viernes, 13 de diciembre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VII, (III Parte).

Jurisdicción delegada.

Pero ¿cómo conciliar esta igualdad de los ministros y esta inmutabilidad de los ministerios jerárquicos con las necesidades variables y múltiples de un gran gobierno como lo es el de la Iglesia universal, con las exigencias de administración que afectan a los intereses más delicados y más móviles, tal como se encuentran en las Iglesias particulares?
De hecho, ¿no salta a la vista que entre los obispos éste puede más y aquél menos? Y entre las funciones de los colegios particulares, ¡qué innumerable variedad de atribuciones según los tiempos y los lugares! ¿Cómo explicar tantas diversidades como aparecen en los lugares y tantos cambios referidos par la historia?
Aquí se declara toda la magnificencia de la obra divina en la Iglesia. Es propio de su esencia y de su dignidad que el diseño de las jerarquías se mantenga  por encima de todas las revoluciones humanas; las jerarquías no pueden sufrir cambio alguno. Pero sin quebrantar la inmutable constitución de estas jerarquías, que según san Cipriano participa de la estabilidad de los misterios divinas, el gobierno de la Iglesia, para regular y distribuir su acción, tendrá toda la libertad  —inmensa en su amplitud y, por decirlo así, sin límites— que reclaman las necesidades de los tiempos y de los lugares, así como las de las multitudes humanas sobre las que se ejerza de edad en edad.
En efecto, en los recursos y en los poderes de este gobierno hay un elemento siempre, y como indefinidamente, variable, que le permite, para provecho del mundo y de los pueblos particulares, extenderse, por decirlo así, sin límites o restringir a su arbitrio la actividad de cada una de las personas jerárquicas, así como las manifestaciones de los poderes de que son depositarias.
Este elemento variable es el ejercicio del poder jerárquico, al que llamaremos ejercicio de la jurisdicción.
Ahora bien, este ejercicio de la jurisdicción puede ser comunicado por delegación. De esta manera una persona de un grado menor usará de los poderes de la de un grado superior.
Un simple sacerdote podrá aparecer en el gobierno, revestido de toda la potencia episcopal o parte de ella, ejercer una autoridad superior a la de su título de sacerdote de una Iglesia particular.
Quien es cabeza de la Iglesia universal, podrá comunicar rayos de su plenitud mediante delegaciones permanentes y elevar a obispos entre sus hermanos, haciéndolos más grandes que sus hermanos mediante participación en su principado, sin alterar la igualdad esencial de los obispos en cuanto obispos.
Podrá igualmente, mediante delegaciones y comisiones especiales, en todas partes y para toda clase de asuntos, elegirse mandatarios y representantes revestidos de poder más o menos extenso.
Por otra parte, el ejercicio del poder jerárquico podrá verse en todo o en parte ligado por el superior. Así el Sumo Pontífice podrá, mediante reservas y excepciones, restringir el campo de la autoridad episcopal.
El ejercicio mismo de toda la acción jerárquica, en cuanto está expresada por lo que antes hemos llamado la comunión y el título, puede ser ligado más o menos completamente por el entredicho. El entredicho, que no siempre es una pena y que puede ser mero efecto de la prudencia del superior, puede afectar al título sin tocar á la comunión, ligar al clérigo en cuanto forma parte de una jerarquía particular y con respecto a esta jerarquía, sin afectar a su acción como miembro de la jerarquía de la Iglesia católica.
Así el obispo llamado in partibus o titular, obispo de una Iglesia actualmente en poder de los infieles, es privado por el sumo pontífice de todo ejercicio del poder inherente a su sede con respecto a su Iglesia, que es su título, sin verse privado de este mismo título; y, sin embargo, sigue gozando del ejercicio de toda la  prerrogativa episcopal en la Iglesia católica.
Otras veces el ejercicio de la actualidad jerárquica se ve ligado en una u otra jerarquía, sin que el título ni la comunión queden afectados ni sean retirados al sujeto. El obispo, el sacerdote, el ministro, puestos en entredicho de resultas de un juicio o incluso a causa de una incapacidad en que han incurrido sin falta por su parte[1], no quedan excluidos del orden de los obispos, del orden de los sacerdotes o del de los ministros; ni tampoco son despojados de su título; pero en ellos queda ligado el ejercicio de todos los poderes contenidos en la comunión de su orden y en su título.
Así todas estas restricciones más o menos extensas no son sino ataduras que privan de sus movimientos a los miembros del cuerpo jerárquico, sin afectarlos en su vida o en su constitución, sin separarlos del cuerpo ni destruirlos.
Muy al contrario, dado que no se pueden ligar sino actualidades realmente existentes, estas restricciones, al ligar en todo o en parte el ejercicio de los poderes de las personas jerárquicas, implican una afirmación solemne de la indivisible e inmutable persistencia de estos poderes en su esencia y en su fondo.
Esto que estamos diciendo se aplica a la Iglesia particular lo mismo que a la Iglesia universal. El antiguo presbiterio vio unas veces extendidas y otras ligadas o restringidas sus atribuciones y las de sus miembros. Entre éstos, los unos perdieron, los otros conservaron con exclusividad el ejercicio de funciones comunes a todos en los orígenes; otros vieron incluso extenderse su acción por comunicaciones del poder episcopal. De ahí esa innumerable variedad de dignidades y de oficios, y esa variedad todavía mayor en las atribuciones de estas dignidades y de estos oficios; de ahí esas diversidades locales en el servicio de la Iglesia, esos cambios sucesivos que han modificado su aspecto.
Las extensiones del poder de las personas jerárquicas, efecto de las delegaciones del superior, así como las restricciones de este mismo poder, efecto de su potencia que lo ligó en todo o en parte, se adhirieron frecuentemente en forma permanente a los títulos mismos y a los oficios, transmitiéndose con ellos, alcanzando así al cuerpo jerárquico en todas sus profundidades, penetrando, por decirlo así, toda su economía y confundiéndose casi con él a los ojos del observador poco atento.
Al lado de estas manifestaciones del ejercicio del poder en todos los grados, inscritas en el derecho o nacidas de la costumbre y sostenidas por ella, los superiores usaron siempre de la facultad de extender con delegaciones personales y transitorias o de restringir con actos expresos y temporales la acción de las personas eclesiásticas.
Como vemos, es inmensa la libertad con que se pueden mover las instituciones diversificando las atribuciones de las personas sin alterar la inmutabilidad esencial de las jerarquías.
Digamos todavía que no es menos vasto el campo en que se desarrolla esta libertad, es decir, la multitud de los objetos a que se extiende.
El ejercicio de la jurisdicción, es decir, todo lo que puede delegarse o restringirse, comprende, en efecto, en primer lugar el ejercicio de todos los poderes del magisterio; comprende en segundo lugar, el ejercicio de los poderes del ministerio, de algunos de estos poderes en cuanto son válidos los actos que ponen, y de todos en cuanto son legítimos: distinción establecida por la teología. Comprende finalmente, como su campo más vasto y como objeto especial de las delegaciones y de las restricciones, todo lo que pertenece al imperio o poder de gobierno.
Este elemento móvil y tan considerable de la vida de la Iglesia católica en todos los grados de la jerarquía le ha permitido a través de todas las edades, a la manera de un ejército que combate, moverse en el campo de sus luchas, haciendo siempre frente a los ataques, provista siempre abundantemente de las armas oportunas y atendiendo, sin desfallecer jamás, a todas las necesidades de la defensa.





[1] Tal es la incapacidad que resulta de una enfermedad que afecta gravemente al estado mental del sujeto.