Modos de comunicación.
Pero, si los
metropolitanos y los patriarcas deben así recibir de la cabeza de la Iglesia la
confirmación o la comunión episcopal, es preciso conocer las formas que revestía
desde la más remota antigüedad y que revistió en lo sucesivo ese necesario
intercambio epistolar, por el que los obispos de las grandes sedes se ven
vinculados al centro de la autoridad.
No vacilamos en afirmar que en los primeros tiempos la comunión extendida
progresivamente, las relaciones y el trato cotidiano entre las Iglesias por el
intercambio de cartas auténticas o formadas, la transmisión de las cartas,
de las constituciones apostólicas y de las órdenes emanadas por la Santa Sede,
podían en rigor bastar para dar autenticidad a la confirmación de los obispos de
las grandes sedes, es decir, al reconocimiento y a la aceptación de los mismos
por el Soberano Pontífice[1].
Estas relaciones se tenían por tan significativas en este sentido, que
los mismos emperadores paganos, en los raros intervalos de equidad de su gobierno
con respecto a los cristianos, recurrían a ellas para reconocer los obispos
legítimos de las grandes sedes. Pablo de Samosata había sido depuesto de la
sede de Antioquía; su sucesor Domno había recibido letras de comunión del Papa
san Dionisio y de los otros obispos tras él pero el obispo depuesto se negaba a
abandonar la casa de la iglesia. El emperador Aureliano juzgó muy justamente
que la casa debía entregarse «a aquellos con quienes estaban en correspondencia
los obispos de la doctrina cristiana en Italia y en la ciudad de Roma», es
decir, a los obispos que formaban su concilio, que le estaban unidos mas
inmediatamente y que más manifiestamente eran mantenidos en su comunión[2].
Por esto, en los casos dudosos, el Soberano Pontífice creía tener
suficientemente en suspenso las cosas absteniéndose de tales relaciones
ordinarias, pues hasta tal punto se las estimaba aptas para expresar
tácitamente su aceptación y para reemplazar cualquier otra solemnidad[3].
Con no poca frecuencia fue
preciso atenerse a esta práctica en los primeros siglos y en medio de las
persecuciones.
Sin embargo, los obispos de las grandes sedes se sentían obligados a recurrir
personalmente a su cabeza, a hacerse conocer por él a entrar explícitamente en
su comunión y a solicitar el envío de sus cartas[4] Se apresuraban a obtener de él un intercambio
tan necesario y cuyo gran valor conocían[5].
Si la violencia de la persecución interrumpía por algún tiempo todas las
relaciones, se mantenían a la expectativa, estándole siempre invisiblemente
unidos.
Finalmente, si las dificultades no tenían término y si la muerte venía a
sorprenderlos en tal expectativa, la muerte misma venía a poner el sello a lo
que su estado hubiera podido tener todavía de precario por falta de un reconocimiento
explícito: hacía definitiva su elección y la institución imperfecta que habían
recibido en su ordenación, e inscribía para siempre sus nombres en los dípticos
de las Iglesias.
El Sumo Pontífice, por su
parte, conocía y aceptaba las necesidades de aquellos tiempos, así como la disciplina
común que les ponía remedio, y el lazo invisible de la caridad suplía las
gestiones hechas imposibles por los tiranos.
Sin embargo, las leyes sagradas de la jerarquía conservaban todo su vigor
y para los elegidos de las grandes sedes era un deber del que sólo tal imposibilidad
podía dispensar, recurrir a la sede apostólica desde los primeros tiempos de su
episcopado y, al día siguiente de su ordenación[6], hacerle una relación de lo que había tenido
lugar y pedirle cartas de comunión o de confirmación. «Nuestros
antepasados, dice san Gelasio, se
dirigían a la sede donde se sienta san Pedro,
príncipe de los apóstoles, y remitían a su juicio el comienzo de su episcopado
pidiéndole la solidez y el fortalecimiento que debía darle su fuerza»[7]. «Solicitaban cartas
formadas o auténticas que confirmaran su episcopado»[8].
A su vez los Papas, en sus cartas, consolidaban estos fundamentos[9],
otorgaban la gracia de la comunión, de la que, sin las letras apostólicas, se
habría visto privado para siempre el elegido[10].
Aprobaban, confirmaban la
elección, le daban su fuerza[11]; éste es el lenguaje constante
usado por los Papas en las cartas por las que responden a los nuevos obispos de
las grandes sedes y los reciben en su comunión, es decir, por las que los hacen
entrar en esa comunicación de la misión divina que, de la sede de san Pedro, se extiende a todo el
episcopado.
Tal fue el primer estado de la disciplina. Más tarde, esta confirmación
solemne que expresaban las cartas formadas o auténticas emanadas de quien es
cabeza de los obispos se expresó por un símbolo sagrado, y se hizo visible a
los ojos de los pueblos por la tradición y el envío del palio[12].
El palio, insignia del Soberano Pontífice y que, como dice Inocencio
lleva representada excelentemente la figura del buen Pastor[13] fue otorgado por el Papa a los patriarcas y a los metropolitanos como
signo de su jurisdicción superior, que dimana del príncipe de los apóstoles y
lo hace presente en sus personas en medio de sus hermanos. Los patriarcas, a su
vez, confirieron el palio a los metropolitanos dependientes de su sede[14], y en adelante los elegidos de las grandes Iglesias, al solicitar la
confirmación o la institución canónica, debieron implorar la colación de este
signo sagrado destinado a hacerla visible y popular.
Tal es en conjunto la
disciplina de los tiempos antiguos, que puede resumirse fácilmente en algunas
palabras.
Por una parte, la institución canónica dimana del Papa sobre todos los obispos por los grados
intermedios — establecidos por él— de los patriarcas y de los metropolitanos.
Por otra parte, la ordenación es su
signo regular y ordinario. Finalmente, en tercer lugar, cuando la distancia de
los lugares no permite a los elegidos de las grandes sedes ser fácilmente
ordenados por su superior inmediato, éste es suplido en la ordenación por los
obispos comprovinciales, y la institución, que acompaña a la ordenación, es-
dada en su nombre por provisión y posteriormente recibe de él su fuerza y su
perfección por la confirmación.
Por lo que hace a la
confirmación misma, ésta se da de tres maneras: en caso de necesidad, por cualquier acto de la vida
eclesiástica y por cualquier comunicación de la cabeza y de los miembros; fuera
de la extrema necesidad, por el envío de cartas auténticas y solemnes;
finalmente, en los tiempos modernos, por
la colación del palio.
[1] San Bonifacio I (418-422), Carta
a Rufo y a los obispos de Macedonia, 6; PL 20, 783: «Como no hemos tenido
noticia (de la ordenación de Nectario),
estimamos que no tiene fuerza alguna (firmitatem).»
[3] San Simplicio (468-433). Carta 17, a Acacio de
Constantinopla; PL 38, 56; Labbe
4, 1337: «Inmediatamente me detuve y yo mismo revoqué mi sentencia concerniente
a su confirmación»; cf. Hefele 2,
920. San Gelasio (492-496), Carta 14
(tratado De damnatione nominum Petri et
Acacii); PL 59, 35; Labbe, 1216.
San Félix III (483-492), Carta 14, a Talasio; PL, 58, 974; Labbe 4, 1029. San Adriano I (772-795), Carta
57, a Tarasio; PL 96, 1233; Labbe
7, 126.
[4] San Ambrosio, Carta 56, a Teófilo, 4-7; PL
16, 1171-1172: “Sin embargo, sólo Flavio,
por encima de la ley, como él se cree, no viene, mientras que todos nos
reunimos... Decidimos que hay seguramente que referir de ello a nuestro santo
hermano, el obispo (sacerdotem) de Roma,
para que también nosotros, habiendo recibido el texto de tus decretos, cuando
sepamos que se ha hecho lo que sin duda alguna habrá aprobado la Iglesia
romana, recojamos con alegría el fruto de este juicio.»
[5] San Jerónimo, Carta 16, al Papa Dámaso, 2;
PL 22, 359: «Melecio, Vidal y Paulino pretenden serte adictos»; Sozómeno, Historia
eclesiástica, l. 8, c. 3; PG 67, 1519: “Él mismo (Juan Crisóstomo) pidió a Teófilo
que le prestara un servicio reconciliando al obispo de Roma con Flavio. Cuando él lo juzgó oportuno
fueron elegidos para este negocio Acacio,
obispo de Berea, e Isidoro... Éstos
llevaron a Roma...» Cf. Teodoreto de
Ciro, Historia eclesiástica, L.
5, c. 23; PG 82, 1247-1250.
[6] San Simplicio (468-483), Carta
16, a Acacio de Constantinopla; PL 58, 55; Labbe 4, 1035: «El comienzo del episcopado (de Calendión) en
Antioquía, por la razón de haberse conocido más tarde, aunque no pudo
escaparnos completamente, sin embargo él mismo, así como su propio concilio, lo
han dado a conocer. Así como no habíamos deseado esto, así también nos hemos
mostrado complacientes con la excusa creada por la necesidad, porque no se puede
llamar falta lo que no es voluntario.» San
Hormisdas (514-523), carta 71, a Epifanio;
PL 63, 493; Labbe 4, 1533: «Hermano
carísimo, habría sido conveniente que enviaras legados a la sede Apostólica
desde el comienzo de tu pontificado, a fin de seguir exactamente la forma de la
antigua costumbre.»
[8] San Bonifacio I (418-422), Carta
15, a Rufo y a los obispos de Macedonia, 6; PL 20, 783: «El príncipe Teodosio, de muy grata memoria, juzgó
que la ordenación de Nectario no tenía fuerza porque no nos era
conocida; envió cortesanos de su séquito con obispos para pedir con insistencia
que le fuera enviada de la sede de Roma, según los cánones, una Carta auténtica
(formatam) que confirmara su episcopado.»
[11] Concilio de Calcedonia (451), act. 10; Labbe 4, 682, Mansi 7,
270: «El santo y beatísimo Papa... confirme
el episcopado del santo y venerable Máximo,
obispo de Antioquía.» (433-492), Carta
22, al emperador Zenón. San Martín I
(649-653), Carta 9, a Pantaleón; PL
87, 172; Mansi 10, 822: «Así, cuando
hayan dado una profesión de sincera penitencia o de fe ortodoxa al que recientemente
hemos escogido allá para esto (nuestro legado Esteban), él los confirmará
en su orden»; Cf. Hefele 3, 452-453.
San León IX (1048-1054), Carta 101 a Pedro, patriarca de Antioquía,
PL 143, 771: «Mi humildad elevada a la cumbre del trono apostólico..., de buena
gana aprueba, felicita y confirma la elevación episcopal de la muy santa
fraternidad». cf. Hefele 4,
1089-1090.
[12] Concilio IV de Constantinopla (870), act. 10 reg. 17; Labbe 8, 1136-1137; Mansi,
16 170-171: «El grande y santo concilio decide que en la antigua y nueva Roma,
como en las sedes de Antioquía y Jerusalén, deba conservarse en todo la antigua
costumbre, a saber, que los jefes de todas las sedes metropolitanas, promovidos
por ella misma, reciban la confirmación de su dignidad episcopal, ya por la imposición
de las manos, ya por envío del palio, y gocen de autoridad.»
[14] Concilio de Letrán IV (1215), cap. 5; Labbe 11, 153; Mansi 22,
991; Hefele 5, 133: «Cuando los
jefes de estas Iglesias (Constantinopla, Antioquía y Jerusalén) hayan recibido
del Romano Pontífice el palio, insignia de la plenitud del cargo pontifical,
después de haberle prestado el juramento de fidelidad y de obediencia, les
estará permitido conferir ellos mismos el palio a los obispos puestos bajo su
jurisdicción, después de haber recibido para ellos mismos su profesión
canónica, y para la Iglesia de Roma su promesa de obediencia.»