Título.
La comunión jerárquica no
agota toda la fecundidad encerrada en la potencia del orden.
Hace entrar al clérigo,
según su grado, en la jerarquía de la Iglesia universal. Pero, como hemos
reconocido ya anteriormente, la vida,
los misterios y las riquezas de la Iglesia universal son, por comunicación
íntima y mística, apropiados a cada Iglesia particular.
Como el sacrificio mismo de Jesucristo, tesoro de la Iglesia universal,
es con todos sus frutos la riqueza de la Iglesia particular, así el sacerdocio
de la Iglesia universal le pertenece igualmente y viene a ser así su propio
sacerdocio.
Como consecuencia de estos principios el obispo, el sacerdote, el
ministro que gozan de la comunión de sus órdenes en la Iglesia universal,
podrán ser también apropiados y vinculados, cada uno en su grado, a una Iglesia
particular, y ser así el obispo, el sacerdote, el ministro de esta Iglesia.
Esta apropiación del clérigo a una Iglesia particular es lo que llamaremos su título[1].
El título, última actualidad
de las potencias del orden, es propiamente, por tanto, la asignación del obispo,
del sacerdote o del ministro a una Iglesia determinada, a la que aportan los
beneficios del poder jerárquico de que son depositarios. Los sacerdotes y los
diáconos vienen a ser, par su título, los sacerdotes y los ministros de esta
Iglesia.
El título del obispo tiene este carácter propio: encierra y expresa la
calidad que le compete de ser la cabeza única de la Iglesia particular, cuyo
colegio forman los sacerdotes. Así la
comunión y el título del obispo expresan
todo lo que él es en el orden nuevo: por su comunión,
miembro del colegio jerárquico de la Iglesia universal bajo su cabeza,
Jesucristo, y por su título, cabeza y
jerarca de una grey determinada.
Hemos dicho que el título
es la última actualidad que brota de las potencias del orden para constituir
las personas jerárquicas. Estas personas ocupan, por la comunión, su puesto en la Iglesia universal y, por el título, en la Iglesia particular[2];
y como la cadena de las jerarquías termina en la Iglesia particular, más allá
de esto no hay ya nada.
La comunión y el título bastan para establecer todo el edificio de las
jerarquías. La comunión mira a la Iglesia universal y constituye su economía;
el título mira a la Iglesia particular y constituye la economía de esta. La comunión
indica el vínculo que liga a cada sujeto a la Iglesia universal, el título
indica el vínculo que lo liga a la Iglesia particular.
La comunión, sin embargo, es
anterior al título, como la Iglesia
universal precede a las Iglesias particulares; así la comunión puede prescindir del título
y subsistir sin él dado que no depende de él. El obispo, el sacerdote, el ministro
pueden absolutamente no pertenecer a ninguna Iglesia particular sin cesar de
pertenecer, en su grado, a la Iglesia universal y de ser recibidos por ella en
dicho grado como miembros legítimos de su sacerdocio o de su ministerio.
El título, por el contrario,
supone la comunión y reposa en ella. No es sino la apropiación a una grey
particular, del poder jerárquico ya constituido en las relaciones que establece
la comunión con respecto a la Iglesia
universal. El obispo, el sacerdote, el diácono no pueden ser ministros de una
Iglesia particular si no son antes ministros legítimos de la Iglesia católica
reconocidos y recibidos por ella. Así el título
en la Iglesia particular no subsiste sino por la comunión que mira a la Iglesia universal como la misma Iglesia particular
no subsiste sino por ésta.
Pero si la comunión y el título no son sino la actualidad de las potencias encerradas en el
puro orden, y se distinguen por cuanto esta actualidad mira generalmente a la
Iglesia universal o determinadamente a una Iglesia particular, lo que hemos
dicho del orden, de su distinción por grados, de su indivisibilidad y de su
inmutabilidad esencial en cada grado, deberá decirse, en virtud de una
consecuencia manifiesta, de la comunión
y del título.
La comunión y el título,
como el orden, se mantienen distintos
en cada grado; cada grado se mantiene, en su actualidad viva, entero e
indivisible y, por consiguiente, igual a sí mismo en todos los que lo poseen.
Así en la Iglesia universal todos los obispos son igualmente obispos; todos son
igualmente obispos en sus Iglesias particulares[3];
y en éstas los sacerdotes que componen su colegio, los diáconos que forman el
ministerio, son todos igualmente sacerdotes o ministros.
Nada puede tampoco
sustraerse ni destruirse; nada se puede añadir. El tiempo y el derecho positivo
no pueden ejercer aquí la menor mella. Los obispos de hoy son tan obispos como
los apóstoles y los obispos de los tiempos apostólicos[4];
los sacerdotes y los diáconos no han perdido nada de la que les pertenece y los
constituye.
El futuro más remoto no
podrá tampoco dar en esto un mentís al pasado, y los siglos pasarán sin poder
modificar las inmutables esencias de cada uno de los grados de la jerarquía.
[1] El Código de derecho canónico enumera los
títulos de beneficio, de patrimonio y de pensión, reemplazados las más de las
veces por los títulos de la diócesis o de la misión, y en el caso de los
religiosos los títulos de la pobreza, de la mesa común o de la congregación
(cán. 979.981.982).
Dom Gréa hacía ya notar la evolución del concepto de título. En los principios
designaba el cargo espiritual para el que se ordenaba a un obispo o a un
clérigo; ahora la palabra título significa la ausencia de cargo espiritual
determinado y se restringe a la garantía o seguridad alimentaria: «Verdaderamente
seguro para toda la vida del ordenado y verdaderamente suficiente para su
congrua sustentación»; can. 979; cf. Bride,
art. Titre, en DTC col. 1146-1151; R. Naz, art. Titre d'ordination, en DDC, t. 7 (1963) col. 12784283.
[2] El título se ha entendido algunas veces bajo
el nombre de comunión, porque
efectivamente el título y la comunión son sustancialmente una misma
cosa, es decir, la actualidad del orden, según que esta actualidad mire a la
Iglesia católica en general o que se ligue singularmente a la Iglesia
particular. El título no es sino una comunión
apropiada a una grey particular.
Mas, con el fin
de evitar todo equívoco, a la comunión que respecta al clero en la Iglesia universal
se la designaba más precisamente con el nombre de comunión peregrina, cuando se trataba de oponerla a la comunión que
respecta a la Iglesia particular, es decir, al mismo título.
El nombre de peregrina dado a la comunión se explica
por sí mismo: pertenece a los que son extranjeros a la Iglesia particular, sin
dejar de pertenecer a la Iglesia católica.
En el concilio
de Riez (439), Armentario, depuesto
de su sede sin serlo absolutamente del episcopado, queda reducido a la comunión peregrina; can. 3; Labbe, 3, 1287, Hefele 2, 428.
[3] S. León, Carta 14, a Anastasio,
obispo de Tesalónica, 11; PL 54, 676: “Aunque la dignidad les es común, no
tienen, sin embargo, el mismo rango… y si la elección es la misma para todos,
sin embargo, sólo hay uno que está a la cabeza de todos.» San Jerónimo, Carta 146, al sacerdote
Evángelo, 1; PL 22, 1194: “Dondequiera que esté un obispo, en Roma, en Gubio,
en Constantinopla, en Regio, en Alejandría o en Túnez, tiene el mismo valor,
ejerce el mismo sacerdocio.»
[4] San Jerónimo, Carta 41, a Marcela, 3; PL
22, 476: «Entre nosotros los obispos ocupan el puesto de los apóstoles»; Id.,
Carta 146, al sacerdote Evángelo, 1; PL 22, 1194: «Todos (los obispos) son
sucesores de los apóstoles». San Paciano
De Barcelona, Carta 1, 6; PL 13, 1057: «Si, pues, en un lugar (el texto de Mt. XVIII, 18) se dan la potestad de deshacer
los vínculos y el poder del sacramento, es que, o bien todo ha sido deducido para
nosotros de la forma y del poder de los apóstoles, o bien todo esto no ha sido
desunido a partir de los decretos. "Yo he puesto el fundamento, dice (el
apóstol); otro construye sobre él" (I
Cor. III, 10). Nosotros construimos, pues, sobre lo que fue fundado por la
enseñanza de los apóstoles. Y por esto los obispos son llamados apóstoles.».