos hemos modificado un tanto nuestra visión de lo allí
dicho. A su debido tiempo será, seguramente, objeto de una retractatio.
[5] Nota del Blog: El
desarrollo deste punto nos llevaría demasiado tiempo. Seguramente le dedicaremos
un artículo aparte a este tema de la condena a Lacunza y del decreto del ´44.