domingo, 1 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VI (IV de IV)

Unidad del poder jerárquico.

Hemos esbozado a grandes rasgos los tres elementos que constituyen el poder de la Iglesia, a saber: el poder de enseñar o magisterio, el poder santificador o ministerio, y la autoridad de gobierno o imperio.
Estos tres elementos no son tres poderes distintos en su origen ni, en su esencia, independientes entre sí.
Como dijimos al principio, Jesucristo, por una sola misión de su Padre, es maestro, santificador y rey. Esta única misión, sin dividirse, se comunica a la Iglesia en el colegio episcopal y va a formar por cada uno de los obispos las jerarquías particulares.
No hay, por tanto, un orden de maestros, un orden de santificadores y un orden de príncipes espirituales, constituidos separadamente y cuyas funciones —debido al azar, a una disposición arbitraria o, cuando mucho, a una simple conveniencia— se han reunido por una especie de acumulación sobre las cabezas de las mismas personas; sino que entre estos tres elementos existe una conexión lógica y un vínculo esencial.
Para entenderlo bien recordemos el principio fundamental de toda la jerarquía, a saber, que la autoridad pertenece al que da el ser. En el antiguo orden es Dios dueño de las cosas porque las creó; en el nuevo, posee a su Cristo, porque Cristo viene de Él; Cristo posee a su Iglesia, porque ésta procede de Él; el episcopado no está asociado a Cristo en la autoridad sino porque le compete, juntamente con Cristo, hacerla nacer a la vida; y hasta en la jerarquía de la Iglesia particular el obispo es el príncipe de su pueblo porque, en su grado, es el padre de la vida de los fieles.

Así el imperio, es decir, esa magnífica soberanía que hemos descrito en último lugar, esa corona real que el Padre puso sobre la frente de su Cristo y que Jesucristo deposita sobre la frente de su Iglesia, tiene su razón y su derecho en la fecundidad de la operación vivificante por la que Jesucristo y la Iglesia se crean súbditos al dar a Dios hijos de adopción.
Ahora bien, esta operación vivificadora que lógicamente precede al imperio, es decir, a la autoridad del gobierno, que lógicamente no sólo da lugar al imperio creándole súbditos, sino que le da además su título y su verdadero origen, se compone de los dos elementos del magisterio y del ministerio.
El magisterio comienza, el ministerio acaba la producción de la nueva criatura.
Cristo, que debe santificar al hombre, lo llama primero por sí mismo y por sus jerarcas mediante la predicación de la doctrina (Mt. XXVIII, 19; Rom X, 13-15). Llama a la nueva criatura, no de los abismos de la nada, sino de las tinieblas de la infidelidad y la «invita a la admirable luz» de su palabra (I Pe II, 9). Y cuando el hombre viejo ha respondido a este llamamiento y recibido esta palabra, el mismo Cristo, en estos mismos jerarcas, le da la vida nueva por la operación sacramental y lo hace vivir de su sustancia. Inmediatamente el que le era extraño según el orden de esta vida nueva le pertenece ya en este orden; él lo posee y extiende sobre él su cetro.
Hay, por consiguiente, entre estos tres poderes de magisterio, de ministerio y de imperio un vínculo lógico que no permite separarlos.
En primer lugar aparece el magisterio; le sigue el ministerio, y el imperio o la autoridad del gobierno es la consecuencia del uno y del otro[1]. Así, aun antes de que los pueblos pertenezcan a la Iglesia en el orden del gobierno y sean de su jurisdicción, la Iglesia tiene ya para con ellos la misión y la autoridad del magisterio (Mt XXVIII, 18-20), ella debe evangelizarlos a todos y tiene derecho a hacerlo: todos ellos forman su auditorio. Luego entrarán en el redil (Jn X, 16) y vivirán en él por las operaciones vivificadoras del ministerio, y pasarán así bajo su dominio convirtiéndose en adelante en objeto de su tierna solicitud.
Y esto es cierto en todos los grados de la jerarquía.
El obispo de una Iglesia particular, antes de ser el pastor de los fieles, comienza por ser el maestro de los infieles; y los que todavía no están sometidos a su cayado pastoral, no habiendo entrado todavía en el redil por la regeneración sacramental, le pertenecen ya por el título de su magisterio, como a su doctor, que debe instruirlos. Y así al comienzo tiene, como el divino Maestro, al lado de los fieles otras ovejas que no han entrado todavía en el redil. Él va a buscarlas por la predicación; una vez que hayan oído su voz, les abrirá las puertas mediante la regeneración y formará con ellas su único rebaño.

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La esencia del poder confiado a la jerarquía, la operación vital que se ejerce y se transmite en ella es un poder único e indivisible, encerrado en la única e indivisible misión de Jesucristo y transmitido por Él sin división.
Este poder contiene en sí mismo tres elementos: el magisterio o poder de enseñanza, el ministerio o acción sacramental, y el imperio o autoridad del gobierno.
Estos elementos están íntimamente ligados entre sí, y entre ellos existe un orden lógico: el magisterio aparece el primero, el ministerio viene después, la autoridad del gobierno resulta de los dos precedentes.



[1] San Jerónimo, Comentario sobre san Mateo 28: PL 26. 227: «Encadenamiento muy digno de notarse: ordena a sus apóstoles que comiencen por instruir a los pueblos, luego que los purifiquen con el sacramento de la fe, y finalmente, después de haberlos instruido y bautizado, que les prescriban todo lo que hay que observar