LA BIENAVENTURADA ESPERANZA
(Tito, II, 13)
I
En el mundo moderno hay muchos pseudoprofetas, ocultistas, astrólogos y
espiritistas, que hacen de la profecía un arte como Simón Mago y engañan a la
gente crédula e incauta. En sus "profecías" se ocupan con preferencia
de la suerte del mundo, su próximo porvenir y su fin, y no les falta auditorio;
con lo cual se cumple lo que Jesucristo y los apóstoles señalaron como característica
de la falsa profecía, mientras los verdaderos profetas siempre serán una voz en
el desierto, es decir, desoídos, despreciados y perseguidos,
y ninguno de ellos se hará multimillonario como aquel astrólogo de París, del
cual dijeron los diarios que supo explotar con la misma habilidad la superstición
y los bolsillos de sus clientes.
El mejor medio para librarse de estos pseudoprofetas consiste en leer la
Sagrada Escritura, especialmente el Nuevo Testamento y las profecías del Antiguo,
donde hay muchísimos vaticinios auténticos, escritos bajo inspiración divina y
destinados a mantener la fe hasta los últimos tiempos; vaticinios tan olvidados,
que los mismos judíos que actualmente vuelven al país de sus padres, no saben
que con ello dan cumplimiento a las profecías del Antiguo Testamento.
Por eso dice el Eclesiástico: "El sabio se dedica al estudio de los
profetas" (Ecli. XXXIX, 1)
lo cual equivale a decir que los que no
se dedican al estudio de las profecías divinas, no son sabios, sino necios que
caen en las redes de los falsos profetas, astrólogos y demás explotadores de la
credulidad humana.
II
Entre las profecías del Nuevo Testamento la que más nos interesa es la
que San Pablo llama "la bienaventurada
esperanza” (Tit. II, 13). Es éste uno de los no
escasos pasajes que recibieron otro sentido en la versión de Torres Amat, quien, en lugar de
"bienaventurada esperanza”, vierte: “esperada bienaventuranza",
quitándole con ello el carácter profético y misterioso. Pues todos sabemos que
hay una felicidad eterna que anhelamos en nuestras oraciones. Pero aquí se
trata de una cosa en que muy pocos piensan y que en general no es objeto de nuestras plegarias.
¿Qué es, pues, la "bienaventurada esperanza" con que San Pablo
consuela a su discípulo Tito? El P. Bover, S. J lo explica bien, diciendo que
este término equivale a la “manifestación de la gloria de Jesucristo en su segundo
advenimiento".
Esta dichosa esperanza es el compendio de ambos Testamentos, la suprema
culminación del plan de Dios, el público y definitivo triunfo de su Hijo, nuestro
divino Caudillo. Tal es el deseo, el suspiro de la Iglesia, con que termina
toda la Biblia y que puede cumplirse cuando menos pensamos (Apoc. XXII, 20).
La segunda venida de Cristo tiene en el Nuevo Testamento el nombre de
"Parusía”, palabra griega que originariamente significa
"presencia". El término se usaba en la época helenística para
anunciar la visita del Emperador a una ciudad. De ahí que los hagiógrafos lo
emplearan para denominar la venida del gran Rey Jesucristo.
No hay duda de que los primeros cristianos esperaban ese gran acontecimiento
para un tiempo muy temprano; tan temprano que en Tesalónica algunos ya no se
dedicaban al trabajo y otros estaban muy preocupados por la suerte de los
muertos, que tal vez no pudiesen ver la vuelta de Cristo. San Pablo se ve
obligado a consolarlos, diciendo que "los vivientes, que quedamos hasta la
Parusía del Señor, no nos adelanta-remos a los que murieron… porque los muertos
en Cristo resucitarán primero" (I Tes. IV, 15-16).
También San Pedro consuela a los que se cansaban
de esperar y decían: "¿Donde está la promesa de su Parusía?" (II Pedro III, 4). Les explica que
"para el Señor un día es como mil años y mil años son como un día"
(ibid. v. 8) y que por lo tanto la palabra
"pronto", que Jesús usó en
el anuncio de su segundo advenimiento (Juan
XVI, 16), ha de tomarse en sentido lato[1].
En lo cual se ve cómo también San Pedro
insiste sobre la "bienaventurada esperanza" de la Parusía, lo mismo
que San Pablo. A éste le da el Príncipe
de los Apóstoles el título de "nuestro amado hermano Pablo” y confirma que
escribió sobre nuestro tema en todas sus cartas.
De veras, la espera es larga. Han pasado ya casi
dos mil años y la profecía no se ha cumplido aún. Entretanto hemos tomado gusto
en las cosas del mundo, de tal manera que para muchos la "dichosa esperanza"
ha perdido su primitivo fervor: hasta
las antiguas anáforas" (oración que se reza en el canon de la misa
inmediatamente después de la consagración) mencionaban la Parusía; costumbre que
se ha mantenido en las iglesias orientales.
También en los escritos de los Padres Apostólicos brilla la fe en la
segunda venida de Cristo como fundamento de la piedad, y los Padres posteriores
son igualmente testigos de esa fe y esperanza, la cual como dice De Maistre,
fué la inagotable fuente de energía de los primeros cristianos en medio de las
persecuciones. Los devocionarios modernos, en cambio, explotan muy poco tan
fecunda idea.
"Si presentáramos el misterio de la Iglesia en esta trabazón, llenándolo
con el espíritu de espera del fin, desterraríamos el peligro en el que, a menudo,
va a parar nuestro pensamiento sobre la Iglesia, y acerca del cual S. Pedro
advertía a los fieles en su II Epístola, al hablar de aquellos que tienen
"por retardo" (II Pedro III, 9) la indecible paciencia de Dios, y
cuando habla de los que comienzan a burlarse de la espera cristiana,
"porque todo vuelve a ser como era desde el principio de la creación"
(III, 4). Jamás ha sido la Iglesia un cómodo instalarse sobre la tierra. Jamás,
tampoco, una de las tantas formas de religión, la cual nos ayuda a explicar el
fin de la vida terrena y cotidiana, corresponde a nuestras
"necesidades" y nos provee de los consuelos de la Santa Religión al
fin de nuestra existencia"… "Debemos hacer más viva la renuncia a
Satanás y sus pompas, que tan importante sitio tenía en la predicación
cristiana” (Rahner, Teología Kerigmática).
III
¿Cuándo aparecerá Cristo de nuevo? No sabemos el día ni la hora (Mat. XXIV,
36 y 42; XXV, 13; Marc. XIII, 32). Nadie puede calcular el
día de su Retorno; al contrario, todos los cálculos fallarán, porque El mismo
dice: "A la hora que no pensáis vendrá el Hijo del hombre" (Mat. XXIV, 44). En muchos otros pasajes
de la Sagrada Escritura se nos enseña que Cristo
vendrá tan sorprendentemente como un ladrón (I Tes. V, 2; II Pedro III, 10; Apoc. III, 3; XVI, 15, etc). San Pablo inculca aún más este punto,
diciendo: "cuando todos digan que hay paz y seguridad" (I Tes. V, 3): y en ese mismo capítulo
nos advierte gravemente: “No despreciéis las profecías" (I Tes. V, 20).
Se ha tratado de referir a la muerte de cada uno lo que el Nuevo Testamento
dice de la Parusía, especialmente lo que predice Jesús en Luc. XVII, 34 ss.
"En aquella noche (de su venida) dos hombres estarán reclinados a una
misma mesa, el uno será tomado, el otro dejado. Dos mujeres estarán moliendo
juntas; la una será tomada, la otra dejada. Estarán dos en el campo; el uno
será tomado, el otro dejado". Tal
identificación de la muerte con la venida de Cristo no es propia ni del
Evangelio ni de las Cartas de los Apóstoles. No quitemos a los misterios su
contenido, y no confundamos a Cristo con un verdugo o sepulturero.
Los que no creen en la posibilidad de una pronta venida de Cristo, se
excusan diciendo que no se han cumplido todavía todas las profecías que han de
cumplirse antes de su Advenimiento: la predicación del Evangelio en todo el
mundo, la apostasía de las masas, la aparición del Anticristo, la conversión de
los judíos, las guerras y terremotos, etc. Es interesante que las primeras
generaciones cristianas que conocían muy bien esas profecías, las consideraban
como cumplidas ya en aquel tiempo y esperaban ansiosamente la Parusía del
Señor. ¿No dice el mismo San Pablo que ya en su época el Evangelio fué predicado
a toda la creación debajo del cielo del cielo? (Col I, 23). El Apóstol San Juan
nos revela que los Anticristos siempre están entre nosotros (I Juan II, 18), y
la apostasía de las masas es tan conocida que no necesitamos describirla.
No tan visible es la
conversión de Israel, pero también para ella la Providencia ha preparado los caminos,
y es muy posible que se realice de un modo inopinado. ¿Quién sabe si no hay
profecías que tan sólo se cumplirán en el día de la Parusía? Y si ese día no es
un día de 24 horas, sino uno de aquellos de que habla S. Pedro (II Ped. III, 8),
caben en él todas las profecías que no se han cumplido anteriormente. Esto
quiere decir que todas las opiniones privadas sobre el orden de las postrimerías
son muy arriesgadas[2].
IV
Nuestra actitud frente a la Parusía debe ser la que recomienda el mismo
Señor en Mat. XXIV, 44; XXV, 13; Marc. XIII, 33-36: "Velad", para que
aquel gran día no os sorprenda como un ladrón. Y más aún, debemos amar la venida de Cristo como nos
exhorta San Pablo en II Tim. 4, 8.
¿Nos parece acaso extraño amar y anhelar la llegada de nuestro Rey y Señor?
He aquí la piedra de toque de nuestro amor a Cristo. No desear su venida es
propio de aquellos que le tienen miedo,
porque no aprecian lo que significa su Parusía para nuestra alma y nuestro
cuerpo. Pues en aquel día no sólo aparecerá la gloria de Cristo, sino también la
nuestra. Unidos a El (Juan XIV, 5, Apoc. XIX. 6 ss.), asemejados a Él (Rom. VIII,
29; Fil. 3, 20 s.; I Jn. III, 2) entraremos con El en la Jerusalén celestial
donde Él mismo será la lumbrera (Apoc. cap. XXI y XXII). Y para que no
olvidemos tan consoladora profecía nos la recuerda Cristo en Mat. XXIV, 25:
"Mirad que os lo he predicho".
[1] Nota del Blog: creemos que
el “pronto”, de los Apóstoles era literal en aquel entonces, pero condicional.
[2] Nota del Blog: casi todos estos
argumentos nos parecen un tanto forzados, pero no es preciso detenernos en el
análisis de los mismos.