sábado, 28 de diciembre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger, Apéndice (I de II)

EVANGELIO Y CATEQUESIS

I

Reimplantada la enseñanza religiosa en nuestro país, los catequistas prestarán singular actualidad al nutrido estudio bíblico doctrinal que nos complacemos en ofrecer a continuación:
El conocimiento del Evangelio es indispensable en toda verdadera catequesis católica, simplemente porque no puede haber crecimiento en las virtudes sin crecimiento en la gracia y en la fe; y la fe consiste en conocer a Dios tal como El se ha revelado en los dos Testamentos, especialmente en el Evangelio de Jesucristo.
Muchos católicos, y tal vez no pocos catequistas, descuidan el uso del Evangelio, porque desestiman la importancia del Libro de la Revelación divina como base de la catequesis y de toda vida cristiana. ¿Acaso podría ser dura la sublime doctrina del Crucificado que por el precio de su Sangre nos hizo capaces de la santidad?
Este miedo se explica por la propaganda protestante de los Libros Santos, a cuyo contacto se suele atribuir las herejías, siendo precisamente que ellas sólo pueden mantenerse por la ignorancia de las Escrituras. El día en que todos los católicos, obedeciendo a las reiteradas enseñanzas de los Sumos Pontífices, usen el Evangelio, "fuerza divina para la salvación de todos los creyentes" (Rom. I, 16), y empuñen la espada de la Palabra de Dios, eficaz y más penetrante que toda espada de dos filos (Hebr. IV, 12), la Verdad traída por Jesucristo al mundo triunfará sobre todos los errores.
Sería insensato dejar un remedio y más aún si es de vida eterna - porque alguno lo haya adulterado culpablemente, ya que el mal nunca puede atribuirse al remedio, sino que el mal está en la perversa adulteración.


II

Para mayor claridad de lo dicho añadimos aquí algunas palabras de los Sumos Pontífices, las cuales nos ayudan a entender qué valor trascendental tienen las Sagradas Escrituras en la formación del cristiano:
"Que el ejemplo de Cristo Nuestro Señor y de los Apóstoles haga entender a todos, principalmente a los soldados nuevos de la milicia sagrada, cuánto han de estimar las Divinas Letras, con qué afición, con qué culto se han de acercar a este, llamémosle así, arsenal de armas. En efecto, los que deben defender la verdad católica, sea entre los doctos, o entre los ignorantes, no encontrarán en ninguna parte enseñanzas tan amplias y tan copiosas acerca de Dios, sumo y perfectísimo bien, y acerca de sus obras que manifiestan su gloria y su amor. Y en cuanto al Salvador del género humano, nada existe sobre El tan fecundo y tan expresivo como los textos que uno encuentra en toda la Biblia, y S. Jerónimo tuvo razón en afirmar "que ignorar las Escrituras, es ignorar a Cristo" (Enc. "Providentissimus Deus" de León XIII).
"Jamás cesaremos de exhortar a todos los cristianos a que hagan su lectura cotidiana de la Biblia, principalmente en los Santísimos Evangelios de Nuestro Señor, así como en los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas, esforzándose en hacerlos savia de su espíritu y sangre de sus venas". (Enc. "Spiritus Paraclitus" de Benedicto XV).
"Fuera del santo Evangelio no hay otro libro que pueda hablar al alma con tanta luz de verdad, con tanta fuerza de ejemplos y con tanta cordialidad" (Pío XI).
"El Evangelio es principio, fuerza y fin de todo Apostolado". (Pío XII —siendo aun Cardenal, al Card. Gomá).
La consecuencia es clara y fácil: buscar apasionadamente la Palabra de Dios; buscarla apasionadamente en el Evangelio (y el Concilio de Trento llamó Evangelio a toda la Sagrada Biblia). Escuchando la Palabra de Dios, encontramos la fe (Rom. X, 17), esa fe viva que nos lleva a obrar por la caridad (Gál. V, 6); pero esa caridad no es una beneficencia sentimental, sino una vida de amor sobrenatural a Dios y al prójimo, vida que nace de la fe, o sea, del conocimiento sobrenatural de Dios, como lo reveló Jesús en su Oración Sacerdotal: "En esto consiste la vida eterna: en conocerte a Ti sólo Dios verdadero y a tu Enviado Jesucristo" (Juan XVII, 3).
Esa obsesión de la caridad nos llevará ante todo a conocer a Cristo en la Eucaristía para unirnos a Él, para nutrirnos con Él, para vivir de Él, y entonces sí que el divino Sacramento, haciéndonos vivir de Jesús como El vive del Padre (Juan VI, 58), nos hará cumplir plenamente el "Mandamiento Nuevo": amarnos entre nosotros del modo como El nos amó (Juan XIII, 34; XV, 12); amarnos entre nosotros porque El nos amó (I Juan IV, 11). "Yo en ellos y Tú en Mí" dijo Jesús al Padre, "para que sean consumados en la unidad…''; esto es para que sean todos los cristianos un solo corazón y una sola alma, como Cristo y el Padre son uno solo. De aquí saca el Señor el fruto supremo del apostolado, la conversión del mundo, que solamente podrá obrarse por el espectáculo de nuestra caridad, que es la apologética por excelencia. Así "sean consumados en la unidad, a fin de que el mundo crea que Tú me has enviado y que los has amado como me amaste a Mí" (Juan XVII, 23).

III

El que no haya adquirido estas luces, buscándolas en el Libro de Dios, no puede aspirar a la dignidad de catequista, que lo hace partícipe del sacerdocio de la Iglesia docente. ¿Cómo va a ser un buen mayordomo de Jesucristo el que no lee sus instrucciones para poder obedecerle? ¿Cómo va a poner a Jesucristo en las almas el que no lo conoce?
Descuidando el Evangelio, incurriríamos inevitablemente en deformaciones de la doctrina, asimilando la divina doctrina de Jesús a la simple lógica humana, por falta de luces sobrenaturales, es decir, convirtiendo, como dice San Jerónimo, el Evangelio de Dios en el evangelio del hombre.
Así se cumpliría tremendamente en nosotros la sentencia del Salmo: "Disminuidas han sido las verdades por los hijos de los hombres" (Sal. XI, 2). Y entonces la catequesis perdería su eficacia sobrenatural, y aún llegaría a grabar en el alma de los niños la imagen de un falso Dios: de una especie de funcionario que premia y castiga como cualquier otro (en vez de ser el que "no perdonó a su propio Hijo" por perdonamos a nosotros); que nos deja abandonados a nuestro propio esfuerzo en la lucha por cumplir una ley superior a las fuerzas de la naturaleza caída (en vez de habernos dado el Espíritu Consolador que nos santifica mediante la fe por los méritos de la Sangre de Cristo); que nos deja abandonados, a las vicisitudes de la vida (en vez de obligarse El a dárnoslo todo por añadidura con tal de que busquemos su reino), que en fin, siempre parece tener un látigo levantado sobre nosotros como esclavos (en vez de habernos dado el espíritu de adopción de los hijos por el cual le llamamos Abba, esto es Padre (Gál. IV, 6).
Sin el Evangelio, el Catecismo es, pues, instrumento insuficiente en la instrucción religiosa. Sobre este tema tan delicado publicó una pastoral Mons. Landrieux, Obispo de Dijón, quien, entre otras cosas, dice:
"Nuestros catecismos son casi mudos acerca de la Historia Sagrada y del Evangelio que otrora los niños aprendían en el Colegio; de ahí viene una gran laguna. Tres o cuatro páginas lacónicas sobres la Vida de Nuestro Señor; dos o tres fechas vagas, imprecisas; algunos episodios apenas indicados, una corta y seca enumeración de milagros, una palabra sobre la Pasión, dos líneas sobre la Resurrección, y se acabó. Si, pues, se pone en manos de los niños desde el primer día el catecismo, y si durante tres, cuatro o cinco años se retorna el mismo texto en el curso primario, en el mediano y en el superior, se quedan los niños sin conocer ni el Evangelio ni a Nuestro Señor. En las Parroquias urbanas, en los pensionados y los patronatos, se trata de suplir esto por las instrucciones de perseverancia. Pero en la mayoría de las poblaciones de campaña, por falta de tiempo, y porque el libro apenas lo menciona, el Evangelio pasa desapercibido, y esto es para toda la vida. ¿Puede concebirse un católico práctico que no haya leído nunca el Evangelio? Pues tal es el caso de la enorme mayoría. Se podría ser perfectamente instruído en religión con sólo conocer el Evangelio, porque en él está toda la substancia del catecismo; pero la recíproca no es verdadera, porque en el catecismo no está todo el Evangelio".

IV

Concluyamos exponiendo un caso ocurrido -entre mil—, como enseñanza de experiencia: Un joven de 28 años, israelita, quiere convertirse, y a juicio del catequista está preparado para el bautismo y la comunión. El candidato a padrino, lo interroga:

-¿Quién es Jesús?
-Es… Dios.
- Sí, pero ¿de quién era Hijo?
- De “Santa María Virgen".
— ¿Y de quién más?
- De nadie más.
— ¿Cómo es eso? Jesús tenía Padre. Este no era ningún hombre, pero era su Padre.
El catecúmeno se queda absorto, y entonces el presunto padrino le dice:
- A ver, dime el Credo.
- Creo en Dios Padre... y en Jesucristo su único Hijo.
— ¿Ves? ¿Hijo único de quién?
Y el pobre muchacho repite:
- ¡De santa María Virgen!
Entonces se le habla de la Santísima Trinidad para enseñarle a distinguir las tres Divinas Personas, eso que en el Evangelio se aprende sin darse cuenta:
 - ¿Qué hizo Cristo por nosotros?
— Tomó el pan y el vino y dijo: este es mi cuerpo y esta es mi sangre.
- Muy bien, pero ¿qué se hizo Cristo por nosotros? Era Hijo de Dios y sin dejar de serio se hizo hombre, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
—Y el Espíritu Santo, ¿se hizo hombre?
- Sí señor...
Aquí el candidato a padrino renunció naturalmente a ese honor y a esa responsabilidad mientras el catecúmeno no conociese a Dios. Le dió un Evangelio y le habló largamente de lo que en él aparece: Jesús como don del Eterno Padre; Jesús encarnado y Hermano nuestro; Jesús Maestro y legislador; Jesús Redentor; Jesús que nos revela los secretos del Padre; Jesús, que con el Padre nos envía su Espíritu Santo, el que nos aplica los méritos de la Redención y nos da la gracia y los dones para salvarnos gratis...
El muchacho se entregó con fervor a descubrir en el Evangelio esas noticias sublimes que habían dilatado su corazón, y no tardó en ser bautizado; pero entonces ya tenía fe y amor. Porque no se limitaba a saber de memoria cuántos son los sacramentos y cuáles son los pecados y los diez mandamientos: había adquirido mediante la Revelación divina, ese conocimiento de Dios y de su Hijo Jesucristo en el cual consiste la salvación (Juan XVII, 3).
Es que a Dios nadie lo vió nunca, dice San Juan. Y agrega: su Hijo Unigénito que está en el seno del Padre, Ese nos lo dió a conocer (Juan I, 18).
Nada podrá, pues, darnos el conocimiento de Dios sino son las palabras del Hijo que vino expresamente para eso (Mat. XI, 27; Juan VI ,46; VIII, 19; XVII, 26, etc.) y que nos trajo como Enviado las palabras mismas de su Padre (Juan XII, 49; XV, 15).
Por eso El mismo se sacrificó "para que fuésemos santificados por la Verdad" (Juan XVII, 19). Y para que tuviésemos en nosotros todo el gozo cumplido que Él tuvo, dijo a su Padre estas palabras, que por siempre bastarían para acudir apasionadamente al Evangelio como instrumento de santidad: "Santifícalos en la verdad: la verdad es tu palabra" (Juan XVII, 17).

Tornado así, el ministerio altísimo del catequista, que cautiva los corazones de los niños, es una verdadera bienaventuranza, según lo promete la misma Sabiduría, diciendo: "Dichoso aquel que explica la justicia a oídos que escuchan" (Ecli. 25, 12).